En There Was a Crooked Man un grupo de condenados ingresa en la prisión federal de Arizona. Entre ellos está Paris Pitman, un hombre que ha enterrado un botín de medio millón de dólares en el desierto y vive con la obsesión de fugarse para recuperarlos. Con este fin trata de convencer a varios presos para que lo secunden y, al mismo tiempo, intenta ganarse la confianza del nuevo alcaide

  • IMDb Rating: 7,0
  • RottenTomatoes: 80%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

El título del denso y a veces farragoso estudio que Christian Aguilera dedica al singular director, Joseph L. Mankiewicz, un renacentista en Hollywood, sintetiza acertadamente la personalidad de este culto y polifacético hombre de Letras, Arte y Cine, objeto de este Rashomon y este artículo.

Basta reflexionar sobre los rasgos más relevantes de su filmografía para compartir con especialistas y críticos la que parece ser una opinión generalizada respecto a este intelectual, según algunos, perdido en el desierto hollywoodense. Fue testigo de tiempos convulsos, tanto por el dogmatismo macarthista de los 50, como por los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King durante la década de los 60 y 70, años en que cerró su etapa como cineasta. Licenciado en Arte, su familia, su entorno y su relación con las raíces europeas que nunca perdió le proporcionaron el medio propicio para desarrollar un concepto del arte y la vida más próximo al humanismo literario que a la industria del cine.

La elegancia y sobriedad formal de su estilo sustentan el clasicismo de sus obras y la pervivencia temporal de algunas como Sleuth (1972), testamento estético y temático de un hombre que conoció a fondo el oficio del cine, desde la producción a la realización, pero que, sobre todo, fue un hombre de letras, un escritor y guionista que controlaba hasta el mínimo detalle de sus películas.

En suma, Mankiewicz fue un gran imaginador y creador de personajes, a los que dotó de la profundidad psicológica suficiente para trascender el prototipo y perdurar en la memoria colectiva. Su formación literaria y su curiosidad por la filosofía y la ciencia, especialmente la psiquiatría y el psicoanálisis, le llevaron a afirmar que “los mejores guionistas fueron Cervantes, Moliére y Shakespeare”, lo que explica su apuesta por la cervantina ambigüedad y los finales abiertos, por el juego de las apariencias frente a la verdad, de la ficción frente a la realidad. Su pasión por el teatro y sus conocimientos sobre la esencia y estructura del drama se proyectan en todos sus filmes y son la clave interpretativa de algunos, como There Was a Crooked Man que nos ocupa.

De sí mismo afirmaba, con la sutil ironía presente en su obra, que era “un dramaturgo con traje de celuloide, que aprieta sin ahogar”, lo que le valió alguna que otra crítica de sus contemporáneos, tanto por sus adaptaciones de obras literarias (Graham Greene, Tennessee Williams, Shakespeare) como por suscitar un debate de ideas sobre la ética del cine, la ambición y poder de los hombres, así como los efectos de su estupidez a lo largo de los tiempos.

Mankiewicz nos propone una concepción del cine que entretuviera e hiciera pensar al espectador, lo que, en cierto modo, acerca a este cineasta a los planteamientos del teatro del desenmascaramiento, pues su interés por desvelar lo que hay tras las apariencias provoca el distanciamiento del destinatario y la consecuente aparición de la duda y sus perspectivas de conocimiento e introspección. Por ello, el juego forma parte de la historia, donde la puesta en escena de la representación se enlaza con la interpretación de su significado.

La falsedad y la mentira, engañar y ser engañados, ocultar y descubrir son aspectos comunes a su obra de madurez, que comprende los tres filmes que Aguilera llama “la trilogía del cinismo”, formada por The Honey Pot, There Was a Crooked Man y Sleuth. El encubrimiento y el desvelamiento son ingredientes temáticos y estructurales de estas películas, del mismo modo que, para Mankiewicz, el decorado de la escena era un rasgo configurador del perfil de los personajes, cuya naturaleza se define en función de su entorno. Por ello no es casual que el medio en que se desenvuelve la aventura de Paris Pitman, el protagonista de There Was a Crooked Man, sea una cárcel, pues ese espacio aglutinará una diversidad de maleantes y estafadores y posibilitará el planteamiento de los grandes temas que interesaban al director: las degradadas y neuróticas facetas del ser humano y su ley, el análisis de la representación como forma de manipulación y falseamiento de la realidad, y el juego de mentir y soñar, claro está.

Mankiewicz, fatigado tras la realización de Cleopatra y frustrado por la falta de patrocinio para uno de sus proyectos más ambiciosos, la adaptación de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, cobra fuerzas al rescatar del olvido el guión que Robert Benton y David Newman (Bonny and Clyde) habían escrito para una historia titulada There Was a Crooked Man, cuya traducción literal sería Él era un hombre tortuoso (o retorcido).

