En La Mujer sin Cabeza, en una distracción mientras conduce, una mujer atropella algo. Al cabo de unos días le cuenta a su marido que ha matado a alguien en la carretera. Recorren la ruta pero sólo hay un perro muerto, y amigos allegados a la policía confirman que no hay información de un accidente. Todo vuelve a la calma y el mal momento parece superado, hasta que la noticia de un macabro hallazgo preocupa nuevamente a todos.

  • IMDb Rating: 6,5
  • RottenTomatoes: 73%

Película 

Con apenas tres largometrajes, la cineasta salteña Lucrecia Martel ha sabido construir una filmografía radical, implacable. Desde La Ciénaga fue posible percibir elementos temáticos que se repetirían en sus dos obras posteriores. La incomunicación, el concepto de “banalidad del mal”, los climas opresivos, la discriminación (jamás tratada de manera demasiado gráfica), el desconcierto ante lo incomprensible que aparece como cotidiano, son algunos de los temas que aparecen en su cine. Si agregamos que estas temáticas jamás se separan de lo formal (el trabajo con el sonido la ubican en la cima del cine actual) podemos afirmar que estamos en presencia de una artesana del séptimo arte.

La Mujer sin Cabeza es una nueva apuesta radical de la realizadora. La historia puede pensarse como una estructura de resonancias, con el epicentro puesto en un hecho que acontece en la vida de Vero, una odontóloga perteneciente a la burguesía salteña, esa que Martel ha sabido retratar en sus dos películas anteriores. Un día esta mujer atropella a “algo” en la ruta. Al ver hacia atrás hay un perro muerto, pero Vero supone que pudo haber atropellado a un ser humano.

Este hecho traumático le sirve a Martel para indagar en la mente de Vero, sobre todo en la forma en la que su mundo cotidiano deviene extraño. Vero no se recompondrá de ese accidente, sintiéndose rara en un contexto que –en apariencias- debiera resultarle normal. La percepción de la mujer aparece en el film distorsionada. No podrá reconocer su propio material de trabajo, y su rostro parecerá sorprendido ante cada solicitud, ya sea de su esposo, de su hermana, o de todos aquellos que conforman su círculo íntimo. Cada hecho que la involucre, por mínimo que sea, será ante sus ojos una novedad. Bajo esta perspectiva, el orden de lo ordinario se convierte en extraordinario, como si Martel le ofreciera a su criatura una lupa lo suficientemente potente para desnudar miserias, afectos, sentimientos, injusticias veladas.

La estructura de la película escapa a lo que identificamos como “trama”. Tampoco el relato opera de forma fragmentaria, cabría como mejor definición lo anecdótico, una categoría que no se resiente ante la idea de totalidad. Toda La Mujer sin Cabeza entrega líneas de sentido que se superponen, se amplifican escena a escena, y obligan al espectador a imaginar frases que no se han dicho pero que están latentes, escenas que están fuera de campo pero que podrán imaginarse. De esta forma, nada queda librado al azar –en tal caso- el azar aparece –paradójicamente- como una construcción adrede.

La maestría visual está presente en cada plano. Es difícil no encontrar en cada secuencia una justificación dramática, un hecho formal que se integre a la totalidad del film. El abordaje del elemento siniestro (aquello familiar que debe permanecer oculto pero que salta a la luz) jamás apela a ningún tipo de psicologismo. Por el contrario, la visión del film se centra en la capacidad de indagar en lo que se nos muestra, en los datos intersticiales que permiten asignarle sentido a lo que conocemos, a la manera en la que lo cultural se funde en lo íntimo y viceversa. Tarea ardua, de allí que el cine de Martel sea tan resentido por algunos sectores de la crítica y el público. Desde aquí, frente a una cartelera que suma fórmulas hechas, no podemos más que celebrar tal osadía.