En Friends and Strangers dos veinteañeros australianos, Ray y Alice, lo tienen casi todo en la vida y quizá ese sea el problema. Parece que ningún aspecto de su vida tiene intensidad. Una vez que han enterrado todas sus ambiciones, lo único que quedan son los restos indefinidos de algo.

  • IMDb Rating: 6,0
  • RottenTomatoes: 78%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Si es que la plataforma Mubi se maneja por algoritmos y no por el criterio de sus programadores, el suyo funciona bien. Hasta el martes pasado, si uno escribía Friends and Strangers en el buscador, una leyenda aclaraba que la película todavía no estaba online, y sugerían ver en su lugar Silvia Prieto, de Martín Rejtman. El parentesco está. Los jóvenes protagonistas del film del australiano James Vaughan lucen algo cansados, como si estar en el mundo les pesara. Tienden a la abstención: ni sí ni no. Sexo: tanto como podrían tener una acacia y un filodendro. Cero proactivos, se limitan a responder a las circunstancias con lo mínimo indispensable. Viven en un eterno presente, como si el pasado pudiera borrarse apretando la tecla de delete, y el futuro estuviera fuera de la página. A su alrededor el azar teje figuras extrañas: repeticiones impensadas, (des)encuentros a destiempo, sincronías imprevistas. De allí en más, las diferencias. Una de ellas, muy notoria, es que mientras el autor de Dos Disparos afirmó alguna vez que el cine era superficial, ya que la pantalla lo es, Friends and Strangers tiene un subtexto, aunque éste permanezca (casi) fuera de la vista. Una placa final lo trae, justamente, a la superficie, develando que a lo que asistimos fue a un film político.

La secuencia inicial confronta a un hombre joven y una muchacha con un panorama urbano de edificios y autopistas, en el que la presencia humana apenas asoma. Siempre que uno ve a dos personas juntas al comienzo de una película supone que están juntas, que son amigos o pareja. Lleva una secuencia entera advertir que Alice (Emma Díaz) y Ray (Fergus Wilson) acaban de conocerse. Que estén juntos es aleatorio. Sobre todo en el caso de Ray. Alice parece estar esperando algo más. Se van de campamento sin habérnoslo informado. Podrían haber seguido cada uno por su lado, o haber ido a una discoteca, o cualquier otra cosa. Pero a las discotecas se va de noche, y Friends and Strangers -que entre otros festivales pasó por el de Rotterdam- es diurna, soleada y calurosa. El verano australiano es fuerte. De allí en más unos personajes desaparecerán de la vista y otros aparecerán, en uno y otro caso sin mayores motivos. “No vas a ninguna parte”, le dice un tipo ostentosamente asertivo a Ray, y éste contesta, con su mejor expresión de nada, que tal vez.

Como en Rejtman, las personas, las cosas y las situaciones presentan una condición insular. Tratándose de Australia, en este caso podría tratarse de una condición primigenia, ancestral. Las secuencias también son islas, no se comunican entre sí. Los personajes parecen no tener ocupación, y si la tienen no lo sabemos. De pronto, Ray va junto con un amigo (que por supuesto apareció de golpe) a un barrio residencial de ricos, junto a una ensenada. “Soy el del video”, dice, y no sabemos de qué video se trata, qué tendría que ver él con los videos ni quién es esa gente. Al contrario que los protagonistas, los vecinos no sólo tienen profesión sino que viven declamándola, como gorilas golpeándose el pecho. En un momento el amigo de Ray se siente mal y hay que socorrerlo; unas escenas más adelante, Ray se desmaya. El malestar no se verbaliza, pero está.

En una escena súbita y desternillante, Ray se suma a un grupo de turistas que están con una guía. En ese momento ve a Alice y va hacia ella. Al mismo tiempo Alice ve a la guía y se saludan como amigas de toda la vida, y a su vez otra conocida viene a saludar a Ray, justo en el instante en que éste se va. Una acumulación de desfases. Una de las turistas pregunta a la guía si ése territorio que pisan pertenecía a los aborígenes, introduciendo por la ventana un tema que parecería de otro planeta. En ese momento recordamos el muro de un edificio en el que se leía una vieja inscripción: Commonwealth. Tras la última imagen, una placa confirma que a lo que asistimos fue algo así como a la angustia del linaje del colonizador blanco. (Horacio Bernades – Página12.com)