En The Thing Called Love James, Miranda, Kyle y Linda Lue son cuatro jóvenes que provienen de lugares muy distantes de los Estados Unidos. Todos ellos tienen el mismo sueño: hacerse un lugar en la meca de la música country, el Bluebird Café de Nashville. La experiencia les enseñará que el éxito es bastante imprevisible y que componer una buena canción puede ser tan difícil como aprender a moverse por los vericuetos del amor. Fue el último trabajo de River Phoenix antes de su muerte.

  • IMDb Rating: 6,4
  • RottenTomatoes: 67%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Hay un tipo de película que solo los norteamericanos saben hacer bien. No se trata de un género ni de un tema en particular. Es algo difícil de definir, un aire de familia que ciertas películas tienen. Son tiernas y sensibles, pero pudorosas y discretas; emotivas hasta el llanto y a la vez graciosas y ligeras; los conflictos de los personajes parecen simples y llanos, mientras tienen un dejo de profundidad nunca declamado; no tienen reparos en hacerse cargo de los códigos más antiguos del lenguaje cinematográfico, pero al mismo tiempo respiran libertad y parecen hechas desde la convicción, sin compromisos con nadie. La característica que mejor define este tipo de películas es la nobleza. No es que no se puedan hacer películas nobles fuera de los Estados Unidos, pero hay un tipo de nobleza que solo es norteamericana. Los demás podemos emularla y tal vez acercarnos a ella, pero hay un tono, una forma de configurar el mundo de ficción que solo puede lograrse en el cine norteamericano. The Thing Called Love es una de esas películas.

Sin embargo, una gran injusticia ronda la apreciación crítica sobre ella, una de las películas de Peter Bogdanovich menos reconocidas. Recaudó mucho menos de lo esperado, muy por debajo de su costo. Otra vez, como a mediados de los 70, Bogdanovich encadenaba tres fracasos comerciales seguidos, si sumamos los magros resultados de sus dos películas previas: Noises Off… y Texasville. Pero existe una gran diferencia. Los fracasos de Bogdanovich de principios de los 90 lo encontraban en su mejor momento creativo. Sus películas alcanzaban una madurez inédita y una comprensión del mundo y de las personas, sostenidas en un espíritu de ligereza y libertad. Pero al fracaso comercial, que en la cultura cinematográfica de Estados Unidos se paga con el deprecio o el olvido, se sumó la tragedia.

River Phoenix falleció el 31 de octubre de 1993, dos meses después del estreno. Su muerte tiñó todo juicio sobre la película y la relegó a un lugar maldito del que le ha costado salir. En enero de 1994, en una crítica bastante canalla, Roger Ebert escribía: “Uno va a ver la película póstuma de River Phoenix en un estado mental particular. (….) Y a uno le surgen pensamientos muy concretos: ¿Su actuación revelará señales del uso de drogas que terminó con su vida? ¿O esta actuación de despedida lo mostrará en la cima de su estilo? (…) Ante la primera escena en la que aparece Phoenix, resulta obvio que está en problemas. El resto de la película solo lo confirma, haciendo de The Thing Called Love una experiencia dolorosa para cualquiera que lo recuerde con buena salud. Se lo ve enfermo: flaco, pálido, apático. Su mirada se dirige casi siempre hacia el piso. Sus ojos no conectan con la cámara ni con los ojos de los demás actores. A veces cuesta entender lo que dice. Peor aún, no hay energía en sus diálogos, todo lo que dice no genera ninguna convicción. (…) El mundo se sorprendió cuando Phoenix murió por una sobredosis, pero no debieron sorprenderse las personas que trabajaron en esta película. (…) Tal vez nadie podría haber salvado a Phoenix. Pero su actuación en esta película debería haber sido vista por alguien como un grito de ayuda. (…) En el centro de la película hay un actor cuya mente y corazón están muy, muy lejos, y es como un agujero negro que consume luz y energía. Alguien que se está quedando vacío. A veces, incluso, hay escenas en las que se puede sentir a los otros actores escudriñando a Phoenix, o empujándolo, con sus tonos de voz, hacia un nivel de energía que él no puede igualar. Todo es muy triste.” ¿Hubiera dicho lo mismo Ebert de la actuación de River Phoenix si no hubiera muerto pocos meses después de haberla filmado? Estamos seguros de que no. Pero el problema mayor tal vez no sea que se ensañe con alguien que no puede defenderse. Ni siquiera que acuse veladamente de cómplices de su muerte a todos los que trabajaron en la película. Lo peor es que es mentira. La actuación de Phoenix es tan intensa, sutil y comprometida como todas las de su breve pero extraordinaria carrera. Es cierto que hay, en varias escenas, un costado oscuro y atormentado. ¿Pero no fue eso siempre parte de su estilo, algo verificable en películas tan disímiles como Explorers, My Own Private Idaho, Running on Empty o The Mosquito Coast? De hecho, podríamos decir que, si hay algo nuevo en la actuación de Phoenix en relación a su carrera previa, es una explosión vital y ligera, que aparece sobre todo en los momentos musicales.

