En Rabid Rose sufre un accidente y es internada en la Clínica Keloid, un centro especializado en cirugía estética, donde es sometida a unos tratamientos revolucionarios. Los resultados son fatales: la chica despierta con una fisura bajo su axila, de la cual emerge un apéndice fálico y experimentando una insoportable sed de sangre humana. Rose la saciará gracias a su nuevo miembro con el que penetra, para extraerles sangre, en los cuerpos de sus víctimas. Éstas, posteriormente, caen presas de una incontrolable rabia homicida que, poco a poco, se va extendiendo por la ciudad como una salvaje plaga de terror y violencia.

Mejor Guión y Mejores Efectos Especiales en el Festival de Cine Fantástico de Sitges 1977

  • IMDb Rating: 6,3
  • RottenTomatoes: 76%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Rabid es de las piezas de David Cronenberg que más evidencian el origen de su terrorífica nueva carne en una fascinación por los avances de la cirugía estética y una fobia a nuevas ETS como el sida, prejuiciosamente asociada aún a promiscuidad y heroína.

Las películas de infectados, de zombis y de pandemias siempre son representaciones simbólicas de fenómenos sociales, sean a escala comunitaria (e incluso global), o más micro, propias de los pequeños formatos de relación interpersonal. La «rabia» que inunda esta obra procede de diferentes frentes: del daño moral sufrido por la mujer que es herida por el hombre en quien confiaba, cobarde ante el compromiso y los cuidados mutuos que se esperan de la relación de pareja; también supura la traición de la metáfora del contagio provocado por el descuido ajeno (de nuevo reincidiendo en el egoísmo de él) y, finalmente, como sociedad, el perjuicio generalizado que implica la monetización de la salud y de la estética por encima de esta, a lo que el canadiense suma una denuncia adelantada a su tiempo en lo que respecta a derechos sexuales de la mujer y de las personas seropositivas.

Un motero al borde de la treintena observa preocupado a su hermosa novia. Ella, a lomos del vehículo, espera a que él se decida a montar y dirigir el rumbo de ambos. En su mirada se aprecia cierta melancolía, duda. Como en la de él, pero desde el agobio. Cuando por fin emprende el camino, su precipitarse por curvas y más curvas, a toda velocidad hacia el compromiso, se le presenta de forma física, tangible, inevitable, en medio de la carretera. Incapaz de frenar a tiempo ni esquivar la familia —literal y metafóricamente— él optará por una acrobacia tan espectacular como torpe, de la que saldrá con algunas fracturas leves, mientras ella quedará atrapada en la explosión devastadora e inminente en que él la abandona. La operación a la que será sometida va a convertirla en foco de inicio de una violentísima pandemia de connotaciones vampíricas y fálicas.

Desde el accidente, todo y todos parecen decidir por Rose. Es sometida a una cirugía experimental que en el primer minuto de metraje ya nos consta como dudosa, arriesgada y, sobre todo, jugosa en términos de lucro y rédito científico. Ella es una conejilla de indias y en un nivel metafórico, este verse sometida al bisturí que le injerta tejido extraño, esta manipulación de sus entrañas, puede sugerir un aborto coaccionado por el que desea librarse de la paternidad. Y eso también abraza una segunda lectura, reforzada por el ingreso en un centro de cirugía estética que aspira a ser franquicia, y la cantidad de pacientes de este tipo que defienden sus retoques, de calibre más social: los cánones presionan a esa belleza que entra en la mediana edad para mantener esa imagen. Es más: en un momento dado, un intervenido por estética se atreve a comparar sus secuelas quirúrgicas con las provocadas por el accidente de su interlocutor, en esa actitud tan odiosa del «sí, tío, te entiendo: mi problema es tan grave como el tuyo o más». El entorno decide, de nuevo, sobre su cuerpo, sin que ella tenga voz ni voto. Y encima se puede ver expuesta a abusos o agresiones sexuales mientras convalece inconsciente. «No sería la primera vez que ocurre», apunta una enfermera preocupada en cierta escena; el cuerpo —especialmente de la mujer— es contaminado, maltratado y monetizado. Del mismo modo que lo es la salud.

La evolución del empoderamiento de la protagonista es fascinante: se adueña de todos los espacios que, no es que reflejen los miedos a la violación que se nos inculcan dese la infancia, es que revierten el acto en todos esos lugares y actitudes.

El David Cronenberg que nos despierta al terror de la carne enferma está obsesionado con el cáncer, que es algo muy marciano: una mutación que puede sobrevenirle a cualquiera, en cualquier momento y a menudo sin razón aparente. Contemporáneo de una época de plena expansión del sida, nos alecciona en que a menudo los virus son portados por personas asintomáticas que, sin embargo, infectan a otras que sí contraen la enfermedad y sufren consecuencias mucho más graves (nos quiere sonar, ¿verdad?): he aquí la verdadera pandemia a la que esta Rabid representa. Hagamos un paréntesis aquí, ya no para reflexionar sobre la ominpresente covid-19 y qué actual puede resultarnos este filme en las circunstancias actuales: ¿cómo no va a haber pataletas en nuestro país sobre las mascarillas si se nos está informando que cada año se infectan de VIH más de 3.500 personas? Continuamente aparecen datos preocupantes en cuanto al ninguneo del preservativo (siendo especialmente grave la práctica del stealthing). Atentados como este contra la vulnerabilidad de la pareja, que puede ser infectada sin su conocimiento y/o consentimiento, son la principal fuente de rabia en la protagonista, Rose. Porque su novio la ha dejado vendida.

