Medea es la adaptación de la tragedia griega de Eurípides, donde vemos la trágica confrontación entre dos culturas incompatibles: el mundo mágico e irracional de Medea y el mundo racional de Jasón.

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Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Los griegos de la época clásica habían olvidado el origen de sus mitos, y trataban de entenderlos en términos psicológicos, como advertencias sobre las consecuencias de la hybris (es decir, la pasión desbocada que rompe el equilibrio del alma). Este enfoque es el que ha prevalecido desde los tiempos de Eurípides hasta Freud.
Pasolini se acerca aquí al mito desde un punto de vista esencialmente distinto, basado en las concepciones que parten de la obra de James G. Frazer (cuya figura representa para el campo de los estudios mitológicos lo que la de Darwin para la biología). En “La rama dorada”, Frazer, como un arqueólogo de lo inmaterial, rescató del olvido que el núcleo de las religiones primitivas de pueblos agrícolas incluye el sacrificio de sus reyes sagrados (más adelante reemplazados por sustitutos plebeyos) como rito propiciatorio de la fertilidad de la tierra. A estos sacrificios rituales, y no a crímenes pasionales, aluden los frecuentes episodios de muerte, desmembración y canibalismo que aparecen en los mitos griegos, al igual que en los de otras culturas.

Medea no es una película fácil de ver, pero representa la cumbre de la imaginación visual de Pasolini (y sus colaboradores): no tanto en términos de pura técnica cinematográfica, sino de capacidad de recrear una realidad inaccesible. Los estudios antropológicos y mitológicos hablan el lenguaje de la erudición o la fantasía, pero el cine está condenado a lo concreto y Pasolini confecciona, en las escenas de la Cólquide, una especie de documental imaginario en el que los rituales del Neolítico y la Edad del Hierro se ofrecen a nuestros ojos llenos de detalles y color: pieles y pedrerías, tocados y cornamentas, animales domésticos, estelas, rostros, habitáculos, cuencos en los que se vierte un corazón humano. En la estética de Pasolini, “pobre” nunca es sinónimo de “cutre”; por el contrario, el autor escribe que ha aprendido de sí mismo.

Pasolini presenta a Jasón como un héroe dual: educado en su niñez por el centauro Quirón en las creencias “antiguas”, se convierte en la edad adulta en un griego “civilizado”, cuya principal preocupación es la idea del poder (“que no existiría sin la idea del mañana” según un verso del propio Pasolini). Por su parte, las enseñanzas de Quirón pueden resumirse en este fragmento de los Diálogos con Leucò, de Cesare Pavese: “En aquel tiempo la bestia y el pantano eran tierra de encuentro de hombres y de dioses. La montaña, el caballo, la planta, la nube, el torrente –todos existíamos bajo el sol. ¿Quién podía morir en aquel tiempo? ¿Qué es lo que era bestial, si la bestia estaba en nosotros al igual que el dios?”.

Jasón recorre la distancia que media entre un país de hombres unidos a la tierra, que habitan dentro de cuevas, en paisajes que son como fragmentos de cuerpos humanos, y otro de ciudades ensimismadas, cercadas por muros tan altos como el cielo; como estadio intermedio, una ciudad remota llena de cúpulas de adobe como pechos, de la que parte una nave Argos más próxima al modelo de Thor Heyerdahl que al hollywoodiense de Ray Harryhausen.
La “Medea” de Pasolini arde con llamas frías: el autor (un italiano que no amaba la ópera) renuncia a todo intento de empatía y también a la explotación teatral de la hybris, la desmesura de los celos. Toda la violencia explícita de las escenas de la Cólquide, desde el sacrificio ritual del mancebo elegido como sosias del príncipe hasta el asesinato por Medea de este último, su propio hermano (en un acto en el que la voluntad individual suplanta el significado religioso primitivo), se vuelve hacia dentro en el desenlace, reposado y elíptico. Habría que preguntarse por qué Pasolini se acercó al mito de Medea: creo que no le interesó en tanto que exploración personal (al modo de Edipo), sino como metáfora. Lo aborda como hombre de su tiempo, con conocimientos y preocupaciones que solo coinciden parcialmente con los de Eurípides o Seneca; él concibe el choque entre los griegos civilizados y los bárbaros de la Cólquide con la conciencia crítica de un observador de los procesos y consecuencias del colonialismo europeo contemporáneo, de la explotación capitalista del hombre por el hombre.

Al principio Medea es una mujer primitiva, unida a una naturaleza en la que todo es sagrado, a los ciclos de la tierra y las estaciones (algo que Pasolini representa en toda su crudeza, sin ninguna concesión al ecologismo new age); su relación con Jasón (que es posible por la educación que este recibió de Quirón) la convierte en “civilizada”, un sujeto individual capaz de desear, y de luchar para alcanzar sus deseos. Pero la otra cara de esa civilización (cuando Jasón, obsesionado por el trono, la abandona por la hija del rey de Corinto, de la que su propio padre está secretamente enamorado) desencadena el conflicto trágico: no hay vuelta atrás. Como la mayor parte de los humanos a partir de la segunda mitad del siglo XX, Medea ya no puede volver al mundo sagrado, a su pasado agrícola en las cavernas de Anatolia; al mismo tiempo, el mundo moderno, con su carrera hacia el poder y el éxito, tampoco le ofrece ninguna salida. El sacrificio de su hermano, de sus hijos, que en las formas más primitivas de la religión de su pueblo habría tenido sentido como ritual de fertilidad y resurrección, tiende por el contrario a la extinción, el desmoronamiento.

Maria Callas, quizá la mayor actriz trágica del siglo XX, comparece aquí no como actriz, sino como mito viviente: ella es Medea desde la primera imagen en la que vemos su rostro fragmentado, uno solo de sus ojos. Pasolini lo tuvo claro desde el principio: “Esta barbarie que se halla en su interior más profundo, que se exterioriza en sus ojos, en sus rasgos, pero que no se manifiesta directamente: al contrario, su superficie es casi tersa; en suma, los diez años pasados en Corinto serían la vida de Callas. Ella proviene de un mundo campesino, griego, agrario, y después se ha educado para una civilización burguesa. Así pues, en cierto sentido, he tratado de concentrar en su personaje lo que ella es, en su compleja totalidad“. Pero el personaje con el que se identifica Pasolini es Quirón, el educador, escindido en una dialéctica sin posible síntesis entre el mundo antiguo, lleno de imágenes sagradas, y el mundo de la razón, en el que dios no existe. Rebasada su infancia, cuando Jasón se vuelve al sentirse llamado, ve que es Quirón quien le llama y que no hay un centauro sino dos: uno el que veía cuando era niño, y otro el que percibe en su edad adulta. “No se trata de dualismo ni de desdoblamiento; este encuentro o esta presencia de dos centauros significa que la cosa sagrada, una vez desacralizada, no desaparece en absoluto. El ser sagrado sigue yuxtapuesto al ser desacralizado. Quiero decir con ello que, al vivir, he realizado un cierto número de cambios, de desacralizaciones (…), pero lo que yo era antes de esos cambios, esas desacralizaciones, no ha desaparecido”. Toda escritura es así, en realidad, reescritura que no llega a borrar los trazos anteriores (Pako Bellido – LinternaMágicaSevilla.Blogspot.com)