Diane es una viuda septuagenaria que dedica su vida a las necesidades de los demás. Llena sus días sirviendo comida a los vagabundos, visitando a amigos enfermos y, sobre todo, intentando ayudar a su hijo drogadicto. Pero cuando su existencia empieza a marchitarse, se verá obligada a reflexionar sobre su identidad.

Mejor Actriz (Asociación de Críticos de Los Ángeles 2019)

Mejor Película (Sección U.S.A – Festival de Tribeca 2018)

  • IMDB Rating: 6,7
  • Rottentomatoes: 93%

Película (La copia viene con subtítulos en español)

 

Una mujer pasa sus noches dando una mano en un comedor social. Porque dispone de tiempo, de energías y de ganas de ayudar al prójimo. A lo mejor, también, porque tiene la necesidad de ello. Entre bandeja y bandeja se le va la vista hacia uno de los hombres a los que acaba de servir. El tipo está solo, terriblemente solo. Antes de atacar de forma educada el plato humeante que tiene delante, junta las manos y cierra los ojos con fuerza, hasta fruncir el ceño. La expresión inicial de agradecimiento en su rostro degenera, poco a poco, en pura desesperación. La transformación apenas toma unos pocos segundos, pero en la mente de ella (y en la nuestra) el tiempo se ha dilatado sobremanera.

Este es uno de los puntos de inflexión más reseñables del notable debut de Kent Jones en la ficción cinematográfica. En Diane, este crítico, programador y documentalista con vocación de historiador nos transmite las angustias de una persona al límite de sus energías, una mujer (Mary Kay Place) que dejó de vivir hace tiempo, demasiado ocupada en complacer a sus seres queridos. Su prima, su hijo, su mejor amiga, su tía… Por males más o menos combatibles, cada uno de ellos pide todo el cariño y las atenciones posibles. Y Diane que se las da. Pero algo falla en la ecuación. El sentimiento altruista del que nos hablan los actos no acaba de plasmarse en un estado de ánimo que, a la larga, es del todo revelador. Volvemos al inicio para descifrar por qué la cámara apunta al desgraciado y no a la (presunta) santa. Tan importante es saber dónde se mira como de dónde se aparta la mirada. Dirigirse a los demás para no tener que afrontar el ejercicio más difícil: afrontar los propios fantasmas.

En el frío invierno del oeste de Massachusetts Diane se lanza a la carretera. Porque conducir forma parte de la textura emocional de esa geografía, pero también para mirar hacia fuera y no tener que mirar hacia dentro. El hombre del comedor social reza con todas sus fuerzas y Diane estalla, en términos psicológicos, pero también biológicos y espirituales. También lo hace la propia película, que sabe transitar de forma extraña entre el drama y la comedia. Los cortes bruscos van dejando paso a los fundidos, y éstos a las imágenes superpuestas, una difuminación que trasciende lo visual. Jones pasa de la no-ficción a una ficción que podría haber firmado Kenneth Lonergan: el estudio de un sentimiento de culpa en plena metástasis por la mala gestión a través de los años.

Llegado el momento, en Diane los interiores y exteriores se confunden; el ayer y el ahora también. Los muertos resucitan y la cámara parece quedarse sin energías. Antes parpadeaba, ahora cede ante el peso insostenible de los párpados. Jones pasa de lo letárgico a lo onírico, y después, a lo lisérgico. No por mero lucimiento estético, sino para convertir la esencia social del drama en desgarro íntimo. Este proyecto, al fin y al cabo, está confesadamente condicionado por la pérdida de la madre del director y guionista. La muerte, ya sea por activa o por pasiva; ya sea dentro o fuera de campo, impregna cada situación… y magnifica sus efectos, merced a un ejercicio de traumática introspección psicológica. (Víctor Esquirol – otroscines.com)