Ladri di Biciclette transcurre en la Roma de la posguerra. Antonio, un obrero en paro, consigue un sencillo trabajo pegando carteles a condición de que posea una bicicleta. De ese modo, a duras penas consigue comprarse una, pero en su primer día de trabajo se la roban. Es así como comienza toda la aventura de Antonio junto con su hijo Bruno por recuperar su bicicleta mientras su esposa María espera en casa junto con su otro hijo.

Premio Especial a Mejor Película Extranjera (Premios Oscars 1949)

Mejor Película Extranjera (Premios Globo de Oro 1949)

Mejor Película (Premios BAFTA 1949)

Mejor Película y Mejor Director (National Board of Review 1949)

Mejor Película Extranjera (Círculo de Críticos de Nueva York 1949)

Premio Especial del Jurado (Festival de Locarno 1949)

  • IMDB Rating: 8,3
  • Rottentomatoes: 98%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Una multitud de hombres montados en sus bicicletas buscan sobrevivir en una Roma que apenas ha salido de los horrores de la guerra. Buscan ejercer cualquier empleo eventual que les permita llevar el pan del día a sus familias. Hace mucho que las posesiones de valor han sido vendidas (lo último: los juegos de sábanas de buen algodón o lino, pero la oferta es mucha y el mercado está empobrecido).

En medio de todos ellos aparecen Antonio Ricci —soñador, un poco indolente y muy poco hábil para el negocio— y su hijo Bruno. Después de un último sacrificio, han conseguido comprar una bicicleta, verdadero artículo de lujo y herramienta indispensable de trabajo: montados en ella, padre e hijo pegan carteles por la ciudad. Después de fijar el bello rostro de Rita Hayworth (Gilda) en un muro romano, en un instante de descuido la bici desaparece… Así empieza una de las obras maestras del cine europeo de todos los tiempos, dirigida por el italiano Vittorio De Sica en 1948.

Ladri di Biciclette consigue transformar una premisa muy simple —la odisea de un padre y su vástago en busca del vehículo robado— en un eficaz fresco de la devastada Italia de la posguerra y, como mandan los cánones de la buena narrativa, utiliza ese universo particular para transformarlo en un gran retrato universal de la vida en tiempos difíciles (que son todos los tiempos, como decía Borges).

Como generalmente ocurre en la historia del cine, la creación de una obra maestra es resultado de una combinación de aciertos, buena suerte y dos o tres milagros. Entre los primeros podemos citar la elección de actores no profesionales, realizada por el director con tan buen ojo que muchos de los primeros espectadores del filme creyeron que se trataba de un documental. La leyenda establece que para los papeles protagónicos, De Sica escogió a Lamberto Maggiorani —un obrero que acompañaba a su hijo a la audición para el rol del joven Bruno— por su forma de caminar, y para este último papel, a Enzo Staiola, un niño que simplemente observaba la filmación de una escena en la calle.

Otro acierto del realizador es su maravillosa sensibilidad a las atmósferas, misma que le permitió escoger las mejores locaciones en una Roma semidestruida; a este respecto, cabe recordar las escenas de una misa celebrada para las personas sin techo o la que retrata a un grupo de sacerdotes y monjas que buscan guarecerse de la lluvia, pero sobre todo las que nos muestran el viaje que los protagonistas deben realizar desde su hogar, en las afueras de la ciudad, al centro de la capital. La cámara simplemente parece estar allí como un testigo; nada parece artificial ni impostado. El cine se volvió más real que la realidad misma.

Así, ayudado por cámaras más ligeras y una película más sensible a la luz natural, Vittorio De Sica y su equipo recorrieron y filmaron una urbe en ruinas, escenario invaluable para la fábula que deseaban recrear. Con ello, y tal vez sin saberlo, pusieron los cimientos de un nuevo cine europeo independiente y fundaron una estética que aún ahora tiene adeptos y seguidores.

Por si lo anterior fuera poco, De Sica coloca sobre este terrible y magnífico telón de fondo una de las más entrañables relaciones padre/hijo que nos ha dado el cine. El director nos presenta esta historia con una mano bien asentada en sus poderosos recursos sentimentales, pero es su atención a los detalles de la vida cotidiana lo que brinda a este filme su capacidad para trascender épocas, modas y corrientes fílmicas. Cuando vemos a Bruno y Antonio compartir un humilde panino de mozzarella y un trago de vino después de una atroz jornada es imposible no simpatizar, no comprender, no sentir.

Ladri di Biciclette es también la expresión de un estilo particular de dirección que marcó toda una época: la preeminencia de tomas medias y abiertas, la prohibición de los close-ups (que eran considerados por los neorrealistas como manipuladores y falsos) y las secuencias largas. Esta manera de filmar concede a la cinta un realismo sin adorno ni artificio, al tiempo que establece una distancia ante los personajes. Esta separación o distancia objetiva, según André Bazin (el gran crítico y teórico francés de la nouvelle vague), le permite al cine desplegar su máximo poder, que es el de capturar todo el abanico de las experiencias y conductas humanas con la mayor autenticidad. Los movimientos de cámara son suaves pero continuos, y tanto la fotografía como la iluminación y la composición son cuidados al extremo: a diferencia de lo que muchos piensan, neorrealismo no equivale a improvisación.

Ladri di Biciclette casi siempre aparece en las listas de “las mejores películas de la historia” elaboradas con cierta frecuencia por críticos y cineastas. Así, en 1952, a sólo cuatro años de su estreno, una encuesta organizada por la revista inglesa Sight & Sound la colocó, sin más, como “el mejor filme de todos los tiempos”. A partir de allí siempre se ha mantenido dentro de este distinguido top ten, y en 2002, fecha del sondeo más reciente efectuado por dicha publicación, ocupó el sexto lugar. Asimismo, la Academia estadounidense le otorgó un Oscar honorario en 1950, lo que habla del impacto que causó en el mundo del cine.

De esta manera, Ladri di Biciclette, a diferencia de buena parte de los melodramas del cine mexicano, no juzga, no proclama consignas morales, ni se dispersa en la exaltación de “lo italiano”. Aquí lo importante son las personas insignificantes, sus pequeños anhelos y sus míseras victorias ante la crudeza de un mundo que nunca perdona la debilidad. (Agustín Gendron – enfilme.com)