Miller’s Crossing sucede en 1929. Entre dos amigos surge una gran rivalidad a causa del amor de una mujer. Leo, un gángster que domina la ciudad, y Tom, su lugarteniente, se enfrentan en una guerra abierta que desencadenará traiciones, conflictos políticos, corruptelas y escisiones internas.

 Mejor Drector en el Festival de San Sebastián 1990

  • IMDb Rating: 7,7
  • RottenTomatoes: 93%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Si amas el cine, entonces es sencillo asumir que también amas a los hermanos Coen. Al igual que el parlanchín Quentin Tarantino, que irrumpió en la escena del cine de autor americano unos años después del éxito de los Coen con Arizona Baby, estos hermanos nativos de Minnesota pasaron su adolescencia como si fueran dos esponjas ansiosas de empaparse y absorber cine. Parecían apurar hasta la última gota de la historia del cine (tanto lo bueno como lo malo) como dos mitades de una misma mente sedienta y enciclopédica. Durante su asociación como directores, que lleva existiendo desde hace cuatro décadas, Joel y Ethan han hecho de todo, desde comedias de chiflados, pasando por neo-novelas, musicales, historias de Horatio Alger, sátiras sociales, westerns de la vieja escuela y westerns de la nueva escuela. Es casi como si vivieran con un miedo salvaje a ser etiquetados o encasillados. Algunos de estos experimentos de género han funcionado mejor que otros (lo sentimos mucho por Ladykillers), pero cuando se trata de elegir cuál de sus películas es su mayor logro, todos parecen tener claras sus elegidas. Aquí está la mía: sin duda alguna, es Miller’s Crossing.

Miller’s Crossing fue estrenada en 1990, y es probablemente la obra maestra menos célebre de los Coen. La única película entre lo mejor de su catálogo que no recibe suficiente amor. No estoy seguro de saber por qué, pero si tuviera que aventurarme a adivinar, diría que es probablemente porque su argumento es demasiado denso y bizantino, su juego entre tipos duros y una mujer que juega a dos bandas es demasiado rápido como para seguirlo, y las interpretaciones son demasiado complejas y sutiles como para ser degustadas completamente hasta que las has visto tres o cuatro veces. En realidad, no puedo pensar en otra película de un estudio importante de Hollywood en los últimos 30 años que exija más a su público, pero que los recompense posteriormente con creces por

Miller’s Crossing fue el tercer largometraje de Joel y Ethan Coen, tras su debut en 1984 con Blood Simple, y a hipercafeinada Arizona Baby, de 1987. Esta última, financiada por la 20th Century Fox (un improbable mecenas para su estilo desenfadado de aquel entonces), había sido un éxito de taquilla sorprendente gracias a los brillantes trabajos de Nicolas Cage y Holly Hunter, un ritmo implacable y vertiginoso que parecía un corto de Buster Keaton a doble velocidad, y el atrevido trabajo de cámara de Barry Sonnenfeld, que dejaba claro que estábamos ante algo rompedor con la secuencia de créditos de preapertura de 15 minutos de la película. En ese momento, las críticas de Arizona Baby fueron excelsas, anunciando la llegada de una nueva voz al cine americano, no voces, porque siempre fue difícil decir dónde empezaba la de Joel y dónde terminaba la de Ethan. Con una recaudación de 22 millones de dólares, con un presupuesto de sólo 6 millones, en la Fox estabn felices de sacar su chequera para su próxima película.

¿Pero cuál sería la próxima película? Los Coen no estaban exactamente seguros. Sin embargo, sí sabían que querían que fuera diferente… más grande… más ambiciosa. Ni Joel ni Ethan tenían en mente una historia completa, pero ambos se obsesionaron con una sola imagen que parecía perseguirlos como un sueño: un sombrero fedora negro soplado por el viento como un arbusto seco rodante a través de un bosque desierto alfombrado con hojas otoñales. ¿Pero a quién pertenecía el sombrero? ¿Qué hacía allí? ¿Cuál era el resto de la historia? Esas preguntas torturarían a los Coen durante meses mientras luchaban con el bloqueo del guionista a pesar de tener carta blanca de Fox.