Aunque el título resulta menos comercial que el elegido por los distribuidores españoles, refleja muy bien el interesado, manipulador e hipócrita juego que despliega a lo largo de la historia el protagonista encarnado por Kirk Douglas. En un tono de farsa cáustica y mordaz, Mankiewicz lanza una diatriba demoledora contra el sistema de valores morales asociados a la tradición cultural que hoy se calificaría como “políticamente correcta”.

El argumento relata las estrategias y artimañas de un grupo de delincuentes de diversa índole, confinados en una cárcel de Arizona, cuyo objetivo es acceder a un botín de medio millón de dólares, fruto de un atraco. El único que conoce el lugar donde se esconde el dinero es Paris Pitman (Kirk Douglas), jefe de la banda y único superviviente, por lo que la acción gira alrededor de este personaje, convertido así en uno de los ejes estructurales y temáticos de la historia.

Compartimos la opinión general sobre la singularidad de esta película en un creador y realizador, cuya filmografía ha explorado, con un estilo reflexivo y una mirada irónicamente distante, la debilidad moral del alma humana mediante el drama o la tragicomedia. Lo que llama la atención es esta tardía incursión en el western en un director alejado de otros paradigmas de género en los que ya había obtenido resultados bastante dudosos, como el musical o el relato negro. Aunque, como veremos, There Was a Crooked Man sólo toma del western la ubicación espacial y, quizá, temporal, pues ni en el diseño de personajes ni en la trama participa de los rasgos del género. En una época, la década de los 60, en que las historias sobre la conquista del oeste tocaban a su fin, Mankiewicz opta, como otros colegas de profesión, por un formato que le sirviera para algo más que contar las hazañas de héroes enfrentados al mal, en defensa de los valores patrióticos de la nación. Así como Ford optó por la evocación amarga en The Man Who Shot Liberty Valance y Sam Peckinpah por la nostalgia del pasado en Ride the High Country, Mankiewizc elige una historia mordaz y cruel que, como afirma Carlos F. Heredero (J. L. Mankiewicz, Cinema Club Collection, Barcelona, 1990), “socava los valores morales del género” o supone “la subversión radical de los tópicos tradicionales”.

Es cierto que en There Was a Crooked Man el protagonista no será un hombre íntegro que luchará hasta la muerte por defender una organización social y política basada en la bondad de los hombres, como sucede en las dos películas citadas. Por el contrario nos encontramos con un personaje que se mueve impulsado por el interés personal y cuyas energías se dirigen a conseguir el bienestar material, sin importarle nadie ni nada que le aleje de ese objetivo. Paris Pitman, el hombre que robó y escondió 500.000 dólares, se acerca más a la figura del pícaro desencantado, escéptico y cínico —similar a los personajes del barroco literario— que utiliza magistralmente el engaño y la crueldad para salirse con la suya.

La estructura de There Was a Crooked Man dividida en tres partes, como la de los relatos tradicionales, refleja el estilo clásico del director, sencillo en su organización y sin florituras formales. La primera parte, a modo de prólogo, contiene los elementos previos al desarrollo del argumento y se centra en un pueblo típico del Oeste americano. Los personajes y sus respectivas historias dibujan un esquema de lo que sería un catálogo de ladrones, estafadores, mentirosos, ingenuos y algún hombre bueno. Apenas unas pinceladas bastan para definir el perfil biográfico y moral de los personajes.

Un escenario, una situación y un desenlace siempre desafortunado. El conocimiento teatral de Mankiewicz y su dominio de la composición de la escena se proyectan en esta economía de medios, tan adecuados a las necesidades sintéticas del cine. Veamos quiénes son y qué representan.

Paris Pitman se muestra como el líder indiscutible de una banda de forajidos que, tras apropiarse del contenido de la caja fuerte del juez Lomax (Arthur O’Connell), esconde el botín en un pozo lleno de serpientes. Desde el principio, la ironía impregna la narración, pues ya en los créditos iniciales suena la alegre y frívola música de Charles Strouse, que acompaña imágenes coloridas y con cierto aire naif, mientras una voz en off describe una ideal Arcadia: “Érase una vez… Cuando el agua de los ríos era clara y fresca, y dulce la brisa del valle”.

El resultado de tal combinación produce la sensación de estar ante una fábula que evoca un mundo imaginario y soñado donde todo parece falso y ligeramente afectado. El espectador percibe que está ante una representación en la que el realizador va dejando indicios de su trabajo, a modo de guiños cómplices, para que aquel no pierda la conciencia de estar ante una realidad ficticia.

El entorno y el comedor de la casa del Sr. Lomax se ajustan a los tópicos del “happy west”: el matrimonio digno y acomodado, los dos hijos rubios, y los servidores negros en las cocinas. El hecho de que el “Amén” del cabeza de familia, al finalizar la bendición de la mesa, coincida con el ruido del rifle de Pitman cuando interrumpe la cena, no sólo refleja la minuciosa planificación del guión sino que impregna el relato de una comicidad burlesca que trasciende la típica historia de vaqueros.