De todos modos, Phoenix no es el principal personaje de la película; la gran protagonista es Samantha Mathis. De hecho, Bogdanovich ha contado que creía que Phoenix no iba a aceptar el papel, ya que a pesar de su juventud era una estrella reconocida, y estaba claro que el punto de vista de la película es el de ella. Pero Phoenix soñaba con cantar en una película y aquí tuvo la posibilidad. Mathis carga todo el peso del relato; su Miranda Presley, su inolvidable Miranda Presley, es la fuerza moral y energética de la historia. Y a partir de ese personaje -a partir de su construcción, su recorrido y sus acciones-, la película emerge como un delicado y disimulado manifiesto feminista. Es uno de los aspectos que más sorprenden en una revisión, porque parece haber sido ignorado tanto en el momento de su estreno como en posteriores relecturas. Es la historia de una mujer sola, que tiene un sueño y un deseo profundo y que está dispuesta a luchar para cumplirlo. Es también la historia de su amor por James, pero un amor que está siempre subordinado a sus propias convicciones. Ya en una de las primeras escenas, cuando se está acomodando en el hotel, un plano del interior de su valija nos da un indicio. Lo que vemos es un casete de Johnny Cash, otro de Elvis, un libro de poemas de Robert Graves, otro de Robert Frost, un ejemplar de Un cuarto propio, de Virginia Woolf y una revista Time con esta inscripción en la tapa: Dios y las mujeres. Cash y Presley son referentes musicales canónicos. El primero es tal vez el referente máximo de la música country, tópico fundamental del film; el segundo, más asociado al rock and roll, aunque nada ajeno a la gran tradición del country, va a ser una figura referenciada y reverenciada más adelante en la propia película. Frost y Graves, dos poetas especialmente preocupados por las rimas, anticipan el deseo de Miranda por escribir canciones que funcionen y emocionen. La tapa de Time es más enigmática y solo permitirá una interpretación posterior, en forma retrospectiva, cuando escuchemos la canción con la que Miranda finalmente logre hacer que todo se encamine según sus deseos. Respecto al libro de Woolf, un hito indiscutido del feminismo, no hay mucho más para comentar.

Pero el feminismo de la película no está anclado solamente en indicios y referencias. Luego de la escena en que son rechazados para la audición, Miranda lo encara y le reprocha haberla usado como excusa sin su permiso. Es fácil atribuir la actitud entre recia y dulcemente segura de Miranda con la tradición de las fuertes y decididas mujeres hawksianas, dada la devoción absoluta del director de The Thing Called Love por el director de Red River. Pero hay algo más: Bogdanovich se hace cargo de su tiempo y se atreve a presentar una mujer moderna y libre. Si lo hace sin maniqueísmos es porque su estilo nunca es subrayado. Si lo hace sin bajar línea y sin la necesidad de dar discursos políticamente correctos es porque sabe que lo importante es la verdad de los personajes y la emoción que estos pueden transmitir y no sus opiniones ni su ideología. Sin embargo, una fuerza feminista se va imponiendo. Unos minutos después, ya en la secuencia del baile, vuelve a encarar a James para exigirle que se haga cargo de lo que le pasa. Se lo dice con firmeza y valentía. Luego va a buscar a Kyle, porque Miranda (como la propia película) es noble y siente que, si vino a la fiesta con Kyle y se va a ir con James, le debe una explicación al primero. Kyle le pregunta si le está pidiendo permiso. Miranda le dice que no, sin disimular que se siente ofendida por la pregunta.

Bogdanovich es un director que pareciera no tener un estilo visual definido. Creemos que esta es una percepción errada. Hay recursos de estilo recurrentes en toda su filmografía, pero sus obsesiones formales se hacen invisibles en una mirada aparentemente desatenta, generando la falsa sensación de una transparencia convencional. En The Thing Called Love, Bogdanovich construye las mejores escenas del film recurriendo, según considere más adecuado, a los dos dispositivos formales más característicos de su obra: los planos secuencia y el montaje a través de miradas. Para lo primero, hay un buen ejemplo en la escena en la que Miranda le quita el maquillaje a Linda Lue y la amistad entre ambas mujeres parece empezar a fortalecerse. La correspondencia entre los movimientos de cámara (lentos, permanentes, pero casi imperceptibles) y los de los personajes es tan precisa, que uno tiene la extraña sensación de que no podría haberse filmado de otra forma. Sin embargo, sabemos que no es así. Bogdanovich decide no cortar y privilegiar la continuidad del diálogo sin interrupciones. Pero también decide empezar el plano permitiendo que se vea toda la habitación y terminarlo en un encuadre cerrado sobre las caras de ellas dos. Sin embargo, en otras circunstancias, optará por la fragmentación. Y también sentimos que es lo correcto e inevitable. En la maravillosa escena en la que los cuatro protagonistas hacen sus respectivas pruebas en el Bluebird Café. Son sesenta planos en tan solo cinco minutos, en los que entendemos muchas cosas e intuimos otras, aunque prácticamente no hay diálogo. Bogdanovich lo logra a través de las miradas cruzadas entre los distintos personajes y la elección adecuada del tamaño de plano para cada caso. Se aprecia una continuidad natural, en la que la comprensión del espacio es perfecta y quedan establecidas no solo las distancias entre los personajes sino los sentimientos que cada uno de ellos genera en los demás. Es curioso, porque cuando Bogdanovich opta por la fragmentación, la sensación que produce es de continuidad. En cambio, cuando opta por la continuidad del plano sin cortes, el recuerdo que nos queda es el de un montaje. (Hernán Schell y Juan Villegas – Fragmento de ‘Bogdanovich: Humor y melancolía’ / ASalaLlena.com)