En Lord of the Flies un avión sin distintivo es derribado durante la II Guerra Mundial. A bordo se encuentran varias decenas de niños británicos de edades comprendidas entre los seis y doce años. El avión cae en una isla desierta, aislada de cualquier vestigio de civilización. Ningún adulto sobrevive, de modo que los chicos se encuentran, de repente, solos y obligados a agudizar su ingenio para sobrevivir en circunstancias tan adversas.

  • IMDb Rating: 6,9
  • RottenTomatoes: 61%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Prácticamente de la misma forma en que la novela original de 1954 de William Golding analizaba el desmantelamiento progresivo de las máscaras de la civilización, Lord of the Flies, su adaptación cinematográfica más recordada y eficaz, pone en cuestión la idiosincrasia del ser humano al denunciar cuán cerca estamos siempre de abandonar los eufemismos verbales y actitudinales, esos que utilizamos para acoplarnos a estructuras sociales que nos preceden significativamente en el tiempo, en pos de abrazar una crueldad intrínseca al homo sapiens que lo conduce una y otra vez -en un frenesí neurótico- a intentar satisfacer su voluntad de poder desde un egoísmo que no sólo niega al prójimo con el que se cohabita sino también a todo el enclave natural que nos rodea, típica pulsión de muerte en la que el individualismo más clásico y el mismo placer generado por la vejación/ ninguneo/ destrucción de lo considerado perteneciente a un esquema contrario provocan coletazos suicidas que van demostrando su quid de un modo sutil y vedado a ojos de los protagonistas, quienes se autoproclaman adalides de la razón.

El responsable de la traslación, Peter Brook, director asimismo de las también excelentes Moderato Cantabile (1960), Marat Sade (1967) y King Lear (1971), aquí hizo honor a la conjunción que lo caracterizó desde siempre, esa que unifica la tradición shakesperiana y la experimentación enarbolada por Antonin Artaud, seleccionando un elenco de actores infantiles no profesionales e improvisando mucho a partir de situaciones concretas del libro de Golding, lo que desencadenó un trabajo de una fuerza y autenticidad encomiables como pocas veces se ha visto en films basados en un cast casi enteramente compuesto por niños. El catalizador es idéntico a su homólogo de la novela: durante la evacuación de una guerra sin especificar un avión cae en una isla desierta y sólo sobreviven pequeños de primaria de lo que parece ser un internado de la alta burguesía británica con un fuerte tufillo tácito de impronta cristiana protestante o hasta quizás católica. Si bien todos pertenecen a la misma institución educativa, no se conocen porque formaban parte de distintos cursos en función de su edad y el generoso tamaño de por sí del establecimiento.

A pesar de que los niños -no hay féminas en el grupo- de inmediato dan comienzo a una suerte de semi organización comunal votando en asambleas, cediendo la palabra de manera metafórica al pasarse entre ellos una caracola y eligiendo como líder a Ralph (James Aubrey), un muchacho relativamente sensato que se hace amigo de un gordito con anteojos al que todos llaman Piggy/ “Cerdito” (Hugh Edwards), el asunto se empieza a desmadrar porque uno de los jóvenes de mayor edad, Jack (Tom Chapin), cabeza además de lo que era el parsimonioso coro del colegio, deja entrever un protoautoritarismo psicopático basado en el doble hecho de que es el único que posee un cuchillo y que se autoimpone como jefe de una partida de cazadores que matan a un jabalí en plan de suministrar alimento para todos. Pronto estos habitantes azarosos de una tierra inhabitada e inhóspita del Océano Pacífico se dividen en dos grupos producto del desacuerdo entre Ralph, que prefiere una existencia pacífica en base a reglas y tareas varias pautadas de antemano, y Jack, el cual pretende una sociedad sin preceptos explícitos y consagrarse a sí mismo como un líder bien caprichoso sustentado en la violencia, especie de parodia de las tribus indígenas con los pequeños pintados cual guerreros y en constante festín bajo el caluroso sol de un enclave paradisíaco.

Más allá del cuchillo de Jack, la otra herramienta que genera conflictos son los mismos lentes de Piggy debido a que por un lado sirven para encender -con la ayuda del foco en el cielo- una fogata que podría indicar la presencia de los purretes a los aviones que suelen pasar a lo alto, y por otro lado resultan fundamentales al momento de cocinar las presas que la camarilla de los cazadores atrapan a diario. El ambiente ya caldeado se complica incluso más de la mano de la inocencia de los ingleses y un rumor que crece como bola de nieve en torno al posible rondar en las inmediaciones de un monstruo al que denominan “bestia”, sustrato paranoico que se dispara cuando en una expedición descubren a un paracaidista moribundo que no identifican como tal y que para colmo empiezan a venerar a la distancia ofreciéndole una cabeza de jabalí clavada en una estaca que se pudre y se llena de moscas. Cuando Jack logre aventajar a Ralph en el favor popular y todos lo sigan como el caudillo indiscutido, el fluir de los acontecimientos derivará en la muerte de Simon (Tom Gaman), un niño introvertido a quien en una noche de bailes extasiados confunden con la bestia, y en la soledad absoluta de Piggy y Ralph, los cuales se transforman en eje de la discordia y en “presas humanas” a eliminar porque simbolizan la oposición al orden establecido por Jack.

