En Les Espions un psiquiatra acoge en su clínica a un agente secreto sin reparar en las nefastas consecuencias que ello va a ocasionarle.

  • IMDb Rating: 6,7
  • RottenTomatoes: 57%

Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

 

De entrada, y como no podía ser de otra manera, contemplar una película como Les Espions, rodada por Henri-George Clouzot en 1957, provoca un nada velado sentimiento de extrañeza. Su propia iconografía y el look que desprende desde sus primeros instantes en esa oscura y excepcional fotografía en blanco y negro de Christian Matras, se ve contrariado con la presencia de dos zooms que el cineasta dirigirá a un coche que se encuentra apostado de lo que muy pronto sabremos es la clínica del Dr. Malik -Gérard Séty-. Posteriormente, tan solo utilizará esta elección visual, para destacar a los espías que se sitúan en los tejados exteriores de las fincas colindantes a la misma-. Y es que -conviene señalarlo desde un principio-, Les Espions se erige, bajo mi vista, como una de las cimas del cine de Clouzot pese a su actual olvido, sabiendo mantener la esencia de su personalidad fílmica, esa casi descarnada misantropía que caracterizó sus mejores logros -el recuerdo de Le Corbeau (1943) deviene especialmente pertinente-, sin que el mantenimiento de esa mirada que bien podría aparentar proceder de uno de sus títulos de la década de los cuarenta, se instale en una producción apostada casi dos décadas después.

No importa. Desde esos primeros instantes, el realizador nos describirá a la perfección esa casi ruinosa clínica psiquiátrica regentada por el no menos arruinado Malik. La misma aparece con las paredes totalmente desconchadas. Su sueño adivina no pocos baches -el recorrido de una de las jóvenes asistentes lo delatará-, y en ella apenas se encontrarán dos pacientes, escaseando por ello el dinero, aspecto por el cual apenas encontrará fiadores en las tiendas de la localidad donde ésta se ubica. Será algo que le reprochará la veterana enfermera Madame Andrée (Gabrielle Dorzat), siempre gruñona, como extraída de la desoladora descripción que emana del interior de este recinto que prácticamente se ve condenado a la desaparición.

Sin embargo, de la noche a la mañana se producirá un aparente golpe de suerte para Malik, ya que en el bar que frecuenta se acercará hasta él un anónimo hombre que le propondrá esconder a un desconocido en su clínica, prometiéndole el pago de cinco millones de francos, de los cuales le abonará uno en señal. Este será el Coronel Howard (Paul Carpenter), agente de unos servicios secretos estadounidenses, quien solo le pedirá discreción absoluta, que su enviado no sea contemplado por nadie, advirtiéndole el hecho de que será acompañado de otras personas de dudosa procedencia, entre las que se encontrarán amigos y enemigos a partes iguales. Lo inesperado de la propuesta y la entrega en el momento de ese millón de francos, llevarán no sin reticencias al doctor a aceptar el encargo… Sin pensar que ello no será más que el inicio de una pesadilla de tintes kafkianos, en la que surgirán de la noche a la mañana una serie de personajes a cada cual más siniestro -especial mención a la inesperada presencia como enfermera -Connie Harper- de la británica Martita Hunt, en uno de los roles más adustos de su carrera-.

A partir de esa mañana, lo que ya de por sí era una instalación condenada a la ruina, vivirá en su interior un aire por completo malsano, en el que su propietario poco podrá hacer para establecer el orden. En ella incluso una de sus dos pacientes -la joven Lucie (Vera Clouzot), que se encontraba encerrada en una de sus habitaciones sin poder articular el habla-, estallará en la misma al percibir el caos que se ha adueñado de un recinto en el que pulularán personajes tan pintorescos y poco recomendables como Michael Kimisky (Peter Ustinov), un inesperado paciente de cleptomanía, o el supuesto profesor de inglés Sam Cooper (Sam Jaffe). Ni de estos ni de otros dos hombres que llegarán allí en calidad de ayudantes de manera forzada, se fiará en ningún momento Malik, quien nunca ocultará su arrepentimiento al haber aceptado la propuesta de un Howard que desaparecerá repentinamente.

