En Armageddon Time Paul Graff lleva una infancia tranquila en los suburbios neoyorquinos. Junto a Johnny, un compañero de clase excluido por su color de piel, se dedican a hacer travesuras. Paul cree contar con la protección de su madre, presidenta de la asociación de madres y padres de alumnos, y de su abuelo, con el que mantiene una muy buena relación. Pero, tras un incidente, es enviado a una escuela privada, cuyo consejo de administración cuenta con el padre de Donald Trump como uno de sus miembros. El elitismo y el racismo sin complejos con el que se encuentra cambiarán drásticamente su mundo.

  • IMDb Rating: 6,8
  • RottenTomatoes: 75%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Entramos en Armageddon Time con la cabeza contaminada por las retrospectivas que estos últimos tiempos vienen escribiendo un puñado de grandes directores de cine. Paul Thomas Anderson y Licorice Pizza, Kenneth Branagh y Belfast, Richard Linklater y Apolo 10 ½… ¿También James Gray? Luego, durante casi dos horas, asistimos a un estudio de la memoria que sí funciona como (otro) pliegue sobre la formación de un cineasta pero que, a la vez, habla con una voz propia ineludible. Mejor apartar el reguero de cineastas nostálgicos, pues si bien James Gray ha firmado una película que gira la vista a un lugar y un tiempo pasados, la suya parece hablar desde un «yo» profundamente verdadero, un mundo dibujado de forma concreta y honesta.

La cartela inicial de Armageddon Time ya parte de un lugar del todo específico: la escuela pública número 173 del distrito de Queens, un colegio donde el método educativo es uno, y solo uno, aunque en las listas de alumnado suenen apellidos con procedencias de lo más variopinto. De ese marco concreto, opresivo, trata de escapar Paul Graff (Banks Repeta), pequeño aspirante a artista que tarda solo unos minutos de cinta en ganarse un castigo por dibujar una caricatura de un profesor cuya autoridad se sostiene a base de faroles y que, de por sí, es ya una parodia triste de lo que debería ser un educador. Graff se sale de su lugar; con ello se coloca a la altura de alguien que tampoco debería estar allí, el alumno repetidor de ascendencia afroamericana Johnny (Jaylin Webb). Aunque eso de las alturas resulta siempre relativo, pues sin razón aparente, todas las broncas por pillería de ambos las recibe únicamente Johnny, con Paul por testigo. Lo que debiera volverse la semilla de una amistad à la 400 golpes acaba por convertirse en un juego de equilibrios entre las fechorías que cada niño está dispuesto a admitir y la cantidad de culpa que cada cual, pero especialmente Paul, elige tomar para cubrir las espaldas del otro. El corazón de Armageddon Time late acorde a unos actos de fraternidad muy mal pagados, que resultan siempre en consecuencias dolorosas (¿será eso el altruismo?). La alternativa, claro, viene en forma de una indigestión bestial, que se rastrea y se modula con maestría a partir de los silencios de Paul, mareado ante la posibilidad de ser descubierto. Es el logro de una dirección atenta por parte de James Gray sobre el rostro de Banks Repeta que esas mordeduras de lengua se vivan como un proceso en ebullición poderosa, nada predecible.

Sin nada más que perder, Johnny se resignó hace tiempo a vivir y sufrir las inclemencias de una existencia descarrilada. Paul, en cambio, duerme bajo el abrazo de una familia que es el sueño americano cumplido: ascendencia ucraniana y judía, pero hogar estructurado (madre, padre y dos hijos), relativamente pudiente y políticamente comprometido. Con todo, si el sueño americano existe es para ser destripado. Les conocemos entre los comentarios afectuosos y las pullitas de una animada cena familiar, si bien la cosa acaba desmadrándose y convirtiéndose en un aparador de las peores flaquezas de cada une. Al cabo de unos minutos, Paul empieza a estirar los límites de sus parientes con la energía irracional y descontrolada del preadolescente medio; su hermano mayor (Ryan Sell) empieza a acosarlo y provoca el caos para contemplar sus efectos, y su madre y padre simplemente son incapaces de ejercer una autoridad sensata y amable. No falta afecto, pero es 1980. La Esther Graff a quien da vida Anne Hathaway nace calculada al milímetro para encarnar a una madre que se desborda en amor por su hijo, aunque sea incapaz de gestionar las necesidades y pulsos reales del niño. En su mutismo se gesta una madre distanciada y autoritaria. Tanto como el padre, ese hombre hecho a sí mismo que ojea siempre el periódico en las cenas y que solo está presente cuando su mujer le pide apoyo explícito. Si él puede despertar a los pequeños con canciones y chistes, puede asimismo protagonizar alguna de las escenas más terribles de violencia doméstica que recuerdo en el cine. Sobre la pantalla, los retratos de cada Graff se transmutan y cambian por minutos. Objetos de nuestra mirada, se advierten abiertos, concretos y reales: sujetos de un experimento para tantear las resistencias que activan nuestras posiciones políticas, sociales y afectivas para con gente que sí se siente real.

Al final, todes acabamos saliéndonos un poco de ese sitio nuestro. De hecho, en Armageddon Time el único retrato sin taras es el de Anthony Hopkins, el abuelo de la familia. Hopkins disfruta de un personaje netamente bueno, balanza perfecta para mostrar el camino y acompañar en él. No ofrece resistencias; al contrario, baila, tararea. Vive de forma tranquila, pero anda con paso atento. Porque Gray concibe al reparto con ánimo realista, prestando atención al detalle e incorporando sus contradicciones, como «gente de verdad», la instantánea de Hopkins podría parecernos simplista. Sin embargo, no atisbo una forma mejor de celebrar todo lo bueno que nuestros abuelos pueden habernos regalado de niñes que admitiéndolos en los terrenos desdibujados de la memoria infantil. El rostro de Hopkins nace de las formas borrosas del recuerdo, conectando al mismo tiempo a la familia con su legado y su historia. Desde la tranquilidad de quien ya ha vivido, de alguien que ha hecho las paces con su propio fondo, la figura del anciano nos invita a cuestionarnos como pueblo.

Si crecer es aprender a tomar partido, ello también se extiende más allá del lindar de nuestra casa. Juguetón, Gray pone a su niño protagonista en contacto con los polos opuestos en el espectro social americano: por un lado Johnny, por el otro les mismísimes Mary y Fred Trump, líderes de una escuela privada. Jessica Chastain y John Diehl juegan a vestirse de la estirpe mientras recitan discursos tan bien sonantes como envenenados al alumnado. Pero Paul no les presta atención, está ocupado charlando con un compañero. Para él, les grandes villanes de América significan… La nada absoluta. Su lugar, lo sabemos, está en otra parte. Paul deberá encontrar ese lugar, moldearlo para que sirva también de casa para otra gente. El cine puede ayudarnos en esta tarea sencilla, que tardamos una vida en aprender. (Mariona Borrull Zapata – ElAntepenúltimoMohicano.com)