Hoy sabemos que hay una gran cantidad de ETS que afectan levemente —si lo hacen siquiera— al hombre, pero que una vez dentro de la mujer, desatan el caos (como el virus del papiloma que puede provocar cáncer de cuello de útero). Y sabemos que le puede pasar a cualquiera, por recatada y monógama que sea esa persona. Basta con un único contacto sin profilácticos con un infectado. Y Cronenberg va a señalar todo el desconocimiento de sus coetáneos al respecto. Si a todo el drama de Rose sumamos que el hombre que ama, el causante de sus daños irreparables, permanece a todas horas ilocalizable —lloroso y apesadumbrado, sí, pero lejos, inepto para proporcionar solaz o ayuda alguna para ella—. Cuando por fin da la cara, es para acusarla, proyectándole su propia culpa y cobardía. ¿Cómo no va a rabiar Rose?

El VIH, tradicionalmente, se ha asociado siempre a una aún muy mal vista promiscuidad, por eso no es de extrañar que el elemento de transmisión de la rabia sea claramente fálico, que esté relacionado con la penetración. No es casualidad que la sensual actriz protagonista, Marilyn Chambers, fuera un afamado icono del porno que desataba pasiones, y a quien cabe reconocerle una gran labor dramática que rara vez se espera de las y los de su gremio. En su día protagonizó la controvertida Behind the Green Door (Jim y Artie Mitchell, 1975), una turbia orgía sectaria en la que el culto hace lo que quiere con la protagonista —que ya es un paralelismo con su comienzo en Rabid— y a la que podría decirse que The Love Witch (Anna Biller, 2016) lanza algún guiño. Además, la herida original de la que nace el mal muestra un aspecto anal: la sodomía, asociada en el imaginario recatado casi únicamente a la homosexualidad, ilustra otro prejuicio social en torno a la culpabilización de la infección. Siguiendo con esa representación simbólica de las vías de contacto, la penetración es una punción que conecta con la adicción a aquellas drogas que impliquen intercambio de jeringuillas. Rose sufre, en un momento dado, unas convulsiones que son puro síndrome de abstinencia a la sangre, como podrían serlo a la heroína.

En la entrevista de este medio con Brandon Cronenberg, con respecto a Possessor (Brandon Cronenberg, 2020), nos decía entre risas que «el cuchillo no representa el pene que ella querría tener». No es difícil adjudicarle al hijo actitudes del padre cuando ambos se vuelcan en géneros tan retorcidos. Efectivamente, en este caso, la Rose hematófaga arrasa con todo lo que pilla penetrándolo. Sin que la violación haya sido propiamente sexual —pero sí una invasión en su organismo— ha sido utilizada, vilipendiada y abandonada. Así que, en lo metafórico, ahora está siendo ella quien se dedica a usar y tirar. Como simbolizando que es dueña de su sexualidad, ella vampiriza con tal enajenación y dominio que, al principio, parece inconsciente del destrozo que está dejando tras de sí. Una escena con víctima femenina en el jacuzzi intensifica esa carga sensual latente en los ataques. Refleja a una estereotipia del volverse depredadora sexual y femme fatale por despecho, por mal de amores.

La evolución gradual de su empoderamiento es fascinante, pues vemos a Rose adueñarse de todos los espacios que, no es que reflejen los miedos a la violación que se nos inculcan dese la infancia, es que revierten el acto en todos y cada uno de esos lugares y actitudes que las propias noticias, las estadísticas, nos desaconsejan a las mujeres. Es la comatosa la que penetrará al enfermero, no teme a la noche en el pajar, ni a deambular sola por la calle, seleccionando cuidadosamente las ropas que puedan tildarla como provocativa. Exhibirá sus pechos en cualquier momento, sin pudor ni complejo, segura de sí misma y de su efecto. Tejerá sus telas de araña, con carita de cordero degollado, haciendo autostop, sin temer a los rudos camioneros ni a ser la única mujer en un cine X lleno de salidos al acecho.

Aún hoy, nos relacionamos con prisas y a menudo, de malas maneras. Las rupturas de pareja, los malos rollos de una noche, la sensación de utilización, pueden dejar un poso que se va a trasladar a otras relaciones, consciente o inconscientemente: a menudo se paga el pato con quien menos tiene que ver. Se generan tensiones y furia que nos llevamos a otro lado. Los escenarios de catarsis del cabreo también están muy reflejados aquí. Hay espacios en que explotar es más fácil, porque en ellos percibimos menos empatía: en el trabajo, apiñados en el metro que nos lleva hasta allí; o en los centros comerciales, concurridísimos por Navidad (cómo le gusta a David Cronenberg mancharla de sangre: véase el artículo Psiquiatras de dudosa ética y directores alucinados). Metro, curro y grandes almacenes. Tres pilares del capitalismo que, tanto en esa pandemia ficticia de los setenta, como hoy, en la de la vida real, no cierran ni se descongestionan de gente, muera quien muera. Que no pare la rueda. Qué rabia. (María José Orellana Ríos – Cintilatio.com)