Les Espions es un film insólito, incómodo, en el que cuesta encontrar asideros de cara al espectador -y quizá por ello hoy día se encuentre injustamente olvidado-. No es fácil poder penetrar en la entraña de esa desoladora mirada sobre la condición humana que nuevamente nos ofrece Clouzot, evocando la esencia de su cine, dentro de una base argumental que enfrenta el mundo occidental y el soviético, a través de una sencilla trama que se centra en la búsqueda y captura de un brillante físico que, a pesar suyo y de casualidad, ha encontrado con la fórmula para lograr una bomba de enorme alcance y simple fabricación. Sin embargo, no es eso lo que más interesa a nuestro cineasta, quien se sirve de dicha premisa argumental para mostrar una vez más esa mirada absolutamente desesperanzada en torno a un mundo en el que no parece haber lugar para la esperanza. Una colectividad en la que unos se espían a otros: esas miradas de la camarera cuando se entrega el millón de francos por parte de Howard a Malik, la casi insultante vigilancia a la que es sometido éste cuando realiza una llamada en la cabina que se encuentra dentro del bar, la acumulación casi cómica de espías en los tejados de las fincas colindantes a su desvencijada clínica. Un contexto en el que prácticamente nadie puede fiarse de nadie ¡donde un taxi traslada en plena noche a la clínica a un personaje inexistente!, dominado por los encuadres opresivos, el predominio de secuencias nocturnas y de interiores, y en el que ese ser que se esconde en una de las habitaciones suplantando una identidad que en realidad no le corresponde, aparecerá como el enemigo a combatir, por más que sepa defenderse, e incluso provoque con su respuesta la muerte -en off; uno de los instantes más valiosos de Les Espions-, de uno de los vigilantes que se han aportado a la clínica.

Está presente en todo momento en el film de Clouzot una extraña y desazonadora sensación de desesperanza. Como si no hubiera margen para la escapatoria a modo de metáfora sobre un cineasta que en su momento fue acusado de colaboracionista llegada la liberación francesa tras la II Guerra Mundial, y que dedicó la mayor parte de su carrera a ofrecer relatos dominados por ese sentimiento de remordimiento, aunados por una impronta física personalísima, y un estudio de caracteres de penetrante psicología, que en su conjunción legaron una serie de títulos compactos, valiosos y, ante todo, de los más singulares, no solo de la cinematografía francesa, sino me atrevería a afirmar que del conjunto del cine europeo de su tiempo.

Al mismo tiempo, esa capacidad de experimentación -no olvidemos que su trabajo previo sería el insólito documental Le Mystère Picasso (1956)-, combinado con los turbios rasgos de estilo que en esencia marcaron su cine, tienen en esta película, desmarcada dentro de la producción de aquellos años, una de sus propuestas más arriesgadas, e incluso me atrevería a señalar que incómodas de ver, como si por momentos asistiéramos ante una versión absolutamente siniestra de la capriana Arsenic and old lace (Arsénico por compasión, 1944).

Por si todo esto fuera poco, Les Espions alcanza su clímax en su tramo final, a partir del encuentro -mediante el pago de ese millón de francos a la siniestra Cinnie- de Malik de ese Coronel Howard que se encuentra confinado en la siniestra cuarta planta de un hostal que dispone sus fantasmales habitaciones separadas por desgastadas sábanas -la imagen brinda una textura casi aterradora-. Allí se encontrará este a punto de morir suicidado por un veneno, dado el temor acrecentado de ser capturado y torturado para revelar la identidad y el lugar donde se encuentra el físico Vogel (O. E. Hasse) que todos buscan. Será la misión a la que se encomendará, en esta ocasión sin ningún temor, ese doctor que inicialmente había exteriorizado sus constantes reticencias. Y para ello tomará un tren que le llevará hasta el científico, en unas secuencias donde la utilización física que se ofrecerá de los pasillos de los vagones nos transmitirá una angustiosa sensación opresiva -pocas veces ese rasgo se ha logrado con tanta efectividad y verosimilitud en la pantalla-, unido al hecho de encontrarse presentes en el vehículo tanto Cooper como Kiminsky.

En su encuentro con el físico, éste confesará al psiquiatra su amargura por el mero hecho de que la casualidad marcara en su mente la creación de esa bomba, y su deseo irrealizable de que esa creación que ambos bandos desean alcanzar, pueda borrarse de su mente. Será la crónica de una muerte anunciada, pero no por ello la vida de Malik volverá a la normalidad. Su retorno a la clínica, ya con todos sus provisionales moradores alejados de la misma le llevará a una última alegría, comprobar cómo Lucie recupera el habla, mostrándose dispuesta a testificar ante la policía sobre el drama vivido. Sin embargo, sus palabras inofensivas seguirán estando registradas bajo la vigilancia que se mantiene en el recinto. Un sonido de teléfono persistente, indica que su salvación no es posible. Aterradora conclusión para una auténtica e ignorada joya del cine francés, coherente con la obra de su realizador, y al mismo tiempo insólita por aparecer totalmente desplazada de la producción de su tiempo. Un tiempo que, esta vez sí, le ha dado de lleno la razón. (Juan Carlos Vizcaíno – JóvenesRealizadores.com)