Detroit está ambientado durante los disturbios raciales que sacudieron la ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, en julio de 1967. Todo comenzó con una redada de la policía en un bar nocturno sin licencia, que acabó convirtiéndose en una de las revueltas civiles más violentas de los Estados Unidos.

  • IMDb Rating: 7,6
  • RottenTomatoes: 83%

Película / Subtítulos

El tema que trata Detroit es la violencia policial y, en concreto, la ejercida por parte de agentes blancos sobre ciudadanos negros. En otras palabras, uno de los conflictos sociales más espinosos que Estados Unidos afronta en la actualidad. Para abordarlo la directora Kathryn Bigelow recrea los disturbios que tuvieron lugar en la ciudad del título durante cinco días de julio de 1967, cuando un arresto masivo desencadenó una violenta protesta ciudadana que convirtió las calles en zona de guerra.

La idea es mostrar que la crueldad exhibida por las fuerzas de la ley fue multiplicada tanto por el racismo endémico como por la sensación de impunidad, y sugerir que, en el medio siglo pasado desde aquellos hechos, más bien poco ha cambiado en aquel país en términos de injusticia racial. Y mientras la lleva a cabo, Bigelow proporciona al espectador una experiencia inconfundiblemente desgarradora.

El problema más aparente que Detroit aqueja en el proceso es que trata a la comunidad negra de Detroit como poco más que una masa indiscriminada de gente. Casi ninguno de los personajes afroamericanos posee una personalidad o un arco narrativo identificables. Su única función dramática es acabar muertos o físicamente derruidos. Bigelow se recrea escrutando sus rostros torturados y capturando sus jadeos y su pavor, y enfatiza la brutalidad de las acciones policiales a través de un uso expresivo de la cámara. En general, presta tanta atención a retratar la magnitud de la violencia que, en el proceso, la humanidad de las víctimas pasa a un segundo plano

Asimismo, quizá porque intenta funcionar como cine de terror al tiempo que lo hace como recreación histórica y como alegato, la película se muestra incomprensiblemente desinteresada en las circunstancias culturales e institucionales que condicionaban las acciones policiales entonces y las siguen condicionando a día de hoy. Los policías de Detroit son meras encarnaciones del mal, y Bigelow parece considerar que su retrato no requiere de más contexto o explicación. El resultado es un relato despojado de todo trasfondo y absolutamente deshistorizado; la violencia acaba teniendo aquí la misma significancia que tendría en cualquier ‘thriller’. Al final, el modo en que se regodea en el dolor y el terror que sufrían los negros en la América de los 60 no trasciende el mero sadismo, y por tanto sus lecciones morales resultan más bien deshonestas. (Nando Salvà – ElPeriódico.com) 

Hay algo romántico en Detroit, un imperceptible aire de delicada gravedad escénica que se apodera de sus largas avenidas; lo hubo en su momento de mayor esplendor, oculto en la suntuosidad de aquella imponente ciudad del motor con el mejor ritmo de toda Norteamérica —de ahí el nombre del famoso sello discográfico Motown—, y lo hay ahora, después de sufrir una de las debacles económicas más rápidas y corrosivas de la historia que convirtió el acabado gótico de su arquitectura en un entorno tenebroso lleno de misterio, nostalgia y desamparo, tres características esenciales que le hicieron cambiar su nombre por el de ciudad fantasma, un epíteto tan sombrío como atrayente, cuya esencia quedaría inmortalizada con maestría gracias a los retratos compuestos por Alex Proyas y Jim Jarmusch en The Crow, (1994) y Only Lovers Left Alive (2013), entre otros. La realizadora Kathryn Bigelow las tiene todas consigo para hacer de su última película un ejercicio de vehemente misticismo, fundamentado en la ineludible fuerza que el medio ejerce sobre el sujeto. Una percepción intrigante que se acentúa al considerar el poderoso y arriesgado nombre que aparece como elemento de total protagonismo, frente a cualquier otro rótulo o imagen, en el cartel promocional: Detroit, en mayúsculas y un rojo intenso, sobre un fondo desaturado con la intención de potenciar la contundencia alegórica de ese nombre que emerge como una premonición.

Una vez comienza comprobamos que la idealización y la prolongación de la leyenda luctuosa de Detroit no es lo que interesa a la directora, pese a que sí mostrará, de forma secundaria y casi involuntaria, ese contraste entre la grandilocuencia lujosa de los icónicos teatros y salas de concierto de los que salieron grupos de tan insigne reputación como The Supremes, y la sordidez escondida en la otra cara de la ciudad, con entornos tan turbadores como el Algiers Motel, lugar donde se desarrollará la acción principal correspondiente a dos tercios de metraje, y que funcionará como un escenario perfecto para magnificar la claustrofobia y el terror de lo allí acontecido una noche aciaga durante las revueltas acaecidas en la ciudad epónima durante julio de 1967. Así, la cinta arranca con un breve contexto histórico en el que la directora nos presenta, con gran precisión, un timeline de los motivos que llevaron a los habitantes de esa ciudad a levantarse contra la tiránica situación a la que estaban sometidos. En este punto no existe duda de que Bigelow no tiene ningún reparo en señalar a la policía como principal responsable de la escalada de violencia. Esa apertura muestra cómo la opresión e intransigencia racial de un grupo representante de las fuerzas del orden, formado por agentes caucásicos, atenta impunemente contra la libertad de derechos de los ciudadanos de un conocido barrio afroamericano. El explícito diálogo de los policías, mencionando que se hará un ajusticiamiento público y una demostración de poder delante de la comunidad negra, sirve como precedente para que el espectador se sitúe automáticamente en guardia, comprenda que la violación de derechos y el abuso de autoridad está excediendo cualquier maniobra policial legítima, por lo que, según un aprendizaje pragmático asimilado gracias a los multitudinarios ejemplos de conflictos raciales en el primer mundo contemporáneo, es consciente de que la respuesta violenta no sólo es probable, sino que además está justificada. Y, efectivamente, eso es lo que sucede, y eso es lo que esperábamos de un mensaje que, desgraciadamente, se pronuncia con una atemporalidad devastadora.

