A Man Escaped transcurre en Abril de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. Fontaine, un joven de 27 años miembro de la Resistencia francesa, que lucha contra la ocupación nazi, es arrestado por la Gestapo para ser interrogado. Fontaine sospecha que va a ser ejecutado y empieza a planear su fuga.

Mejor Director (Festival de Cannes 1957)

Top Mejores Películas Extranjeras (National Board of Review 1957)

  • IMDB Rating: 8,2
  • Rottentomatoes: 100%

Película / Subtítulo

La imagen que da inicio a la película A Man Escaped es tan tímida que tenemos ganas de cerrar los ojos por temor a que se deshaga frente a nosotros. Es el plano general de una cárcel y sobre el, unas letras aún más tímidas nos señalan que lo que vamos a ver es una historia de la vida real. Robert Bresson escribió y firmó esas palabras con su puño y letra, con una caligrafía temblorosa, casi infantil. Luego de los créditos, donde se nos recuerda cuanta gente murió allí a manos de los alemanes, veremos un par de manos, como las que utilizó Bresson para escribir, pero que ahora sirven para expresar algo distinto. Son las manos, paradójicamente libres, de un prisionero francés de los nazis que va rumbo a la cárcel del fuerte de Montluc, en Lyon. Es 1943.

La mano izquierda del hombre intenta asir la manija de la puerta del automóvil que lo lleva y, en un momento que cree oportuno, abre la puerta y huye. La cámara no lo persigue, misteriosamente se queda en el auto acompañando a otro de los reos. Se oyen disparos, ruido de pasos, algarabía y de pronto nuestro prisionero vuelve al auto, empujado por sus captores. La cámara no se ha movido de su puesto, como si supiera que él iba a regresar. Lo que ocurrió afuera lo intuimos, pero no lo vimos, no había necesidad de hacerlo. Aquí, en la primera secuencia de A Man Escaped (Un Condamné à mort s´est échappé, 1956) se resume todo el credo estilístico que Bresson depositó en su película. Estaremos confinados, no a un automóvil, sino en una prisión, mirando siempre a Fontaine -el prisionero- en su mundo claustrofóbico, mientras intenta escapar con la ayuda de sus manos, su voluntad y unos mínimos elementos. Afuera de la celda todo es ruido, pasos, llaves, puertas que se abren y se cierran, golpes, ráfagas de balas, trenes que pasan. Pero no veremos nada de eso. Seremos un compañero del teniente Fontaine en la cárcel, percibiremos lo que él percibe, veremos lo que él ve, sufriremos por no saber que hay más allá de esas cuatro paredes, temeremos a un ruido en el pasillo, a unos pasos que se acercan, a unos gritos a la distancia. Fontaine, como un ciego, trata de dar sentido a todo lo que oye y lo interpreta a su modo, de una forma que le permite seguir viviendo.

Nos convertiremos sin quererlo en sus cómplices. El relato en primera persona de A Man Escaped, con la permanente voz en off del protagonista, parece dirigido a nosotros. Hay un íntimo convencimiento en su mirada: este hombre se va escapar y así nos lo cuenta (Es más, si escuchamos bien, el narrador está contándonos los eventos como si estos ya hubieran pasado, como si Fontaine los estuviera recordando luego de escapar). El destino parece conspirar para ayudarlo a lograr su propósito y Fontaine no deja pasar por alto ninguna de las circunstancias favorables que aparecen a su paso. Sorprendido porque no lo mataron tras el intento de fuga, aliviado porque sobrevivió a las torturas sin mayores lesiones y esperanzado por haber conseguido un contacto que le permite comunicarse con el mundo exterior, se convence que está destinado a ser libre.

