En Time Bandits, a Kevin, un chico con una imaginación desbordante, una noche lo despierta un grupo de enanos que sale de su propio armario. Estos personajes eran antiguos criados del «Ser Supremo», pero, cansados de trabajar para él, decidieron robarle un mapa para poder viajar a través del tiempo y del espacio con la intención de robar grandes tesoros en distintas épocas. Además, sus viajes les han permitido conocer a diversos personajes históricos: Napoleón, Agamenón, el rey de Micenas e incluso Robin Hood.

  • IMDb Rating: 7,0
  • RottenTomatoes: 77%

Película / Subtitulos (Calidad 1080p)

 

Película de recuerdo sin duda entrañable para la generación de espectadores que despertó en los años ochenta, hito innegable de la productora (de tan curiosa historia) que George Harrison capitaneó por aquellos años, Handmade Films, y primer filme que alcanzaría trascendencia de entre los realizados en solitario por “el miembro americano” de los Monty Phyton, Terry Gilliam (antes había codirigido con el otro Phyton director, Terry Jones, Monty Python and the Holy Grail, en 1975, y en 1977 había sacado adelante el proyecto de Jabberwokly,  otra sátira con elementos fantásticos, que de hecho tomaba como partida un poema de Lewis Carroll), Time Bandits resulta un proyecto algo improvisado por parte de Gilliam, que por aquel entonces ya estaba preparando Brazil (1985), pero no encontró la financiación que precisaba para levantar el proyecto, razón por la que acudió a este otro de definiciones, al menos sobre el papel, más convencionales y afiliadas a ese cajón de sastre que a menudo encierra el enunciado de cine para toda la familia. En una entrevista que se efectuó a Gilliam y a su viejo colega y co-guionista de la película Michael Palin, este último lo explicaba de forma bastante precisa, diciendo algo así como que su intención como cineastas fue la de entregar una película (protagonizada por un niño y) para niños que se desmarcara un tanto de la tendencia que, especialmente en el cine norteamericano, se tiene (o al menos se tenía por aquella época; ahora, ciertamente menos) a edulcorar las fórmulas o barnizar con cierta pátina de sentimentalismo los derroteros narrativos (en este caso, del cine de aventuras fantásticas) en aras a la cristalización de alguna moralina.

Esas cuestiones de ubicación de la producción y de oportunidad/necesidad barajadas por Gilliam ofrecen, sobre todo con la perspectiva del tiempo, la medida de la tremenda personalidad o inquietud creativa del cineasta a niveles tanto de concreción argumental cuanto en lo concerniente a la naturaleza de las imágenes: que Time Bandits sea una película pactante con la industria, que es lo que parece a priori, queda en entredicho ya en sus razones cardinales, pues mientras el tratamiento de situaciones y personajes desobedece lógica convencional alguna –antes bien juega a placer con los lugares comunes para sembrar comentarios irónicos, irreverentes o directamente cínicos–, la visión que destilan sus pautas de conducta se atrinchera en razones poderosamente contraculturales, principalmente por el modo en que alinea como conceptos paralelos y objeto de despiadada crítica el materialismo con la institución familiar. En ese sentido, también es cierto, resulta bastante fácil encontrar en la desopilante progresión argumental del filme muchas soluciones –vía planteamiento, vía gag, vía diálogo- de la marcadísima idiosincrasia de los Monty Phyton, que se incardinan fácilmente en la visión del mundo y en el concepto de lo hilarante que el genial grupo de humoristas británicos enarboló y sintetizó tanto en su show televisivo, Monty Python’s Flying Circus, cuanto en películas como la precitada Monty Python and the Holy Grail o Monty Python’s Life of Brian y Monty Python’s The Meaning of Life.

La secuencia que discurre al principio, en la que el niño protagonista, Kevin (Craig Warnock), acostado en su cama, incapaz de conciliar el sueño, atestigua algo tan increíble como que un caballero andante, con su montura, aparezcan del interior del armario y se cuelen en su habitación, fue la primera idea que imaginó Gilliam y a partir de la cual desarrolló todo el entramado argumental. No en vano se trata de una de las imágenes más poderosas de la película, que reúne todo el caudal tanto conceptual con la que trabajan Gilliam y Palin como la rotunda ilustración visual de esos conceptos. Es la quintaesencia fantástica irrumpiendo literalmente en una realidad por lo demás gris y cuartelaria, expresiones todas ellas hiperbólicas –hablo de la realidad, de la fantasía, de la imaginación del niño o de la carencia que demuestran sus padres idiotizados por la televisión y los electrodomésticos– y por tanto llamadas a colisionar frontalmente. Empero, no tanto para celebrar el poder de la imaginación de un niño (actor accidental o pasivo, y a menudo imagen de la sensatez entre la cohorte de enanos pícaros que tiene por acompañantes a través de los mundos a cuál más enajenado que visitará) cuanto para celebrar la desintegración de todos los sentidos de lo real. Esta máquina del tiempo –agujeros en el espacio-tiempo, más bien, a los que los viajeros recurren merced de un mapa– nos propone un viaje marcadamente kitsch por representaciones sarcásticas de la Historia (Napoleón, el Titanic) o por el mito disfrazado de Historia (el tronchante Robin Hood que interpreta John Cleese o el Agamenón que, encarnado por Sean Connery, se enfrenta al Minotauro), algo que desagua por lógica inercia en esa “era de las leyendas” poblada por ogros y gigantes, y que tiene como destino el enfrentamiento de unas grandes fuerzas creadoras –encarnadas, el Bien, por Ralph Richardson, y el Mal, por David Warner- que, faltaría más, culminan de la forma más excéntrica este universo subterráneo de lo sobrenatural que, bajo el paraguas hilarante y desenfadado, se celebra desde lo filosófico a lo escenográfico.

La manufactura artesanal de los efectos técnicos y especiales (sobre los que decir que han envejecido mal sería una frivolidad, habida cuenta que su extravagancia es marca idiosincrásica) sirve principalmente para impulsar, engrasar desde la vis cómica las situaciones que ilustra o a las que sirve de trabazón desde lo argumental. En Time Bandits importa mucho más el valor del gag y del chiste que busca su continuidad a través de tan caprichoso itinerario representativo, del mismo modo que lo más llamativo de sus imágenes, y su sentido expresivo último, anida en el gusto que Gilliam encuentra por la construcción acumulativa y barroquista del encuadre (principalmente en las secuencias que discurren en el castillo de Napoleón, en el interior del barco de los ogros o en la fortaleza del villano de la función). Time Bandits es una película entretenida, de mordacidad plausible en algunos planteamientos y situaciones, de pasajes francamente inspirados o incluso inspiradores, y otros más anecdóticos y menos memorables, Time Bandits queda hoy como una pequeña reliquia de su lugar de procedencia industrial y una gran referencia para la peculiar condensación estilística que Terry Gilliam llevaba en las venas y explotó en absolutamente todas las películas que conforman su filmografía y aquellas otras que se perdieron por el camino. (Sergimgrau.wordpress.com)