Día: 15 de diciembre de 2024

  • Le Magnifique (Philippe de Broca – 1973)

    Le Magnifique (Philippe de Broca – 1973)

    En Le Magnifique François Merlin es un escritor que acaba de tener mucho éxito con su última novela. El protagonista es Bob Saint Clair, un espía muy astuto, inteligente y seductor, justo lo que a François le gustaría ser; el resto de los personajes se basan en la gente que rodea al escritor. Así, se fija en Christine, una guapa estudiante de París, para crear el personaje de Tatiana, la ayudante del héroe que vive con él mil peripecias.

    • IMDb Rating: 7,1
    • RottenTomatoes: 84%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    La primera vez que vi Le Magnifique no me gustó en absoluto. Aquel pase televisivo, cuando aún era adolescente, me produjo una incómoda decepción. Sobre todo porque Belmondo ‒Bébel, como le llamaban los franceses‒ se toma aquí a broma un tema que yo me tomaba muy en serio: los agentes secretos a lo James Bond. Malo es que se riera de 007, sí, pero peor aún era que llevase el asunto a un nivel de delirio al que no se habían atrevido ni James Coburn (el superespía Derek Flint en Our Man Flint, 1966) ni el mismísimo Dean Martin (el agente Matt Helm en The Silencers, también del mismo año).

    Tuvieron que pasar unos años ‒bastantes‒ para que yo disfrutase a fondo del juego autoparódico y referencial que propone la película: un diálogo entre la miserable realidad que vive un tímido escritor de novelas baratas y bolsilibros, François Merlin, y las peripecias del espía que protagoniza sus obras, Bob Saint-Clar, el mejor agente secreto del mundo.

    La receta parece sencilla: confundir las novelas con la vida, casi como don Quijote.

    En este caso, Belmondo encarna de maravilla a esos dos personajes que, poco a poco, entran en conflicto. Al fin y al cabo, ¿quién puede sentirse a gusto frente a una máquina de escribir, en un apartamento cochambroso, mientras sueña con ser un aventurero internacional? ¿Acaso no es tentador despachar las frustraciones proyectándolas en una dimensión paralela?

    La coprotagonista del film, Jacqueline Bisset, también actúa en un doble papel. Por un lado, es la agente internacional Tatiana ‒el interés amoroso de Saint-Clar‒, y por otro, la vecina de Merlin, una estudiante británica de sociología, empeñada en realizar una tesis sobre Saint-Clar.

    Lo mismo sucede con el histriónico Vittorio Caprioli: en nuestro mundo, es Charron, el editor que explota miserablemente a Merlin, y en la ficción, es Karpov, jefe del servicio secreto de la República Popular de Albania y archienemigo de Bob Saint-Clar.

    Este vaivén entre ficción y realidad funciona como un reloj, y nos permite disfrutar de una comedia que, en segundo plano y sin pedantería, reflexiona sobre el verdadero papel de la literatura de kiosco y sobre nuestra percepción de sus estereotipos.

    Con eso basta, y quizá no se necesitaría más. Pero por si no fuera suficiente, Belmondo ofrece un verdadero recital, demostrando que se encontraba en plena forma. Como Saint-Clar, es cínico, machista, valiente y viril, y en la piel de Merlin, adopta una sensibilidad entrañable, llena de matices.

    Con todos esos ingredientes, ya ven que Le Magnifique era una apuesta segura. A comienzos de los setenta, el nombre de Belmondo bastaba para vender más de cuatro millones de entradas en la taquilla francesa. Por supuesto, no era ajeno a ese triunfo el director de esta película, Philippe de Broca, que ya había dirigido a Bébel en Cartouche, El hombre de Río y Las tribulaciones de un chino en China.

    Pese a su fluidez casi disparatada y su aparente frivolidad, el guión del film es bastante complejo. Su autor, Francis Veber, ya había demostrado su oficio tras escribir Le Grand Blond avec une Chaussure Noire (1972), de Yves Robert, y L’emmerdeur (1973), de Edouard Molinaro. Sin embargo, el entusiasmo del productor Alexandre Mnouchkine no estimuló a un inflexible De Broca, que tuvo serias diferencias con el guionista.

    Sin decirle nada a Veber, el director llamó a otros dos pesos pesados, Daniel Boulanger y Jean-Paul Rappeneau. Juntos rescribieron el guión. El resto forma parte de los cotilleos del cine francés: Veber entró en cólera, pidió que su nombre no apareciese en los créditos, tomó distancia y decidió que debía proteger su integridad creativa convirtiéndose en director.