Esta primera secuencia está plagada de señales que remiten al espíritu crítico del director. Por ejemplo, el contraste entre el bienestar de la familia y el matrimonio de negros que les sirven, y que después se rebelan contra su condición al protegerse del tiroteo tras el sofá. El comentario de la sirvienta cuando el amo les conmina a participar en la defensa de la casa no puede ser más significativo: “No vayas —le dice al marido—, eso no nos importa, no es cosa nuestra”. Los diálogos, siempre muy cuidados, contienen una información muy significativa para desvelar la intención del director.

Crítica y representación son dos motivos temáticos sobre los que se construye el relato de El día de los tramposos. Como afirma Heredero en su sugerente estudio sobre Mankiewicz, este creador de historias las construye sobre la base de una doble representación.

Por un lado, aparece un personaje que controla la trama y su desarrollo argumental y manipula al resto de personajes con una intención espuria, que en este caso se concreta en la recuperación del dinero, un bien material responsable de las más abyectas conductas. El personaje que controla los acontecimientos como si fuera el director de una obra de teatro es Pitman, el pícaro inteligente y pragmático de sonriente rostro y atractivo gesto. Cuando entra en el comedor lleva la cara tapada con un pañuelo que oculta parte de su rostro, pero deja ver sus lentes redondas de hombre culto. Despreocupado e insolente, se lo quita para comer un muslo de pollo, con lo que muestra su arrogancia y superioridad ante un público temeroso y pasivo. Actúa como el protagonista el día del estreno, que se luce en el espectáculo a la espera de los aplausos. El mismo carácter teatral se evidencia en el gesto de la sirvienta, que se prepara para su papel atándose el pañuelo en la cabeza, estirando su delantal y suspirando de tedio antes de poner una falsa sonrisa; a continuación entra muy risueña en el escenario —el comedor— con las dos bandejas. Esta parte pertenece a la representación de Mankiewicz y está cargada de sentido crítico; la siguiente pertenece a la representación de Pitman y su particular creación, como veremos.

La otra cara de Pitman es la de alguien interesado, cruel y sin otra moral que su propio bien. Pero también es un gran estratega, un inteligente manipulador y un perspicaz observador al que no se le escapa detalle. Al desencadenarse, tras el robo, el tiroteo entre asaltantes y asaltados, nuestro hombre se retira hacia el fondo más oscuro mientras observa, divertido, cómo se aniquilan entre ellos, y no duda en disparar por la espalda a uno de los suyos cuando ve que no cae bajo las balas enemigas.

Con estas dos acciones Mankiewicz ha preparado a su criatura, a su delegado en la historia, el que fraguará y resolverá conflictos y llevará a término el argumento. Parecerá que controla los acontecimientos a su conveniencia, hasta que a él, el director de carne y hueso, se le antoje intervenir con el sorprendente final. Esta relación entre el creador y sus personajes recuerda inevitablemente las pirandellianas aportaciones del teatro de comienzos del siglo XX, que sin duda Mankiewicz conocía. El juego de imaginar un personaje, al que se hace creer dueño de su destino para desbaratar esa situación con un golpe de efecto, indica el interés del director por los procesos creativos y la relación entre el autor y su obra; también evidencia el interés y conocimiento que este director poseía sobre los debates y teorías sobre el Arte y la Filosofía, propias del entorno intelectual de su tiempo.

La secuencia del burdel adonde acude Pitman para celebrar su éxito, y el noble y religiosos juez Lomax para consolarse de su fracaso, pone de manifiesto la forma sutil de denunciar la hipocresía social en la escena en que el segundo observa por un agujero de la pared las divertidas evoluciones eróticas del ladrón. La paradoja de que la lujuria de uno sea el desencadenante de la justa detención del otro no deja de ser un contrasentido cargado de humor y crítica, un recurso relevante en este filme y en el particular estilo de Mankiewicz. El humor le sirve para expresar la disconformidad del director con la desviación de los valores morales de la sociedad estadounidense; la comicidad, para entretener y divertir, se encuentra en numerosos detalles secundarios, como el gesto de Pitman al abrocharse el cinturón con las pistolas estando totalmente desnudo.

En esta primera parte, con el protagonista tan preparado para la acción posterior, el clasicismo de Mankiewicz se expresa mediante el uso reiterado del contraste o antítesis, un signo más de su estilo. El rostro adusto y severo del juez que condena a Pitman y su manido discurso moral se oponen a la expresión frívola, taimada y desenfadada de Pitman, lo que muestra la superioridad del segundo, que no lo olvidemos, siempre tiene el control y un plan para sobrevivir. La farsa continúa.

Este conjunto de excelentes secundarios conforman una antología de perdedores, ingenuos, defraudadores e irresponsables violentos. Son las comparsas que acompañan a Pitman en su gran representación. (Gloria Benito – Encadenados.org)