En Vivre sa Vie, Nana es una joven veinteañera de provincias que abandona a su marido y a su hijo para intentar iniciar una carrera como actriz en París. Sin dinero, para financiar su nueva vida comienza a trabajar en una tienda de discos en la que no gana mucho dinero. Al no poder pagar el alquiler, su casera la echa de casa, motivo por el que Nana decide ejercer la prostitución.
Premio Especial del Jurado y Premio de la Crítica Pasinetti en el Festival de Venecia 1962
- IMDb Rating: 8,0
- RottenTomatoes: 90%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
A inicio de la década de los sesenta descendía en el planeta el número de espectadores que abandonaban las butacas de cine y poco a poco se iban acomodando en el sofá hogareño frente a la televisión. En consecuencia, los primeros fracasos comerciales de la Nouvelle Vague no eran hechos aislados, pero comenzaban a restar oxígeno al movimiento que había nacido en la cinefilia de la post-guerra. La ópera prima de Rohmer, Le Signe du Lion, fue un fracaso, lo que provocó que el director tardara varios años en volver a filmar otro largometraje. Mientras que los estrenos de directores ya fogueados como François Truffaut y Claude Chabrol, con Tirez sur le Pianiste, y Les Bonnes Femmes, respectivamente, corrían la misma suerte. Sí bien el vertiginoso ascenso de la Nouvelle Vague se da a finales de la década pasada, en las puertas de los sesenta empiezan las primeras críticas y resquebrajamientos del grupo. Así Michel Audiard sentenciaba en un mordaz artículo publicado en Arts: «La Nouvelle Vague está muerta. Y percibimos que es, en el fondo, mucho más «vaga» que «nueva». Dos años más tarde sus integrantes se distanciaban irremediablemente, a lo que Jean-Luc Godard le escribe a François Truffaut, cada vez más concentrado en su obra y más lejos de sus amigos de Cahiers du Cinéma: «Ya no nos vemos nunca, es ridículo. Cada uno en su planeta, ya no nos vemos en primer plano como antes, solo en plano general». Ese año Godard estrena Vivre sa Vie, donde incluye un travelling a una marquesina de Jules y Jim, obra con la cual Truffaut volvía a conquistar la taquilla, rindiendo así un simbólico homenaje, y un adiós, a su director y a Nouvelle Vague. La quebrada voz en off de una mujer acompaña esta imagen y comenta sobre lo complicado que se ha vuelto para ella ir al cine, palabras que resultan una metáfora de la naciente década.
Vivre sa Vie, el cuarto largometraje de Godard, tiene como protagonista a Nana, cuyo nombre está inspirado en la novela homónima de Zola, que describe a una hermosa joven de escaso talento escénico y pocos escrúpulos que pretende el ascenso social por medio de la prostitución. Pero la Nana de Godard es de signo contrario, aunque joven y de una belleza angelical, ella cae en el abismo de la prostitución en pos de su ideal de ser actriz. Nunca la vemos sobre las tablas, como lo hace bochornosamente la Nana de Zola. El ser «otra» es un sueño para una Nana que no puede escapar de su fatídico sino melodramático. Anna Karina da vida a una Nana tierna y melancólica, contradictoriamente humana, a ratos, inocente o manipuladora, responsable de sus actos o abandonada por completo a la espiral de la autodestrucción. Por su parte Godard, irremediablemente enamorado de su musa del momento, toma la cámara, la retrata, se aproxima, cruza la frontera de su intimidad, y le otorga el estatus privilegiado del primer plano a su rostro, que inunda la película. Sus sensuales labios exhalan humo de cigarrillo o lanzan besos al aire, sus ojos, transparentes como su ser, miran a la cámara para desafíar nuestra moral. Evidentemente, Godard es el pintor de «El retrato ovalado» de Poe. El director presta su voz en off para relatarle a la mismísima Anna Karina cómo queda absorto en su tarea de pintar a su amada mientras ella muere a su lado.
Nana llora, y es su primer plano más emblemático. En una desolada sala que exhibe La Passion de Jeanne D’arc, de Dreyer (1928), el primer plano de la triste Anna Karina es seguido en contraplano por el primer plano de la torturada Renée Falconetti, esa enorme cabeza descontextualizada que tanto intimidó a los espectadores en su época. Más de treinta años las separan, parece una enormidad de tiempo cinematográfico entre el silente y el sonoro. Sin embargo ambas comparten la trascendencia del dolor. Juana de Arco llora, espera resignada la muerte como liberación. Nana llora a una heroína que se pensaba destinada a un objetivo supremo. Nana llora su propia tragedia. Nana llora al cine que se muere.
Godard nos cuenta la tragedia de Nana de manera capitulada, por entregas como al mejor estilo del folletín decimonónico, aunque declare abiertamente su inspiración en la teatralidad y el distanciamiento de Brecht. Le asigna doce cuadros, como doce meses o un año de vida, que desarrolla en largos planos secuencia como hitos puntuales de la infortunada vida de la protagonista. Por un lado la cámara sigue cada paso de Anna Karina, mientras hace la calle o baila animadamente un swing. La cámara la persigue, la cela, la asfixia de amor. Por otra parte la cámara es testigo impasible de la decadencia de Nana, de la decadencia de una sociedad que se erige en torno al dinero y la compra de sexo, de la decadencia del mito del amor.
Sin quererlo, al acercarnos al fatídico episodio final, Nana filosofa en un café parisino sobre el fin del amor con Brice Parain. Aquí Godard hace que el filósofo obsesionado por el lenguaje se interprete a sí mismo, y en un juego dialéctico con Nana, ella le pregunta: «¿no debería ser el amor lo único verdadero?». A lo que Parain responde, con la pausada voz de la experiencia: «sí, pero haría falta que el amor fuese siempre verdadero… para saber lo que se ama se necesita madurez».
Jean-Luc Godard decía que «todo lo que necesitas para una película es una pistola y una chica». Y en Vivre sa Vie lo cumple cabalmente: inicia su historia con los primeros planos en penumbra de Anna Karina, y termina con ella acribillada a balazos a plena luz del día, en un plano general de una solitaria calle del extra-radio parisino como una mancha más del asfalto. Parece muy sencillo concluir una historia con un disparo, asesinar al objeto del deseo. Sin embargo, y pertinentemente en esta ocasión, hay que acotar una frase de Parain que mejor define su pensamiento: «las palabras son pistolas cargadas». Y ese es el secreto de Godard que perdura, todo el tiempo nos dispara, con cada movimiento, con cada plano, con cada encuadre. Siempre apasionado, siempre enamorado. (Paula Segovia – ElEspectadorImaginario.com)
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