Inglourious Basterds sucede en la Francia ocupada por los alemanes, Shosanna Dreyfus presencia la ejecución de su familia por orden del coronel Hans Landa. Después de huir a París, adopta una nueva identidad como propietaria de un cine. En otro lugar de Europa, el teniente Aldo Raine adiestra a un grupo de soldados judíos para atacar objetivos concretos. Los hombres de Raine y una actriz alemana, que trabaja para los aliados, deben llevar a cabo una misión que hará caer a los jefes del Tercer Reich. El destino quiere que todos se encuentren bajo la marquesina de un cine donde Shosanna espera para vengarse.

Mejor Actor de Reparto en los Premios Oscar 2009
Mejor Actor de Reparto en los Globo de Oro 2009
Mejor Actor Secundario en los Premios BAFTA 2009
Mejor Actor en el Festival de Cannes 2009

  • IMDb Rating: 8,3
  • RottenTomatoes: 89%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Un año después de que Doce del patíbulo (1967) de Robert Aldrich demostrase que se le podía perder el respeto a la Segunda Guerra Mundial, el italiano Armando Crispino colocaba, con Commandos (1968), la primera piedra de un subgénero que los japoneses bautizarían como Macaroni Combat. El cine norteamericano siguió explotando las posibilidades lúdicas de la contienda en títulos como El desafío de las águilas (1968) y Los violentos de Kelly (1970), pero nunca llegó a alcanzar la dionisíaca desvergüenza del subgénero italiano: soluciones visuales y narrativas adaptadas del coetáneo spaghetti western, desconcertantes notas de humor mediterráneo y una sensacionalista retórica de la violencia marcaban la diferencia. Llegaría el día en que a toda película sobre ese periodo se le exigiría su correspondiente carga de responsabilidad: lo que se ganó en corrección (política, entre otras cosas) se perdió en placer (culpable, como casi siempre).

El Macaroni Combat tuvo su título de oro en Aquel Maldito Tren Blindado (1978) de Enzo G. Castellari, rebautizado para su distribución americana como The Inglorious Bastards. Los deliberados errores ortográficos que ha introducido Tarantino en el título original de sus Inglourious Basterds aportan una clave para entender su propuesta, que no es exactamente una puesta al día del Macaroni Combat, ni un remake (ni siquiera una lectura) del clásico (pongan las cursivas que su ortodoxia cinéfila considere oportunas) de Castellari: una invitación a aparcar la corrección (histórica, ortográfica, formal) para rescatar, remozar y reivindicar ese placer que el director lleva tiempo considerando principio rector de la experiencia cinematográfica. Sus Inglourious Basterds son, pues, una interiorización de los Inglorious Bastards de Castellari, entendidos como metonimia de ese goce que puede proporcionar el medio cuando un cineasta ejerce a fondo su libertad creativa, con su propio placer y el del respetable como metas prioritarias.

Todas las líneas narrativas de Inglourious Basterds confluyen en un climático estreno cinematográfico organizado por la cúpula nazi. De modo parecido, en el último trabajo de Tarantino parecen desembocar todos los tarantinos posibles: el exquisito orfebre del diálogo digresivo y el remezclador de una memoria cinéfila anti-jerárquica. No es una película sobre la Segunda Guerra Mundial, sino una doble declaración de amor al lenguaje como instrumento de ocultación, acoso y supervivencia y al cine como herramienta de revelación, afirmación y catarsis. En la particular visión del mundo de Tarantino, el verbo es máscara y la imagen, identidad; aunque, en una modulación aparentemente paradójica, sus diálogos recorren con el fuego de la originalidad un universo visual de segunda mano.

Inglourious Basterds, primera película de la historia que presenta a un crítico de cine como figura heroica, no es precisamente un lección de equilibrio narrativo: su gloria está en el exceso, en lograr que brille tanto un actor en estado de gracia (Christoph Waltz) como una estrella en registro chusco (Brad Pitt), en mezclar diálogos perfectos y recursos visuales deliberadamente estridentes y, por supuesto, en atreverse a proponer una realidad alternativa donde el cine es un arma cargada de futuro… para reescribir el pasado. (Jordi Costa – ElPais.com)

El test del tiempo llaman los norteamericanos a eso que las películas pueden o no soportar. Algunas aguantan the test of time mejor que otras y, estas semanas, viendo primero Jackie Brown y luego Inglourious Basterds tuve la sensación que la primera se había conservado mucho mejor que la segunda. Acaso no en términos estrictamente cinematográficos —algunos planos de Jackie Brown son tan noventas que duelen mientras que Inglourious Basterds, al ser de época, es más difícil de fechar— sino en lo que respecta a su profundidad, su entonces entendida radicalidad. Hoy, la primera parece más riesgosa y fuera de contexto que la segunda. Inglourious Basterds ha perdido bastante del poder si se quiere político que se le atribuyó en ese momento y se ha convertido en otra cosa.

