En Ghost Dog: The Way of the Samurai, Ghost Dog es un asesino a sueldo de Nueva York, un hombre de actitud tranquila en su vida diaria que se rige bajo el código de honor de los antiguos samuráis.

  • IMDb Rating: 7,5
  • RottenTomatoes: 86%

Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

 

Jim Jarmusch, cinéfilo, melómano, amante del arte, traslada en Ghost Dog: The Way of the Samurai su particularísimo y reconocible universo cinematográfico a los callejones del noir –ya atravesados de pasada en Down by Law – retrotrayéndose con añoranza a su etapa de profunda y hechizante mutación de finales de los años sesenta. El cineasta pasea por Nueva Jersey acompañado de un mercenario místico y ascético y de unos mafiosos italianos caducos y lamentables, incapaces siquiera de pagar el alquiler de sus casas y locales, y se encuentra en su vagar con la sombra de Jean-Pierre Melville, de Seijun Suzuki, de Takashi Nomura, del criminal underground del periodo y de tantos otros amigos –del séptimo y otros artes-, a quienes saluda con reverencia, cariño y entusiasmo.

Pero a pesar de la cita y el homenaje, Jarmusch no pierde un ápice de su marcada personalidad, ni el filme se deshilacha debido a una posible inconsistencia en la amalgama de este conjunto heterogéneo de influencias en las que, incluso, tiene cabida la autocita –Gary Farmer interpretando a un nativo norteamericano como en la anterior Dead Man y, como aquel El Que Habla Alto Para No Decir Nada, alias Nadie, cagándose con toda razón en la estupidez cegata del hombre blanco-. Al contrario: la mezcla, además de perfectamente coherente con el corpus fílmico del estadounidense, da lugar a un conjunto fluido, equilibrado y armonioso. Auténtico.

En Ghost Dog: The Way of the Samurai, los asesinos lacónicos y existencialistas de Melville, que viven porque matan y matan porque viven –El silencio de un hombre-, adoptan los recursos profesionales de los mercenarios sin piedad de Suzuki para completar sus encargos a través del sumidero de un lavabo –Branded to Kill– o se enfundan los estilosos trajes de los francotiradores de Nomura, quienes hasta tienen tiempo de que la naturaleza interrumpa su misión cuando un pájaro se posa delante del objetivo de su rifle –La Colt es mi pasaporte– mientras tratan de eliminar a un enemigo sacado de las cintas criminales más correosas a uno y otro lado del Atlántico (Henry Silva, un rostro para un personaje).

Ghost Dog: The Way of the Samurai es puro Jarmusch. Esa hiperactiva coctelera posmoderna, desbordante de licores literarios, cinematográficos y en general culturales, no impide en modo alguno reconocerla como una de sus obras –o, mejor dicho, lo consigue gracias a ello mismo-. De hecho, en opinión de un servidor, el autor hoya aquí la cima de su filmografía. La caligrafía marca de la casa –si bien con unos planos más cortos de lo habitual-, la construcción de los caracteres, el alma marginal de los mismos, su tránsito confuso y desencantado hacia la extinción inexorable, la extravagancia del cosmos que les circunda sea hostil o amigable, el tono a caballo entre la ironía, la dulzura y la melancolía. Rasgos genuinos e inconfundibles.

No hay más que tomar al protagonista. Ghost Dog (Forest Withaker, única opción considerada por el autor para sacar adelante el proyecto) recorre la senda que otros antes que él han transitado en el cine de Jarmusch. En sentido estricto, a instancias del extracto que selecciona del Hagakure, la guía espiritual del guerrero samurái, convertido en el motor de su vida después de una experiencia cercana a la muerte, Ghost Dog escoge para su existencia una vía paralela a la del William Blake de Dead Man, un introspectivo ‘acid western’ en el que el personaje, en realidad, pertenecía más al Otro Mundo que a éste. “El camino del samurai se encuentra en la muerte. Se debe meditar sobre la muerte inevitable. Cada dia, con el cuerpo y la mente en paz, se debe pensar en ser despedazado por flechas, rifles, lanzas y espadas, en ser arrastrado por rugientes olas, en ser arrojado al corazón del fuego, en ser fulminado por un rayo, aplastado hasta la muerte por un terremoto, en caer desde un acantilado de diez mil metros, en morir por enfermedad, o por cometer seppukku al morir tu maestro. Y cada día sin excepción, uno debe considerarse muerto, esta es la esencia del samurái”, recita.

El director y guionista compone un poema visual que, por medio de sus rimas y cadencias, gesta un filme hipnótico y onírico, trágico y cómico, lírico y enigmático, solitario y cercano, absurdo y querible, desmitificador y romántico. Y siempre nostálgico. Sin solución de continuidad, el humor del dibujo animado precede, define y despoja de misterio o trascendencia a una violencia que, en consecuencia, puede ser hermosa o igualmente humorística. La banda sonora, las idas y venidas de la simbología, las conversaciones, los fragmentos de ‘cartoon’ y los extractos del Hagakure confabulan para imprimir cierta noción de fatalidad, deuda, honor, entendimiento y legado sobre esta obra insólita y singular acerca de las aventuras y desventuras de Ghost Dog, un hermético mercenario devoto del bushido, y su enfrentamiento contra una mafia que disfraza sus caprichos infantiles -imagen de su patética decadencia- de código inquebrantable de vida, presunta continuación de la vieja escuela. Códigos espurios en contraste con los que esgrimen privadamente Ghost Dog y Louie (John Tormey), a quien el primero considera su maestro, para otorgar un mínimo sentido al sinsentido.