    A semejanza de muchas cintas de espías de aquellas fechas, Le Magnifique es una coproducción. No obstante, más allá de la presencia de Vittorio Caprioli, la película es mucho más francesa que italiana. Pero aunque a ratos sea un europastiche de James Bond, se advierte el rumboso presupuesto. Rodada en Francia y México, su elemento paródico no excluye la intervención de especialistas y las típicas acrobacias que caracterizan al género.

    Para disfrutar plenamente de Le Magnifique, conviene, creo yo, recuperar el espíritu de la época. ¿Cómo? Pues por ejemplo, recordando los personajes con los que fantaseó Veber para inventarse al indomable Saint-Clar. Por supuesto, Bond, pero también Hubert Bonisseur de La Bath, alias OSS 117, creado por Jean Bruce en 1949, y Malko Linge (SAS), cuyas novelas, escritas por Gérard de Villiers a partir de 1965, se parecen mucho (cubierta negra, portada erótica) a los libros de Merlin.

    Hoy esas noveluchas son objeto de coleccionismo, o en el peor de los casos, simple relleno en las librerías de segunda mano, pero en su momento, tuvieron un éxito sensacional. Tan rotundo como el de esta película, que gracias al reclamo de Belmondo, volvió a abarrotar los cines a partir de su estreno, el 23 de noviembre de 1973. (Guzmán Urrero – Cualia.es)

  • Saturday Night (Jason Reitman – 2024)

    Saturday Night (Jason Reitman – 2024)

    Saturday Night sucede el 11 de octubre de 1975, cuando un grupo de jóvenes cómicos cambió la televisión para siempre. Narra la historia entre bastidores en los momentos previos a la primera emisión de Saturday Night Live.

    Mejor Guión en el Festival de Cine de Mar del Plata 2024

    • IMDb Rating: 7,0
    • RottenTomatoes: 84%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    En la película Van Gogh, de Maurice Pialat, el director francés reimagina al pintor como una persona mucho más centrada de lo que suele representársele. Sin regodearse en los episodios maníacos del artista ni en hechos conocidos como su automutilación, Pialat desarrolla una historia insólitamente tranquila donde Van Gogh pintando no es, para Pialat, más que Van Gogh pintando: una actividad artesanal que realiza mientras habla o lleva a cabo cualquier otra tarea cotidiana.

    La visión de Van Gogh en Pialat siempre me pareció el reverso más contundente de Andrei Rublev, de Andrei Tarkovsky. En ambos casos se toman pintores geniales que crearon arte perdurable, pero, mientras que para Tarkovsky el gran arte surge de las vivencias, el contexto histórico y un fuerte misticismo, Pialat parece decir que el arte no tiene porque tener con ninguna cuestión mística, con una locura creadora, sino que puede venir de cualquier parte, incluso de gente que simplemente piensa que está haciendo un trabajo menor. Ruydard Kipling tenía una frase -la estoy sacando de contexto igual, pero no importa- que para mí define perfectamente ese tipo de espíritu impredecible del arte: “el arte sucede”.

    Saturday Night parece estar más cerca de esta concepción de Pialat. Su relato no gira en torno a un pintor, sino al origen de Saturday Night Live, el programa de sketches que lleva 50 años al aire. Como saben -bah, creo que saben- SNL lleva ya cinco décadas de vida. A lo largo de esos 50 fue descubriendo una cantidad abrumadora de cómicos que han ido de mediocres a geniales, y generado sketches que ya son parte de la cultura popular estadounidense.

    A diferencia de las pinturas de Rublev o van Gogh, esto no fue obra de un único artista, sino de muchas personas. No sólo artistas sino también productores, técnicos, organizadores de todo tipo y color. La película de Jason Reitman quiere dejar en claro este espíritu extremadamente colectivo. Así es como junta cómicos excéntricos más o menos conscientes de su genialidad, otros más normales, con músicos, productores, personas que manejaban las cámaras, el sonido y hasta las personas que martillaban el suelo para hacer el decorado.

    Además, estas creaciones no se exhibieron en museos ni iglesias, sino en televisión: una maquinaria imperfecta, impredecible, que la película Saturday Night retrata con fascinación, pero también burlándose amablemente de su carácter ocasionalmente berreta. En un momento del filme, uno de los pocos personajes que no está nervioso por la inminencia del show describe la televisión como “una lámpara de lava con un audio ligeramente mejor”.

    La película no parece estar del todo en desacuerdo con esa descripción despectiva. Retrata la televisión como un medio que se alimenta a menudo de refritos, producciones mediocres, personajes que permanecen frente a la cámara pese a haber perdido su talento, improvisaciones irresponsables y una necesidad constante de generar contenido. Pero, según lo que insinúa la película, es precisamente esta naturaleza improvisada de la televisión lo que permitió que un producto como Saturday Night Live saliera al aire.