Desde ese punto, y tras la detención masiva e injustificada de un centenar de afroamericanos que trataban de disfrutar de la música en compañía de sus amigos, la ciudad se convierte en un campo de supervivencia para los componentes de The Dramatics, un grupo de música muy prometedor que lucha por su vida en la terrible caza humana que se está llevando a cabo bajo la pasividad institucional. Se aprecia una astuta estrategia de la realizadora para conducir los acontecimientos hacia la zona de conflicto seleccionada, ese motel que se presenta como un lugar estratégico donde esconderse hasta que pase el peligro, y que se verá convertido en una trampa mortal hacia la cual han sido conducidos como ratones asustados para quedar atrapados a expensas del terror que está por llegar. Todo parece relajarse, por primera vez desde que comenzaron las revueltas, para Larry y Fred en el instante que entran en ese oasis de 11 dólares la noche hasta que, una inoportuna broma, consigue llamar la atención de los enardecidos policías hacia ese motel que, de repente, pasa a ser el objetivo prioritario y la mayor amenaza de la ciudad. En este punto, la película hará una sagaz diferenciación estatutaria y dividirá a las fuerzas del orden en 4 grupos, con actitudes dispares respecto al nivel de hostilidad mostrado, pues entre ellos se irá distribuyendo de manera gradual la responsabilidad de los acontecimientos gracias a un soberbio ejercicio de concesión cinematográfica.

En primer lugar, por orden de antipatía generada al espectador, aparece la policía local de Detroit, representada por tres desagradables individuos con una única misión: restablecer el orden de poder unidireccional instaurado, que sitúa al ciudadano negro en un escalafón inferior al respetable hombre blanco. La supremacía blanca todavía golpeaba con fuerza en la América de los años 60 —si acaso alguna vez dejó de hacerlo—, siendo la principal causante de que una situación delicada pasase a un estado de alarma social de consecuencias devastadoras. Por otro lado encontramos al ejército de Míchigan, cuya implicación es menor y su protagonismo se reduce a un solo agente que, no obstante, participará enfervorecido por el estado de pánico creado por la policía de Detroit, en el acoso y la persecución racial. Lo único que lo situará en un grado de demonización inferior a sus compañeros locales será un cierto aire de arrepentimiento tardío. En tercer lugar aparece, tarde y mal, la policía estatal de Míchigan, quien se mostrará en el desenlace como la gran salvadora y representante de la sensatez, aunque ya había sido retratada durante el clímax de la acción con rasgos tan despreciables como los del peor de los culpables, puesto que, estando en una posición de poder suficiente para detener la tortura y el atentado contra los derechos civiles que estaba presenciando, optó por una posición de pasividad y cobardía; por lo tanto, es igualmente responsable que los hombres que empuñaban sus pistolas contra ciudadanos indefensos y atemorizados. Por último, hallamos el paradigmático caso de los vigilantes afroamericanos, representados por Dismukes, un hombre que se implica en la acción corriendo un evidente riesgo físico, como bien se deja claro en su presentación, con un acto de sometimiento introductorio ante los grupos de policía blancos. Desde su posición de inferioridad absoluta tratará de mantener las cosas bajo control, pero su rango y el color de su piel le impedirá ser de gran ayuda, aunque, eso sí, servirá al cuerpo de policía como cabeza de turco cuando haya que señalar culpables. Sin lugar a dudas Bigelow pretende subrayar el componente racial de este acontecimiento y, al contrario de lo sucedido en otro tipo de películas-protesta similares, el ciudadano afroamericano no se olvida, a pesar de su posición de cierto poder, de una lucha por la igualdad que todavía está lejos de ser ganada, y antepone el beneficio del pueblo al suyo propio.

Este mensaje igualitario se extenderá, no sólo al conflicto racial, sino también al de género, pues el incidente retratado permite indagar en el desprecio hacia la mujer gracias a la presencia de dos mujeres blancas en el lugar de los hechos. La realizadora mostrará, pues, en ciertas escenas de gran tensión, incertidumbre y vejaciones, un acertado punto de vista femenino con el que presenta un problema que va más allá de la intolerable injuria racial, puesto que se extiende a todas las formas posibles de discriminación social. Negros y mujeres serán humillados por igual, tomados como seres inferiores al hombre blanco y poderoso, por los agentes de policía, quienes golpearán a los hombres y vejarán a las mujeres, como siempre ocurre en estos casos, por simple inseguridad, por ese despreciable sentimiento de inferioridad y de posesión, al ver en la competencia masculina un rival físicamente superior, y en la respuesta femenina un agravio hacia su propia masculinidad. A ellas les exigirán compromiso con “los suyos”, mientras que a ellos les demandarán sometimiento y distancia con la población blanca y sus mujeres. Vemos que racismo y misoginia van de la mano en la construcción de Bigelow de la masculinidad hegemónica. Como cierre final, el filme recurrirá a una estrategia un tanto reiterativa, pero efectiva en cualquier caso, consistente en encomendarse a un desenlace fáctico que golpee al espectador con datos y verdades a medias ya que, lamentablemente, cuando la justicia depende de la valoración perceptiva y subjetiva de un grupo de personas, nunca resulta ecuánime para todos.  (Alberto Sáez Villarino – ElAntepenúltimoMohicano.com)