En La Tierra y la Sombra, Alfonso es un viejo campesino que retorna después de 17 años al hogar que abandonó debido a que su único hijo padece una grave enfermedad. Al llegar a la región descubre que todo lo que alguna vez conoció ya no existe y que su familia está a punto de ser desplazada por una amenaza invisible que recorre los vastos laberintos de la caña de azúcar llenándolo todo con signos de destrucción y muerte. Ante este difícil panorama, Alfonso hará todo lo posible por acercarse a ellos antes de que sea demasiado tarde y luchara por salvar lo poco que queda de su pasado, aunque eso implique sacrificar toda huella de su existencia.

Cámara de Oro a la Mejor Ópera Prima en el Festival de Cine de Cannes 2015
Mejor Película y Mejor Director en los Premios Macondo 2016
  • IMDb Rating: 7,2
  • RottenTomatoes: 93%

Película

No parece un largometraje inaugural. Comencemos por ahí. Porque La Tierra y la Sombra, del colombiano César Augusto Acevedo (Cali, 1984), responde a la creación de un artista que, según averiguamos, se demoró casi diez años en terminar su primer crédito de ficción y de más largo aliento. Hubo dedicación, un plan, y talento, en partes iguales y generosas.

La trama es sencilla y mínima: un padre ausente regresa al hogar que habitan su ex mujer, su hijo, la joven y agotada esposa de éste, y un pequeñísimo nieto. El retorno se produce cuando ese descendiente, a pesar de rondar los treinta años, se encuentra gravemente enfermo por un mal respiratorio, debido a las duras faenas que realizaba en una cercana plantación de caña de azúcar, emplazada en la zona del Valle del Cauca (suroeste de Colombia, colindante con la costa del Pacífico). En efecto, el argumento es sencillísimo, y más o menos la historia, en un nivel dramático, transcurre por caminos predecibles. Lo llamativo de La Tierra y la Sombra se desprende, principalmente, del lenguaje cinematográfico concebido por el realizador: una fotografía que apuesta a los contrastes, cuya belleza y consecuencias lumínicas sojuzgan al observador, y el montaje de una cámara que pese a la escasez de recursos escénicos, se las arregla para envolver a los personajes en una realidad hermosa, y a la vez, terriblemente opresora, carente de libertad, y también, de un futuro.

Ahora, el advenimiento del padre, desde un lugar y de años indeterminados, desencadena una situación tensa y propiciadora de conflictos humanos y afectivos. En el desarrollo de esa bifurcación narrativa, el lente configura un circuito de representación selvático y tropical, marcado por la precariedad material, y la vulnerabilidad laboral y psíquica (por denominarla de una manera), de los protagonistas. Dentro de esa suerte de ruina económica y de decadencia familiar, el arribo del patriarca sólo provoca que ese imaginario se agite hacia un desenlace catártico, y por ende, en cierta medida, liberador. El foco de César Augusto Acevedo se desliza constantemente. Y ese movimiento tiene por objeto subvertir y modificar aquella cosmovisión audiovisual: así, las habitaciones ya no son tan pequeñas, el tiempo transcurre, y los personajes adquieren espesor dramático, y se vislumbran sus relaciones disfuncionales con el resto de los elementos diegéticos (propios de la invención), que les rodean: la casa asemeja a un páramo en medio de la nada, y la soledad de esa familia, se dimensiona total y absoluta, en una isla que los separa y los aísla, del resto del mundo (la plantación de caña de azúcar, que acorrala a la casa, representaría esos muros, tanto espirituales como externos, que dividirían a la puesta en escena entre los miembros de ese pequeño grupo humano, y los “desconocidos” habitantes de la humanidad que se divisa más allá). La cámara, sin ir más lejos, construye con su táctica de travelling, acercamientos, contraplanos, y el uso del fuera de campo al modo de estrategia argumental, un espacio de la enfermedad y del abandono: ese hijo convaleciente y su madre, no sólo han sido abandonados por su figura paterna y conyugal, respectivamente, sino que por la civilización entera, en una línea de temática literaria (con guiños a William Faulkner y a Gabriel García Márquez), y por supuesto que también cinematográfica (sólo mencionemos a Arturo Ripstein, y a John Huston)

Por eso, afirmamos que La Tierra y la Sombra genera la sensación estética de ser más que una ópera prima: la sensibilidad que transmite, posee el apellido de la madurez, no de la que otorga la edad, pero sí de la meditación que emana desde el ejercicio de la reflexión artística y de la introspección profunda. Persevero en este punto de apreciación: diseñar una ambientación en torno a la desesperación humana (en un concepto amplio), y la disfuncionalidad afectiva y filial, con tan pocos elementos (un pequeño rancho, y la ruralidad calurosa y verde que lo aprisiona), ejemplifica la existencia de una convicción y de un discurso audiovisual claros, por parte de César Augusto Acevedo. Esa apología del minimalismo escénico, tiene su contrasentido con el posible estallido del conflicto social que se avizora al interior de las faenas y de las labores propias de un cultivo de caña de azúcar a gran escala. Sin embargo, aquel es un nudo que el libreto no desarrolla de una buena manera, por lo menos para agregar a ese factor, dentro de la columna vertebral dramática de La Tierra y la Sombra.

La composición de la fotografía azuza la melancolía, la tristeza de presenciar esa tierra baldía y mezquina en amor, en sentimientos y en vitalidad. Ahí, en ese instante, es cuando la crítica social contenida en el largometraje, se alza con contornos y límites precisos, en una luminosidad de la denuncia, de la compasión y de profunda ternura para con los personajes de la obra. La pobreza extrema en la América Hispana es vergonzosa (apunta el director), y casi siempre, va acompañada de una caracterización de la fragilidad, en varios frentes de cosas: de los lazos familiares, y de la vinculación con el entorno social, que valga la paradoja, le acoge a escasos metros. El elenco de La Tierra y la Sombra se debate al interior de esa idea del abandono: cómo poder salir de esa soledad asfixiante, si ni siquiera se cuenta con la ayuda de los parientes más próximos, y el rencor y la rabia, explotan en esos códigos audiovisuales propios del encuadre y de los planos de una cámara: aunque también en un incendio destructor, en la música que emerge desde un tugurio de mala muerte, mientras se buscan el consuelo, el placer y la evasión. Sin ser una película de temática plenamente “social”, la “documentalidad” de su foco, y el simbolismo de las líneas de su guión, hacen del debut de César Augusto Acevedo, un despliegue de recursos fílmicos, que hacen de su realizador, una promesa palpable y visible, del nuevo cine latinoamericano, ese contingente de jóvenes creadores audiovisuales que cosecha premios y galardones, antes negados, en el género de la ficción. (Enrique Morales Lastra. ElMostrador.cl)