A partir de ese momento todas sus acciones se destinan a planear y llevar a cabo su escape. Su rutina diaria parece dispuesta para dejarlo lograr su cometido. Sus manos, un lápiz y una cuchara son los principales instrumentos que utiliza. La cámara -bajo la sabia conducción del maestro Léonce-Henri Burel- se detiene respetuosa en esas manos, en su trabajo manual guiado por una perseverancia y una determinación que parecen obedecer a un plan celestial maestro. Puede lograrlo, lo sabe. El viento sopla donde quiere –como nos lo recuerda el subtítulo bíblico que Bresson dio al filme- y no hay nada que lo detenga. A Man Escaped no nos da opción distinta a mirar a Fontaine y a ver como se va acercando a su meta. Bresson no se distrae con escenas innecesarias o con fisuras o desviaciones argumentales, así como no lo hace el prisionero. Su relación mínima con los compañeros de cárcel le sirve para sus fines. Incluso el fallido intento de fuga de uno de ellos le ayuda a mejorar su plan y evitar que le pase lo mismo.

Hay un ascetismo y un minimalismo en la puesta en escena que despojan a la imagen de cualquier adorno gratuito. La limpieza visual está acorde con una de las frases del director, “Construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad” (1), que aparece en su texto de 1975, Notas sobre el cinematógrafo, libro que reúne sus pensamientos y principios estéticos sobre el cine en forma de aforismos y pequeños borradores de trabajo. Aquí el blanco de las paredes se conjuga con el silencio y la obligada inmovilidad del preso. Sólo la música de la misa en do menor de Mozart -única banda sonora del filme- interrumpe los ruidos de la cárcel, cuyo origen en su mayoría no vemos, así como no vemos casi nunca el rostro de los captores. Todo se presta para una reflexión profunda sobre la fe, la voluntad y la salvación, representada aquí en esa anhelada y buscada libertad. Al estar atrapado físicamente y al no ser capaz de tener un contacto efectivo con los otros reos, el prisionero busca refugio y fuerza en su propio espíritu, ese sí, imposible de poner entre rejas.

«Sólo ten fe» -le dice a Orsini, otro de los presos. Fontaine tiene fe. Nunca lo vemos orar, no hay un signo externo que nos indique los alcances de su credo -es más, cuando creemos que está rezando en silencio contra una pared, en realidad se está comunicando en clave Morse con la celda vecina- sin embargo su conducta y todos sus actos son una profesión de fe, de confianza en una fuerza que no ve, pero que parece poner todo lo que necesita a su alcance. El prisionero mira con frecuencia hacia arriba, hacia la ventana, como dirigiéndose a ese cielo en el que quiere creer; es más, la luz cenital de la celda parece acompañar todos sus actos, como iluminado y bendecido por ese Dios que confabula para que todo resulte. Hay sacerdotes entre los demás presos, pero también hay algunos de los reos que no quieren confiar, que se cansaron de ruegos no respondidos. Del valor de unos y otros saca fuerzas Fontaine para evitar desfallecer: «Pensar en ustedes me da valor» -le dice a Blanchet, su vecino de celda. Puede que el cuerpo y la mente de Fontaine estén golpeados, pero su espíritu está intacto. Bresson, un cristiano jansenista, nos muestra el tamaño de ese espíritu, el calibre de esa voluntad y la distancia que debe recorrer hacia la salvación: “En A Man Escaped traté de hacer que la audiencia sintiera estas corrientes extraordinarias que existían en las prisiones alemanas durante la resistencia, la presencia de algo o alguien invisible; una mano que lo dirigía todo”, tal como se lo expresó a René Guyonnet de L’Express. Se trata de temas todos muy afines a su filmografía, inquietudes recurrentes de un autor que privilegiaba el sentimiento y los requerimientos del alma sobre la acción dramática.

