This Much I Know to Be True es un documental que captura la profunda amistad y relación personal y creativa de Nick Cave y Warren Ellis, mientras dan vida a las canciones de sus dos últimos álbumes de estudio, «Ghosteen» (Nick Cave & the Bad Seeds) y «Carnage» (Nick Cave & Warren Ellis). En el film se muestran las primeras actuaciones de estos álbumes, grabado en la primavera de 2021 antes de su gira por el Reino Unido, y los vemos acompañados por otros cantantes y un cuarteto de cuerda, mientras dan vida a cada canción. La película cuenta con una aparición especial de una gran amiga, y colaboradora de ambos, Marianne Faithfull.

  • IMDb Rating: 7,9
  • RottenTomatoes: 100%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Al principio, el único contexto que nos brinda la nueva colaboración entre Andrew Dominik y Nick Cave es el de un escueto título explicativo («Londres, 2021», reza) y el de una voz a la que no hace falta poner cara. «El mundo ha cambiado», dice, «Ahora un músico ya no puede vivir de los conciertos; ya no puede estar de gira». Nosotros vemos, leemos y oímos esto en una Berlinale engorrosamente marcada por estas circunstancias: pruebas PCR diarias, aforos limitados a la mitad, mascarillas obligatorias en interiores y, por supuesto, precaución extrema a la hora de organizar unas fiestas que han quedado prácticamente relegadas a la clandestinidad. Pero por suerte, el momento en el que tomamos contacto con This Much I Know to Be True, no es tan oscuro como aquel en que este proyecto fue filmado.

Porque los eventos que aquí se plasman, se viven en riguroso diferido; porque aún no son tiempos para la música en directo. La sociedad Dominik-Cave sigue pues consagrada a la construcción de esos refugios que deben protegernos de los horrores que marcan nuestra vida, tanto a nivel colectivo como en un plano más estrictamente íntimo. Venimos, conviene recordarlo, de One More Time With Feeling, documental dedicado a la grabación del álbum «Skeleton Tree», proceso marcado por la muerte de Arthur, hijo del cantautor australiano. En aquel caso, el uso del blanco y negro y sobre todo el trabajo con el 3D, modelaban el espacio y el tiempo para que tanto una dimensión como la otra protegieran a un artista que sentía el vacío a su alrededor; a alguien enfrentado al abismo de tener que responder a preguntas que no tenían respuesta (obvia).

Seis años después de aquel golpe, This Much I Know to Be True recurre al color y se olvida de las gafas polarizadas, abrazando de paso el formato de pantalla 4:3, como si las imágenes quisieran seguir arropando a las personas de las que dan fe. Una de ellas nos muestra a Nick Cave delante de un ordenador, enfrascado en una lectura que, según él mismo nos cuenta, es parte fundamental del proceso de creación en el que, de forma permanente, está inmerso. Se trata de «The Red Hand Files», la vía de comunicación directa entre el artista y sus fans. Si en la línea temporal ucrónica que Damon Lindelof exploró para su continuación de Watchmen los mortales intentaban comunicarse con el todopoderoso Dr. Manhattan entrando en cabinas telefónicas, aquí sucede lo mismo con un servicio de newsletter interactivo.

Un rápido vistazo a dicha página web nos da una noción muy sólida del espectro de cuestiones al que Cave se enfrenta, desde «¿Cuándo vamos a poder verte en Austin?» a «Tengo 17 años, ¿qué puedes contarme sobre el amor?», pasando obviamente por el eterno «¿Por qué sufrimos?» La pantalla no sirve para marcar distancias, sino justo para lo contrario: disolverlas. Así se humaniza una divinidad amable, que usa su omnipresencia para estar cerca de quienes le quieren, y su supuesta omnipotencia para mostrarse como lo que es: un ser vulnerable, que no se avergüenza de señalar su humildad ante aquellos grandes enigmas cuya resolución exige, por lo menos, un tiempo y una dedicación igualmente sincera. Mientras, en otra casa de Londres, Warren Ellis, ese sospechoso habitual, abre su portátil y a Andrew Dominik, detrás de la cámara, se le escapa un grito de incredulidad: «¿¡Pero esto qué es!?», el músico, consciente de que a veces las palabras sobran, se limita a sonreír y a mostrarnos el desconcertante espectáculo de un escritorio que es puro síndrome de Diógenes.