Quizás impactado por el radical cambio en la Historia que Tarantino en ese momento decidió hacer a partir del uso literal del cine como arma, no supe ver la película como una comedia. Hoy, sabiendo ese final y después de haber visto otros ejercicios similares en los que QT decidió crear un mundo paralelo en sus películas –un mundo en el que la Historia es como él quiere que sea–, ese aspecto me impresionó menos y me dejé llevar más por la creatividad, el ingenio y el suspenso para la resolución de muchas de las escenas. Su potencia emocional acaso decreció y revaloricé su específica y muy curiosa factura.

La primera escena de Inglourious Basterds es tan pero tan buena que la película existe, vibra y se sostiene gracias a ella. Tengo la impresión que sin esa escena —o sin su impecable ejecución— casi no tendría sentido todo lo que sigue. La tensión y el suspenso, los toques de comedia que le aporta el personaje de Hans Landa —hay que recordar que, en ese momento, nadie conocía ni había visto nunca actuar a Christoph Waltz— y la marca que deja la masacre en el personaje de Shoshanna es la razón de existir de la película, un disparador emocional que hace que casi todas las escenas posteriores tengan una tensión y una vibración extra.

Su encuentro con el soldado-actor-héroe de guerra nazi que encarna Daniel Brühl, su “reencuentro” con Landa y su paralelo plan para matar a Hitler giran a partir de allí. Eso no sucede del todo la paralela trama de Aldo Raine (Brad Pitt), su grupo de cazadores de nazis y las escenas que juegan Diane Kruger, Michael Fassbender y compañía. Allí lo que hay es uno de los intentos más desbocados de parte de Tarantino de apostar por la comedia. Desde la personificación de Pitt al espía/crítico de cine de Fassbender, de los dislates de los otros “bastardos” a la pelea en el bar subterráneo que los reúne a todos, las escenas ahí funcionan menos como relatos de suspenso que como comedia, especialmente cuando uno vuelve a ver la película y sabe cómo se resolverá

Escenas como las del encuentro de los bastardos hablando en italiano con Landa, los diálogos que mantienen al finalizar la escena del juego de cartas en el bar, todo lo ligado a Hitler y al servicio secreto británico aportan momentos cómicos brillantes que logran combinarse muy bien con los más dramáticos que encarna Melanie Laurent y sus diversos partenaires. En ese punto son dos películas en una, dos tramas para matar a Hitler que corren en paralelo: una dramática y otra cómica.

De todos modos también se me hicieron un poco más evidentes sus problemas: algunas escenas no funcionan del todo bien o se alargan demasiado (la de los juegos de cartas en el bar debería ser más breve), hay momentos de regodeo cómico que sobran y muchos solo son salvados por el carisma de Waltz, y promediando el relato uno tiene la sensación que la película no encuentra del todo el rumbo. Pero como sucede con muchas de las películas de QT hay un momento en el que todo hace clic y vuelve a la vida. Lo innecesario se vuelve importante y lo importante, fundamental.

Ese momento es, claramente para mí, lo que sucede después del “clip” de Shoshanna con la canción de David Bowie. Desde ese episodio en adelante la película se termina por encontrar a sí misma y ya no afloja más. Esta idea de volver a trabajar el tema de la venganza pero ahora desde un costado político, haciendo que el cine modifique la vida real a la manera de un justiciero simbólico (algo que mantendrá en casi todas sus películas de ahí en más) le permitirá encontrarle un nuevo sentido a ese tema tan caro a Tarantino. Ya no es –como en Kill Bill o en varias de sus películas anteriores– la revancha como un asunto privado sino que lo privado al ser social se vuelve político.

Me da la impresión que la idea de reescribir la Historia en sus películas no es necesariamente un gesto egocéntrico de parte de Tarantino sino una declaración de amor al cine de parte de alguien que ha vivido más adentro de sus historias que de la Historia. Acaso el ejercicio que lleva haciendo el director desde entonces hacia ahora sea el máximo sueño de un cinéfilo enciclopédico: no solo hacer que la vida se parezca al cine sino que el cine reemplace a la vida, que tome su lugar, poder manipular los actos para que los resultados respondan a nuestros deseos y no a la realidad. Un ejercicio de cine total, una cinemateca de Babel que reemplace al mundo todo entero. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)