Akira transcurre en el año 2019. Neo-Tokyo es una ciudad construida sobre las ruinas de la antigua capital japonesa destruida tras la Tercera Guerra Mundial. Japón es un país al borde del colapso que sufre continuas crisis políticas. En secreto, un equipo de científicos ha reanudado por orden del ejército un experimento para encontrar a individuos que puedan controlar el arma definitiva: una fuerza denominada «la energía absoluta». Pero los habitantes de Neo-Tokyo tienen otras cosas de las que preocuparse. Uno de ellos es Kaneda, un joven pandillero líder de una banda de motoristas. Durante una pelea, su mejor amigo, Tetsuo, sufre un extraño accidente y termina ingresado en unas instalaciones militares. Allí los científicos descubrirán que es el poseedor de la energía absoluta. Pero Tetsuo, que no se resigna a convertirse en un conejillo de indias, muy pronto se convertirá en la amenaza más grande que el mundo ha conocido.

  • IMDb Rating: 8,0
  • Rotten Tomatoes: 90%

Película / Subtítulos (Calidada 1080p)

 

Escribir sobre una película de culto no siempre es fácil, y no porque falten las palabras, sino porque tenemos cierto tipo de caos innato (o de religiosa reverencia) que no nos permite tener las ideas muy claras. Dicho de otro modo, si una película es un clásico y ha llegado al estatus de culto, examinar las razones que la han llevado a estas alturas significa abordar un tema que, de por sí, resulta demasiado vasto y terriblemente largo para que se puedan resumir en un puñado de párrafos los detalles y los rasgos de toda la arquitectura (lo que está afuera y lo que está adentro, como si de una catedral se tratara) de la obra a examinar. Sería deseable, para el crítico, que se confiara en él y se contentara el lector con el simple dogma de “vaya a verla, es una obra de arte”; pero sueños de este tipo no siempre (nunca) funcionan, y se necesita dar unas razones que motiven la elección de ciertos adjetivos (fantástica, sublime, espectacular) a la hora de describir el filme. Además, “culto” no significa “buena” o “clásica”, ya que una película mala puede, de todas formas, llegar a obtener este estatus por razones que se refieren a lo terrible que es y que nos permiten disfrutar de lo ridícula que resulta ser. No es el caso, afortunadamente, de Akira.

El filme nace como transposición (cambio de medio) del manga homónimo, creado en 1982 por el autor japonés Katsuhiro Ōtomo, quien se encargará también de ser el director y el coguionista del anime. El producto final desvela así una estructura autoral muy precisa, la presencia de una sola mente capaz de ofrecer una visión calibrada, unificada, concreta; se nota la armonía casi biológica, física, de la película, la unidad estética que se une a la búsqueda del encaje entre lo técnico (la espectacularidad de las escenas, el montaje fluido, lo cinético de los movimientos) y lo narrativo, la necesidad por parte del director de presentarle al público un producto que funcione en sus diferentes niveles. Si las imágenes y su animación funcionan, esto no se resuelve en un simple mecanismo visual, la hermosura de lo que vemos, justamente, sirve como medio para alcanzar un objetivo más importante para el autor, el desarrollo de una historia capaz no solo de entretener (lo que veo me gusta) sino de llevar a un examen de nuestro contexto social (lo que veo me hace pensar); por esta razón es necesario afirmar que Akira no es solo una buena película de animación, sino uno de los filmes más importantes de la historia del cine.

El mundo en el que se encuentran los personajes, la atmósfera en la que nos encontramos a la hora de dejarnos llevar por el ojo del director, definen no tanto una distopia irreal, la pesadilla de algo que no puede pasar, sino una posibilidad (negativa, sí, pero siempre una posibilidad) de lo que nos reserva el futuro, una metáfora de los peligros de la ciencia y de la tecnología (no malas de por sí, sino simples instrumentos que pueden llevarnos al progreso o a su contrario), así como de la destrucción que puede conllevar un uso no correcto del poder. Exactamente, como en el caso de Blade Runner o de Ghost in the Shell, la obra que nos es ofrecida funciona sobre todo gracias a sus diferentes niveles de lectura, con una historia que esconde detrás de sí un conjunto de discursos profundos que salen de la pantalla (el mundo que vemos) y se reverberan en nuestra cotidianidad (el mundo que vivimos); aquella distopia del Japón futuro no es un detalle secundario, la simple necesidad de darle a la historia un toque fatalista, sino la voluntad por parte del autor de recrear el espacio cultural que experimentamos (que experimentábamos en los años ochenta) para que se establezca una red conceptual entre la película (ficción) y el espectador (la realidad).

El carácter maduro de Akira se debe así, sobre todo, a la falta de una visión extremadamente dual, que dividiría al mundo y a los personajes entre buenos y malos: estas dos categorías no tienen sentido aquí, y prefiere ensuciarse (¿evolucionarse?) con las tonalidades de gris, permitiendo así una interpretación necesariamente más profunda y, sobre todo, borrosa, indefinida, que nos lleva a un análisis posterior del que no es posible extraer una visión general que no sea ambigua por sus propias características de buscada confusión moral. Todo, entonces, nos ayuda a entrar en contacto con una atmósfera nueva, diferente de nuestra realidad, pero, al mismo tiempo, perfecta metáfora de nuestras vidas, espejo de un porvenir posible, verosímil; lo auténtico que revela ser el mundo de Akira, su esmerada composición natural, un caos cyberpunk que nos acerca a un organismo social y cultural armonioso en su inestabilidad (exactamente como es nuestra sociedad o como es toda cultura, conjunto de rasgos diferentes), es una mezcla de tecnología y de alma biológica, la metáfora de una mutación humana en desarrollo. (Guido Negretti – elespectadorimaginario.com)