El orden (en las ideas, en las emociones) y el caos absoluto; lo divino y lo demoníaco. Esta especie de yin y yang que convive en el montaje y, por supuesto, en el mismo cuadro y pentagrama, es la escisión dualista del concepto que Iain Forsyth y Jane Pollard apuntaron en 20.000 Days on Earth, seguramente la película que mejor ha logrado plasmar a Nick Cave como objeto artístico total. Si se prefiere, como una fuente inagotable de creatividad que solo puede ser canalizada, irónicamente, a través del carácter expeditivo de esas exploraciones que, en realidad, son viajes sin retorno posible. Pasado, presente y futuro, fantasía y cine documental, introspección y ensoñación… no hay límites (formales, narrativos) dentro de la cabeza del demiurgo, de modo que estos se tienen que encontrar en la relación que este establece con sus iguales.

Con la mayoría de integrantes de las «Bad Seeds» fuera de juego, Warren Ellis, el hombre de los mil y un documentos esparcidos por su escritorio, actúa como contrapeso para alguien que abiertamente lo ve como un estímulo, pero también como una amenaza. Al principio de This Much I Know to Be True, Nick Cave eterniza una exposición de sus últimas creaciones como escultor: una serie de figuras en las que se nos muestra al Diablo en algunos de los momentos más remarcables de su vida (su primera asistencia al colegio, el día en que contrajo matrimonio, aquel otro en que fue a la guerra…), y así se comporta la elegante y magnética presencia de este habilidoso violinista, solución en carne y hueso a otra pregunta infernal: ¿Cómo sería Niccolò Paganini si tuviera 240 años de edad?

Con la excusa de la grabación de algunas de las canciones de «Carnage» y «Ghosteen», This Much I Know to Be True ahonda en las soledades compartidas por Nick Cave y Warren Ellis, esos dos vientos que recelan el uno del otro, pero que se necesitan (como artistas, como seres humanos) para formar ese huracán que siempre persiguen: si paran de crear, se apagan, seguro. Esto no es música, es un hechizo, una invocación; una terapia, un ritual de exorcismo, sofisticado y crudo a la vez, en el que aquellas preguntas sin respuesta con las que tanto uno como el otro tropiezan, se rebotan a las más altas (y bajas) instancias. Voces de género indeterminado, coros celestiales, orquestas filarmónicas, cámaras que no ocultan la presencia de otras cámaras, aparatos electrónicos que marcan ritmos arrítmicos… Andrew Dominik doma la tempestad con travellings circulares; con un tornado que envuelve pero que no aprisiona, y que muy gustosamente expone el artificio en el que andamos metidos.

This Much I Know to Be True es un elaborado espectáculo que apabulla, pero que nunca se desliga de la escala humana; que se siente improvisado y premeditado, a la vez. Una conjunción de luces, sonidos y letras que no pueden retenerse en su totalidad (al menos en la primera reproducción), pero que de alguna manera u otra, calan inmediatamente. En época pandémica, y seguramente fuera de ella, las salas de cine se reivindican como el mejor sitio del mundo para disfrutar y entender esas composiciones que parecen llegadas de otro mundo: allí donde un sistema de sonido bien afinado puede descubrir todas las capas en las que estas van sedimentando; allí donde un primer plano bien tirado, no intimida, sino que crea una complicidad irrompible con el objeto de estudio. Andrew Dominik lo ha vuelto a hacer: de nuevo, su cámara no desnaturaliza, sino que atrapa brillantemente la esencia de criaturas infinitas. Así se obra el milagro: ante el privilegio de estar en compañía de Dios y del mismísimo Diablo, se aparta la vana tentación de la mitomanía, y se nos acerca al éxtasis de las verdades universales. (Víctor Esquirol Molinas – ElAntepenúltimoMohicano.com)