En Climax, veinte jóvenes bailarines de danza urbana que se habían reunido para unas jornadas de tres días de ensayos en un internado en desuso situado en el corazón de un bosque, hacen su último baile común y luego festejan una última fiesta de celebración alrededor de una gran fuente de sangría. Pronto, la atmósfera se vuelve eléctrica y una extraña locura los atrapará toda la noche. Les parece obvio que han sido drogados, pero no saben por quién o por qué.

Ganadora Quincena de Realizadores en el Festival de Cine de Cannes 2018
Mejor Película en el Festival de Sitges 2018

  • IMDb Rating: 7,6
  • RottenTomatoes: 86%

Película (La copia viene con subs en español)

 

Gaspar Noé está en un punto de su carrera en el que todo lo bueno que podamos decir de su cine es, invariablemente, también todo lo malo. O al menos, una cosa lleva a la otra sin remisión: compone imágenes que se graban a fuego en las retinas, pero a costa de extirparles toda profundidad o coherencia; arriesga con largos planos secuencia, encuadres fijos exasperantes (cómo olvidar, en términos bien distintos a los de Clímax, la escena más repulsiva y memorable de ‘Irreversible’), que acaban pecando de gratuidad y cierta tendencia a la repetición. Y aborda temas conflictivos sin miedo a mostrar sexo y violencia, pero en ocasiones parece que recurre a ello sin más ánimo que la provocación simplona.

En Climax (como en Love) estamos ya lejos de la caótica brutalidad, imprevisible y demencial, de sus primeras películas, como el soberbio mediometraje Carne o la abismal radiografía de una mente enferma Seul Contre Tous. Aquí hay sexo y violencia, por supuesto que sí, pero por primera vez vemos a un Noé intentando enhebrar una cautionary tale, una historia con moraleja. Niños, no os droguéis, que se acaba mal.

La excusa de partida de Climax, que Noé afirma que está basada en hechos reales, muestra a un grupo de bailarines jóvenes y talentosos que se reunen en una sala aislada para celebrar su éxito. Pero alguien echa LSD en el ponche, y tras unos instantes de hedonismo salvaje, comienza el mal viaje. Alucinaciones, enfrentamientos, sentimientos prohibidos que salen a la superficie. El trip acaba convirtiéndose en un auténtico infierno, y no habrá esperanza ni para los virtuosos ni para los pecadores.

Como exhibición de músculo visual, casi como un vídeo promocional del talento de Noé como planificador y montador, Clímax es, obviamente, soberbia. Quizás no tanto en los momentos más estridentes -que ya hemos visto a Noé destrozar anímicamente a sus actores con planos interminables-, sino en pequeños detalles subversivos a la hora de contar la historia. Los créditos finales al principio, las cintas con pruebas iniciales que humanizan con rápidos plumazos a los personajes…

Noé brilla más cuando retuerce los límites de lo convencional. Cuando se vuelve loco, impacta pero no sorprende: es cierto que la transformación de una sala de fiestas en una olla a presión de neón y luz negra revuelve las tripas, y que la labor de dirección de los actores (todos están estupendos, pero brilla con una personalidad especial, agresiva, volátil y frágil a la vez Sofia Boutella) es extraordinaria. Pero no deja de ser exhibicionismo y bailes, muchos bailes que, si el espectador no está en la sintonía de Noé y los suyos, acabarán haciendo que la película converga a una versión no-tan-graciosa de Peeno Noir.

Como siempre sucede con Noé, la película tendrá tantos detractores como devotos, y ambos tendrán su parte de razón: Climax es superficial, fulminante, repulsiva y chillona, todo juega en favor y en contra del film, de la estética a los chirriantes giros de guión de telenovela. Por mi parte, puede que me haga mayor y no esté para demasiadas leccioncitas de moral, pero las historias de «vigila tu vaso, no te vayan a echar algo en el cubalibre» hace tiempo que dejaron de conmoverme. (John Tones – Espinof.com)

Hay cineastas que camuflan sus claves de forma caprichosa: una placa colocada sobre la fachada de un edificio introducía el nombre del místico y maestro espiritual George Gurdjieff en el imaginario de Inferno (1980) de Dario Argento, proyectando, de manera retroactiva, una reveladora luz sobre su anterior película: Suspiria (1977), pesadilla expresionista a todo color donde una academia de danza servía de Venus Atrapamoscas (o Atrapavírgenes) para un cónclave de brujas que bien podrían ser las coreógrafas de una respuesta perversa a las danzas sagradas de Gurdjieff, cuyos movimientos estaban meticulosamente calculados para abrir la puerta al otro lado y permitir el acceso del cuerpo danzante a un orden superior.

En Clímax, Gaspar Noé decide aplicar al camuflaje de sus claves la estrategia del Edgar Allan Poe de La carta robada: dejarlas, desde el principio, a la vista de todos para que el buen entendedor pueda sumar dos y dos. Los bailarines callejeros que conforman el reparto de Climax son entrevistados en un monitor enmarcado por un abigarrado conjunto de libros y películas. En sus lomos, algunos nombres quizá inevitables: Lang, Murnau, Cioran, Kafka, Bataille, Possession de Andrzej Zulawski, Saló de Pasolini, Querelle de Fassbinder y, cómo no, Suspiria. ¿Está Noé intentando enmendarle la plana a Guadagnino antes de saber lo que el italiano ha hecho con la obra de Argento?

Basándose, supuestamente, en un caso real acaecido en los noventa –y que parece mantener una cierta analogía con las leyendas negras en torno al aliño de rave parties con estramonio-, Gaspar Noé plantea un radical filme-danza bombardeado por violentas transgresiones gráficas: los créditos finales desfilan al principio de Climax, los seductores títulos de crédito parten el metraje en dos y unos rótulos entre lo godardiano y lo publicitario puntúan el recorrido con las cargas de pretensión nihilista que son marca de la casa. Y, entre impacto e impacto, los cuerpos bailan en virtuosos planos secuencia que permiten a la cámara desafiar la ley de la gravedad y recorrer viciosamente las pieles sudorosas al borde del éxtasis. Una sangría con aditamento lisérgico convertirá la fiesta en danza macabra en un crescendo arrebatado que casi culmina en cine puramente abstracto. Noé no es un maestro de la sutileza, pero es un fanático creyente en la forma como construcción de sentido y aquí ha logrado una obra única, una película-trance que intenta liberarse espasmódicamente de toda narrativa. (Jordi Costa – Diario El País)