    La frase de Lorne Michaels que abre la película lo resume: “El programa Saturday Night no comienza porque esté listo, sino porque son las 11:30”. Nadie imaginaría hablando así a un pintor, a un escritor o un cineasta, pero en el caso de un productor televisivo, necesitado si o si de que lo suyo aparezca a una hora determinada, esto es absolutamente esperable.

    Lorne es lo más cercano a un protagonista que tiene Saturday Night. Es el productor y creador del concepto general del programa. Al principio del filme, Lorne es apenas un personaje más dentro de una narrativa coral que salta de un personaje a otro con frenética rapidez, como si estuviéramos en una película de Robert Altman, pero con un mayor grado de dulzura y simpatía hacia los personajes. Ante tanta velocidad es inevitable que la película sea puro presente, obsesionada con mostrarnos un reloj avanzando implacablemente mientras la cámara de Jason Reitman oscila entre movimientos de cámara que captan acciones en tiempo real y un montaje acelerado que transmite adrenalina sin que perdamos claridad de todo lo que pasa.

    Con el transcurso del relato, Lorne adquiere características más propias de un protagonista, desarrollando lo que cualquier manual de guion llamaría una “curva dramática”. Así, el hombre inicialmente desesperado e intimidado por un entorno que no puede controlar, se convierte en un director de orquesta que toma decisiones osadas y sigue su intuición.

    Mientras más evoluciona Lorne en su rol de productor y organizador, menos coral se vuelve la película. El caos cómico que dominaba al inicio cede paso a un relato más enfocado en el objetivo único de poner al aire un programa innovador, y lo que empieza siendo una comedia de situaciones termina siendo de a poco un relato épico euforizante.

    Sin embargo, Lorne no es presentado como una mente brillante ni como un visionario. Es un hombre tímido, sólo ocasionalmente astuto, y con menos habilidades cómicas que cualquier miembro de su equipo. Su fortaleza radica en dos talentos clave: saber comunicarse con todos, desde las personas centradas hasta los desequilibrados (Belushi, Henson, Kaufman), y reconocer sin problemas sus propias limitaciones.

    Una de las escenas más significativas ocurre cuando Lorne intenta decir unas líneas graciosas en un sketch. Falla rotundamente y queda opacado por Jim Belushi. En lugar de frustrarse, Lorne se siente orgulloso de Belushi y rápidamente cede su lugar a Chevy Chase.

    El contraste con Milton Berle, interpretado magistralmente por J.K. Simmons, no podría ser más claro. Berle, a diferencia de Lorne, insiste en revivir su glorioso pasado y cree que su sola presencia es suficiente para hacer un espectáculo memorable. Su patético número musical se reduce a hacer muecas mientras es el único hombre en un grupo de mujeres vestidas igual.

    El problema de Berle no es solo que su humor sea anticuado, sino que su personalidad egocéntrica encarna lo opuesto a lo que Saturday Night Live representa: un programa surgido de un espíritu colectivo, conformado por personas que no buscan desesperadamente la cámara. Por el contrario los personajes más antipáticos de la película (Berle y la censora) son los que se regodean en su pequeño, miserable espacio de poder.

    Es curioso, si se piensa. Estamos acostumbrados a concebir el arte como producto de individuos excepcionales y egocéntricos. Parte de lo interesante de Saturday Night es su propuesta de que un gran logro cultural televisivo pudo emerger de todo lo contrario: en el reconocimiento de la grandeza ajena, en la capacidad de resignar cosas en pose de hacer el mejor programa posible con lo que se tiene.

    Difícilmente algunas de estas personas sabían en ese primer programa que estaban ante algo grande. Pero como diría Kipling, “el arte sucede”. Así es como, en medio del caos, en medio de sketches que se improvisaban, se acortaban, se planificaban y se cortaban de cuajo, en medio de decisiones instintivas de último momento, crearon un programa que, contra todo pronóstico, perduró 49 años más. Más que un homenaje a un programa específico, Saturday Night es una reflexión sobre cómo la belleza, la inteligencia y hasta el genio pueden surgir en los contextos más insospechados. Jason Reitman parece decirnos que este es un mundo caótico, lleno de gente extraña y cosas que pasan porque sí, pero algunas de esas cosas pueden ser felices y perdurables. No se me ocurre una forma más racional de optimismo que esta. (Hernán Schell – ASalaLlena.com)