The French Dispatch es una carta de amor al mundo del periodismo, ambientada en la redacción de un periódico estadounidense en una ciudad francesa ficticia del siglo XX, con tres historias interconectadas entre sí.

  • IMDb Rating: 7,5
  • RottenTomatoes: 76%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

El arte de la edición periodística tiene bastante en común con la del cine. Se crean las «escenas», se distribuyen en el espacio y en el tiempo, se conectan entre sí con hilos aparentemente invisibles y se conjugan para crear historias, narrativas, situaciones, personajes. Un mundo. En The French Dispatch Wes Anderson funciona como un editor periodístico –el más preciosista y obsesivo de todos, habría que decir– para armar un relato que incluye otros en su interior para conformar algo así como el Suplemento Dominical de Wes. Están casi todas sus obsesiones formales aquí enganchadas entre sí como en un suntuoso remix y también las temáticas, siempre menos visibles y evidentes pero que expresan lo que, creo yo, es lo más importante de su cine: su profundo amor por sus personajes y su mirada humanista, crítica y consciente de los conflictos del mundo real.

Armada como un homenaje a revistas estadounidenses tipo The New Yorker –con sus notas largas, complejas, refinadamente escritas y en las que muchas veces el que las escribe es parte de los acontecimientos– y a los míticos escritores y periodistas que las habitan, The French Dispatc procede como si fuera el último número de una de ellas. Tiene una nota breve, tres más largas y un obituario, el de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el dueño y fundador de la revista The French Dispatch, quien dejó encomendado que al morir se cerrara. La revista funciona en el inventado pueblo francés de Ennui-sur-Blasé y depende del Evening Sun, un diario de Liberty, Kansas (no olvidar que Wes es un texano que vive en París) que es propiedad del padre de Arthur. Su excéntrico hijo, un amante de la buena escritura y los personajes que la producen, la ha creado en 1925 y piensa llevársela a su tumba, algo que sucede en 1975. Lo que el film hace es, fundamentalmente, contar las historias detrás de esa póstuma edición.

En cierto sentido, lo que este formato le permite al director de Rushmore es hacer un programa de cortos, con un eje que los contiene y sobre el que pivotea, que es la redacción en sí y su peculiar funcionamiento interno. Y al hacerlo se permite acumular aún más los acostumbrados juegos formales, artificios y sistemas con los que siempre ha trabajado (acción en vivo, tableaux vivants, animación, mezcla de color y blanco y negro y todo tipo de creativos inventos), convirtiendo a la película casi en un muestrario fascinante de todo lo que puede pasar por su cabeza, como si al espectador se le hubiera dado acceso a algún arcón de recuerdos o proyectos a medio terminar de Wes y los pueda rearmar a modo de collage. Si a alguien los procedimientos de Wes le resultan irritantes probablemente le cueste mucho entrar acá: The French Dispatch es un «grandes éxitos» del tipo de recursos que atraviesan su obra.

Casi que no tiene mucho sentido explicarlos o resumirlos porque parte de la magia (o fastidio) de la película pasa por verlos funcionar. Como un film de animación en movimiento, un curioso hijo de Jacques Tati y Jean-Luc Godard, una novela gráfica que cobra súbita vida o la más extravagante casa de muñecas jamás creada, la «revista» de Wes (que, de hecho, habría que pensar en relación a lo que en Argentina conocemos como «el teatro de revistas») acumula todos sus conocidos trucos en un formato abigarrado y apretado. Es fascinante de ver y quizás un poco agobiante también pero es imposible no maravillarse con los elementos puestos en juego, especialmente con cómo su preciso aparato de significantes (su circo de atracciones) conecta con el mundo real de una manera lúcida y crítica, inteligente y humorística.

Es que más allá de su carácter aparente de pura fantasía, The French Dispatch es una película cuyo eje son los conflictos sociales del siglo XX y cómo el periodismo supo retratarlos y analizarlos. Y si bien hay una sensación de nostalgia por una época desaparecida y un mundo que ya no existe, su película no es Amelie (una comparación que a primera vista tiene sentido hacer) ya que su carácter lúdico y aparentemente amable no disimula los convulsionados escenarios en los que sus historias se desarrollan, sino que los revela: los conflictos políticos de los ’60 en Francia, el racismo y la homofobia rampantes, la marginación social, el abuso empresarial y esa sensación de que sus personajes no pueden evitar toparse con los problemas que los rodean, a veces casi sin quererlo. La breve historia que abre el film –en la que el periodista Herbsaint Sazerac (Owen Wilson) recorre Ennui en bicicleta y cuenta con humor la historia un tanto tétrica del lugar– da pistas claras de la oscuridad que rodea a esos paisajes de postal turística.

Wes pone tanto énfasis en la forma que es poco lo que se habla y escribe sobre ese otro costado de su cine, acaso porque él mismo parece hacer lo posible por dejarlo en segundo plano. Pero a diferencia de otros creadores de rompecabezas formales, el realizador de Moonrise Kingdom consigue que su sensibilidad atraviese la cáscara del dispositivo. Y eso lo hace a través de personajes como el propio Horowitz, aún apareciendo pocos minutos en el film y de los protagonistas de sus tres «notas» principales: el violento Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), un psicópata encarcelado, enamorado y convertido en artista conceptual «anti-sistema»; la corresponsal política Lucinda Krementz (Frances McDormand), que se involucra en los movimientos estudiantiles de los ’60 (que no son los que conocemos, pero podrían serlo); y especialmente Roebuck Wright (Jeffrey Wright), escritor afroamericano y homosexual claramente basado en James Baldwin que escribe sobre comidas pero se ve envuelto en un caso extraño que involucra un secuestro.

Sí, las historias son abigarradas y a veces es imposible seguirlas por la cantidad de información visual y narrativa que el espectador recibe (al que hay que sumarle los subtítulos), pero el mundo que recorta esta «edición dominical» de Anderson trasciende el truco, se vibra desde el humor (hay varias secuencias muy graciosas), desde la empatía con los que viven las historias y con los periodistas que las cuentan y que participan en ellas. Es fácil distraerse con los cameos y las participaciones especiales (hay elenco para cinco películas acá, ya que de hecho lo son, y algunos actores como Willem Dafoe, Christoph Waltz, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman o Edward Norton apenas parecen haber pasado a saludar), quedarse en el disfrute de las extravagantes elecciones creativas e interpretaciones de su elenco (Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Elisabeth Moss, Adrien Brody, Lea Seydoux, Mathieu Amalric y los citados McDormand, Del Toro y Wright) o quedarse colgado pensando cómo cuernos Anderson armó determinadas escenas que pueden parecer teatrales pero que funcionan gracias a un conocimiento profundo de la poética cinematográfica. Pero cuando el material sedimenta, The French Dispatch se deja ver por lo que finalmente es: una fascinante historia del siglo XX y de los periodistas que estuvieron allí para contarlo. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)