En la única cita bíblica explícita en A Man Escaped -Juan 3:7-9- se habla de renacer: «Tu debes renacer otra vez» le dice el pastor de Leiris, preso en la prisión, a Fontaine. Nuestro hombre en esa prisión está muerto y toda su lucha es por alcanzar la gracia, por renacer siendo libre. Pero a diferencia de otros momentos de su filmografía -como Los ángeles del pecado (Les anges du péché, 1943), Les dames du Bois de Boulogne (1945), Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951) o El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962), en los que se luchaba por alcanzar la libertad espiritual luego de un largo suplicio físico y mental- aquí se alcanza la gracia sin morir, por el contrario, Fontaine lucha por seguir vivo, por escapar de la trampa de la muerte. Su fe no le hace creer que Dios le va a salvar, sino que debe ayudarse a si mismo: «Lee y reza: Dios te liberará» -le dice el pastor. «Él lo hará si nosotros mismos nos ayudamos»- le responde Fontaine. De ahí que Bresson quería ponerle como subtítulo al filme “Aide-toi” (ayúdate), que es parte de la expresión “Aide-toi, le ciel t´aidera” (que nosotros conocemos como “ayúdate que Dios te ayudará”). Esto convierte a A Man Escaped en una película optimista en las posibilidades del hombre, la más humana entre una obra que tuvo siempre al hombre como su preocupación principal.

El tema se revela más auténtico si sabemos que Bresson estuvo prisionero en un campo alemán durante la segunda guerra mundial, entre marzo de 1940 y junio de 1941, cuando fue repatriado. Esta dura experiencia, sumada al relato autobiografíco del comandante André Devigny, prisionero por la Gestapo en el fuerte de Montluc, y que fue publicado en el No. 448 de Le Figaro Littéraire (noviembre 20-27, 1954), le sirvió para construir una historia hiperrealista, donde estamos convencidos que todo lo que ocurre sucedió realmente. Devigny fue el asesor técnico de A Man Escaped y se rodó exactamente en la celda que alguna vez ocupó antes de fugarse en 1942, aunque otras fuentes afirman que se reprodujo, con todo detalle, en los estudios de Saint Maurice. Bresson no quería actores de experiencia y recurrió a un reparto no profesional, encabezado por François Leterrier, un estudiante de filosofía de La Sorbona que interpretó a Fontaine. A partir de A Man Escaped la tendencia a utilizar aficionados y no actores fue característica común de su cine. Bresson llamaba “modelos” a las personas que aparecían en sus filmes y de ellos exigía y lograba total credibilidad. “Lo que nuestros sentidos requieren no es personal realístico, sino personas reales”, decía el director, que sentía que la actuación convencional deformaba la realidad: “actuar es proyectar un simulacro de emociones que el actor no siente”. Bresson quería de sus modelos extraer la personalidad por la cual los eligió y proyectarla en la pantalla, dejándolos desnudos y vacíos. De ahí, que muchos de sus protagonistas –Leterrier incluido- no hicieran nunca otro papel importante.

El realismo conseguido con el concurso de estas personas se acentúa con la utilización de sonidos naturales y con la exigente restricción de rango narrativo que el director se impuso, que nos impide anticiparnos a lo que Fontaine va a ver o a experimentar, consiguiendo Bresson, sin quererlo, un thriller natural, que mantiene en suspenso al espectador hasta el último minuto del metraje, interesado sobre todo en cómo van a ocurrir las cosas, no en qué va a pasar. Logradísima es la escena en que Fontaine, ya en pleno desarrollo de su fuga, ha descendido de un muro y debe matar a un nazi al que no está viendo y del que sólo oye sus pasos. Rigurosa, la cámara no nos lo muestra, para que compartamos con él su angustia. Luego Fontaine se abalanza sobre él, sin otra arma que sus manos. Tampoco sabemos lo que está ocurriendo. La cámara se queda junto al muro, esperando el desenlace. Después vemos volver a Fontaine. Ya sabemos que pasó.

Esta película -por la que Bresson obtuvo el galardón al mejor director en el Festival de Cannes- es la segunda de una trilogía -que integran además Diario de un cura rural y Pickpocket (1959)- que trata sobre el poder de la fe y las posibilidades de obtener la redención. Con su misticismo y su existencialismo religioso, apoyados siempre en lo concreto y enraizados en el mundo material, Bresson prefiere acercarnos, con lentitud, a una realidad que el anticipa misteriosa y dejarnos allí, solos, para que busquemos esas huidizas respuestas que él –respetuoso del espectador- no va a darnos jamás. (Juan Carlos González – tiempodecine.co)