Temblores sucede en Guatemala, en la actualidad. Pablo es un “buen hombre”: un cristiano evangélico practicante, de 40 años y casado y con dos hijos. Pero un día Pablo se enamora de Francisco y decide abandonar a su devota familia evangélica. Sus familiares, sin embargo, ponen su fe y la familia por encima de todo y se aferran aun a la idea de poder «curar» a Pablo.

  • IMDb Rating: 6,7
  • RottenTomatoes: 89%

Película (Calidad 720p)

 

Una de las mayores sorpresas del programa de la 69ª Berlinale es sin duda Temblores, la presencia del segundo largometraje de Jayro Bustamante, a quien descubrimos precisamente aquí, en la última edición cuya Competición dio auténticos argumentos para pasar frío en la capital germana. Corría el año 2015 y la cinematografía guatemalteca daba el salto a la Competición Oficial de la Berlinale. Lo hizo con una ópera prima titulada Ixcanul, decisión que en su momento fue interpretada por algunos como mero capricho exótico, pero que al final se resolvió en un merecido puesto en el palmarés gracias al Premio Alfred Bauer. Había nacido un volcán. Un cineasta cuyo arte parecía alimentarse directamente de las energías freáticas que emanaban de latitudes improbables. Lo de Ixcanul fue un flechazo, un seísmo que bien merecía una réplica. Pues bien, ésta por fin llegó, y en el mismo escenario… solo que en la segunda división del certamen, en la Sección Panorama. Desconcierto mayúsculo que leímos como una repetición de la historia de Emir Baigazin: a saber, el director kazajo descubierto en 2013 por la Berlinale, con su impresionante primer trabajo, Harmony Lessons… y posteriormente apartado de la primera línea con The Wounded Angel, película igualmente notable, pero claramente por debajo de su antecesora. Algo similar debía haber pasado, pues, con Jayro Bustamante. Pero no, de nuevo, nos anticipamos mal a la jugada.

Temblores es de momento la gran pregunta sin respuesta en materia de programación de este Festival de Berlín. Porque implica negar recursos a una Competición muy necesitada de ellos, pero sobre todo porque significa ignorar (o al menos no ceder el espacio que se merece) a la confirmación de un artista mayor. Lo comprobamos en la Ciudad de Guatemala de donde es nativo el propio director. Ahí, la cámara se mete en un coche, y se sienta en el asiento del copiloto. Nuestro punto de vista pierde la movilidad y, de paso, la voluntad propia: el volante lo maneja otro. Un hombre que, irónicamente, se encuentra en la misma situación. Como ya sucediera en Ixcanul, la familia se revela como un invento castrador. El individuo es absorbido por el colectivo. Quien conduce aquel coche se dirige a su finca, a su casa, y sabe que allí le espera un terremoto. Las placas tectónicas sobre las que se había levantado su vida, se descontrolan y acaban por colisionar.

La historia se embriaga de gusto parabólico, por adaptación al terreno y por comprensión de las pulsiones que gobiernan la comunidad. El protagonista de Temblores, directivo empresarial de éxito y padre de familia, no puede ocultar más su homosexualidad, secreto que a partir de entonces, se convierte en revoltoso vox populi. Presentando los espacios, los personajes y la situación que los agrupa, el director y guionista hace el amago de situarnos en una burbuja telenovelesca, pero esta se rompe inmediatamente, primero por la renuncia a acudir al pathos (ni una sola nota osa marcar el tempo emocional del relato), y después por una carga política que se adueña de cada imagen. Pasado el primer temblor, vemos cómo la familia se dispone a aplastar al familiar. Los primeros fueron los últimos: quien antes era privilegiado ahora está a punto de convertirse en principal perjudicado de un supuesto mal que solo puede atacarse desde el tabú.

Jayro Bustamante pasa de la defensa al ataque. A través de la escritura, pero también de la iluminación. El excelente trabajo fotográfico de Luis Armando Arteaga se adueña de una puesta en escena impecable en la dirección de actores, sobresaliente en la orientación de los planos como envite ideológico, y de matrícula en la confrontación visual de una luz (exterior, cegadora) eternamente peleada con las tinieblas (dueñas éstas de unos interiores con el aire excesivamente viciado). Derecha y siniestra; hombres y mujeres; lo secular y lo eclesiástico. Embistiéndose mutuamente, muy a su pesar. A través de este dualismo, el director vampiriza la retórica del enemigo. Así, denuncia (sin gritar) y se burla (sin reír) del absurdo más infernal: la imposibilidad del individuo. (Víctor Esquirol – OtrosCinesEuropa.com)