A diferencia de lo que ocurre con la otra adaptación cinematográfica del legendario trabajo de Golding, esa flojísima película norteamericana de 1990 dirigida por Harry Hook, el temple hollywoodense maniqueo histórico aquí brilla por su ausencia porque Brook nunca se maneja con absolutos y si bien mantiene los rasgos centrales de cada personaje, aplica un realismo relativista exquisito -ya presente en el libro, por cierto- que por ejemplo señala el pragmatismo militante de Jack, el gran defensor del trabajo cotidiano en la isla, y cierta malicia no asumida por Ralph (de hecho, él es el responsable de que todos denigren a su amigo al señalar que en la escuela sus compañeros lo llamaban Cerdito, algo que fue una confidencia del nene que encima vino con la súplica adicional de que no lo contase al resto) y la tendencia del propio Piggy -diletante del racionalismo dentro del grupo al negar desde el inicio la existencia del monstruo- a obviar convenientemente la verdad y lavarse las manos como cualquier otro niño y/ o adulto (frente al comentario de Ralph de que todos participaron del homicidio de Simon, el gordito se defiende enérgicamente afirmando que fue un accidente y utilizando a la oscuridad, la danza frenética colectiva, los truenos y la lluvia como atenuantes de la “imprudencia” masiva, en esencia una serie interminable de golpes y lanzas clavadas sobre el cuerpo de la víctima). El descenso hacia el darwinismo social y la destrucción caníbal de un mínimo marco de códigos compartidos asimismo incluye elementos de parábola cristiana, en especial cortesía de un Simon entre misterioso y mesiánico (el único que señala que quizás la bestia sean ellos mismos), y una sátira muy importante a The Coral Island, novela idílica, conservadora e imperialista de 1858 de R.M. Ballantyne en donde la bondad celestial de tres muchachos náufragos contrastaba con la violencia y el salvajismo de su entorno, dos ítems que en Lord of the Flies pasan a estar internalizados en los propios protagonistas sin maquillaje aleccionador pusilánime.

Por supuesto que Lord of the Flies, ópera prima de Brook, desarma las distintas versiones de la paradigmática voracidad masculina -la orientada a hacerse del reconocimiento de sus pares, a obtener un saber oculto, a hegemonizar desde criterios particulares, al juego en tanto entrenamiento camuflado, a la vehemencia como fin placentero en sí mismo, etc.- en oposición a una dimensión femenina ausente por completo con la que no se comparte nada, sin embargo el verdadero núcleo del convite lo constituyen las paradojas del gregarismo humano de índole tanto cultural/ consuetudinaria como instintiva en consonancia con nuestra ridículamente negada condición de animales: en este sentido, y como decíamos al comienzo, basta con pensar en la continua propensión a unirse con otros semejantes con el solo objetivo de intentar obligarlos a que acepten nuestro punto de vista como el válido y excluyente sobre el tópico que sea, actitud que funciona como una fuente inagotable de satisfacciones y frustraciones varias porque dicha utopía nunca alcanza el margen de “éxito” esperado y así el trasfondo altruista/ porfiado/ social experimenta las primeras grietas y va dejando lugar a la misantropía y en muchas ocasiones a otra de las diversas caras de la decepción, léase el viejo movimiento reflejo del odio y su prima hermana, la brutalidad cosificante para con el prójimo, las criaturas vivientes y el planeta en su conjunto (no es ninguna casualidad que los niños en el desenlace, en su misión de apresar y faenar a Ralph por ser “el distinto”, terminen quemando casi toda la isla, nada más y nada menos que su hogar). El costado autoritario de la inefable civilización y la recurrencia de un miedo paranoico que todo lo consume son otros pivotes de esta fábula acerca de la dificultosa definición de los patrones morales de una colectividad y la mucho más compleja puesta en práctica de los mismos; circunstancia que desde ya trae a colación conceptos como discriminación, maldad, soberbia, mito, ingenuidad, animadversión y libertad, todos terrenos aptos para la lucha entre el atavismo reaccionario de siempre y el salirse del redil para seguir -hasta cierto punto- la propia voluntad. El jabalí putrefacto al que alude el título, traducción estándar de Belcebú, representa tanto el olvido sistemático de las sociedades occidentales de lo aprendido con gran trabajo como la propia vileza del ser humano, una especie que no aporta nada al ecosistema y que se comporta como una plaga execrable que no deja nada en pie… (Emiliano Fernández – Metacultura.com.ar)