No quiere decir esto que Jarmusch se muestre misericordioso y, al contrario que a la mayoría de sus criaturas, desorientadas en su desplazamiento hacia el vacío, decida regalar a Ghost Dog y a Louie un desenlace a juego a sus innegociables convicciones y que, en modo último, justifique la adopción de esta serie de normas existenciales; unas mamadas de las tradiciones del Japón feudal y las otras de la leyenda romántica de la Cosa Nostra, ambas probablemente infundadas. Tanto así que esta colisión entre el pasado mitificado y el presente despojado de idealismos y poesía no es siempre traumática para estos individuos extemporáneos, que se reconocen como iguales por las emanaciones de su ser, ajenas a contextos sociales –Louie-, idiomas –el heladero francófono Raymond (Isaach de Bankolé)- o generaciones –Pearline (Camille Winbush)-.

En su arte de la guerra, Ghost Dog, en contraste con sus métodos propios de siglos pretéritos –las palomas mensajeras para comunicarse con su maestro- y las evocaciones de un ayer imposible en la actualidad –el acto de enfundarse la pistola al estilo de una katana samurái-, no dudará por otro lado en recurrir a toda una colección de gadgets y artilugios –el emisor de frecuencias para abrir coches y puertas electrónicas- que merman el romanticismo de su oficio pero que, a cambio, lo facilitan. De igual manera, la pose y los andares de Withaker, así como la música que acostumbra a escuchar en los automóviles que sustrae para sus misiones es definitoria del extrarradio y los guetos marginales estadounidenses, afín asimismo a la banda sonora del rapero RZA –quien realizará un cameo en la obra, hermanándose con el protagonista-. Pero Ghost Dog, señalan las explícitas referencias diseminadas por el cineasta, es también fuerza de la naturaleza y tótem atávico -la idea del oso-, al igual que puede considerársele como un gólem creado por su maestro –una criatura de Frankenstein, terrible de aspecto, fuerza y acciones mas delicada de corazón y próxima a la inocencia infantil-.

Con todo, y reanudando al asunto del código de vida, pese a que el destino de Ghost Dog y Louie, permanentemente entreverado, es muy semejante al de aquellos que simplemente caminan por su azarosa existencia sin saber a dónde ir o a dónde agarrarse, al menos la adopción de esta serie de reglamentos definidos, equivocados o no, legítimos o ilegítimos, sí parece aportar cierta justicia en medio de la arbitrariedad del cosmos y cierto consuelo terrenal a los personajes durante su viaje hacia la nada. “Es malo que una cosa tenga dos sentidos. No se debe buscar nada más en el camino del samurái. Lo mismo puede decirse de cualquier otro camino. Si se comprende que esto es así, se pueden comprender todos los caminos, y se puede ser más consecuente con el propio”, parece aconsejar el Hagakure al respecto de este desconcierto existencial. “Nuestro cuerpo recibe la vida de la nada, existir donde no hay nada da sentido a la frase ‘la forma es el vacío’. Que todas las cosas provienen de la nada da sentido a la frase ‘el vacío es la forma’. No hay que pensar que esto sean dos cosas distintas”, reza en otro segmento.

Podríamos interpretar también esta referencia a la forma en su significado artístico. No sería arbitrario hablando de Jarmusch, para quien el estilo formal es un factor de suma importancia en el cometido de componer el fondo de sus obras, definir la naturaleza de los personajes y calibrar la ambivalente atmósfera en la que se mueven. Los ingredientes que emplea el realizador en su propósito poseen la frescura de la originalidad y el sabor de lo especial, de lo único. La forma en que el protagonista se relaciona con su entorno y se entiende paradójicamente con el vendedor de helados y su pequeña vecina, los elementos extravagantes que sumergen al escenario en esa vida-sueño que proclama Yamamoto Tsunetomo en su texto, la función del dibujo animado como oráculo, los detalles de ironía que centellean en la oscuridad melancólica hacia la que se ven abocados estos seres crepusculares, la pausa y el calor que desprenden estos episodios delimitados con los característicos y delicados fundidos a negro de Jarmusch.

Repeticiones, constantes y ciclos que parecen incluso trascender el metraje de la cinta –la herencia de la pequeña Pearline-, de igual manera que también parecían encadenarse con un pasado cinematográfico y hasta histórico –el indio cayuga de Farmer, venido de una película donde, por su parte, el protagonista también poseía fantasmagóricas reminiscencias antiguas en su nombre, William Blake, invocación del poeta y pintor inglés-. El tiempo es, en definitiva, una variable maleable y transgredible en el filme, que artísticamente pertenece a 1967 –por los tres referentes antes aludidos-, cuya moral procede de centurias atrás y que, en conjunto, todo ello impacta contra un presente reconocible, éste no fantaseado ni idealizado.

Quizás una trémula nota positiva que alumbra un universo incomprensible y absurdo. (ElCríticoAbúlico.wordpress.com)