Al no dar con una idea clara en poco tiempo, los Coen dejaron de lado esa imagen etérea e indeleble y se lanzaron de cabeza a otro proyecto (que, irónicamente, va sobre un guionista que sufre un agudo bloqueo mental) llamado Barton Fink. Sacaron adelante ese guión en tres meses y volvieron a la idea del sombrero decididos a completar una historia convincente. En ese momento, lo llamaban The Big Head. Siguiendo el modelo de las novelas policíacas de Dashiell Hammett, las películas de gángsters de la Warner Bros. de los años 30, y Le Doulos, el clásico policíaco francés de Jean-Pierre Melville, los Coen pronto tuvieron un guión terminado. Lo llamaron Miller’s Crossing, título inspirado en el etéreo escenario boscoso donde ese fedora negro daba vueltas en sus cerebros durante lo que pareció una eternidad.

La trama de Miller’s Crossing ocuparía más espacio del que tengo aquí para explicar. Pero si has visto Yojimbo, de Akira Kurosawa, o A Fistfull of Dollars, la copia occidental en forma de spaghetti western dirigida por Sergio Leone, entonces ya conoces la estructura argumental. En una ciudad norteña sin nombre (la película fue rodada en Nueva Orleans), dos jefes rivales del crimen organizado luchan por la supermacía mafiosa durante la Ley Seca. El líder de facto es Leo O’Bannon (Albert Finney), un irlandés-estadounidense muy carismático que tiene a la policía y a los políticos de la ciudad en su bolsillo. El aspirante ambicioso y hambriento de poder es Johnny Caspar (Jon Polito), un italiano-americano sudoroso de poca monta que habla mucho de «ética», pero que se apresura a atacar con sus matones a cualquiera que se interponga en su camino. Entre ellos, y jugando a dos bandas, está Tom Reagan (Gabriel Byrne), el melancólico y astuto consigliere de Leo que sabe el resultado de cada decisión bastante antes de que ocurra. También está la chica de Leo, Verna (Marcia Gay Harden), que también es la chica de Tom, y su escurridizo y traicionero hermano Bernie Bernbaum (John Turturro). Todo esto suena mucho más sencillo de lo que realmente es.

Los hermanos Coen siempre han sido famosos por crear una y otra vez historias contando con un grupo estelar de actores para interpretar los personajes de sus películas. Pero es con Miller’s Crossing cuando realmente comienza esa tradición, especialmente con Turturro, Polito, y un par de actores con papeles más pequeños en la película, Steve Buscemi y Frances McDormand. Es casi como si todos en el reparto de Miller’s Crossing fueran tan brillantes que el constante desafío de dar con el reparto perfecto para hacer una película se hubiera resuelto para las tres décadas siguientes. En cuanto a Finney, sólo firmó para hacer la película dos días antes de que comenzara el rodaje, después de que la primera elección de los Coen para interpretar a Leo, Trey Wilson, que había trabajado en Arizona Baby, muriera de una hemorragia cerebral.

La escena inicial de la película está tan directamente tomada de The Godfather de Francis Ford Coppola que va más allá de un homenaje para convertirse en un robo. Un inmigrante visita a un jefe de la mafia, sombrero en mano, pidiendo un favor. Pero antes de que puedas presentar cargos de plagio, los Coen atacan con la ahora icónica imagen de la película al aparecer los créditos de apertura, ese sombrero negro que es soplado por el viento como una ominosa ensoñación que escapa al alcance del soñador. La música original de Carter Burwell convierte la imagen en pura poesía sin diluir. Existe una razón evidente por la que el mismo tema se volvió a utilizar para vender el tráiler de The Shawshank Redemption cuatro años más tarde.

¿Pero qué hace que Miller’s Crossing sea mejor que Fargo, The Big Lebowski, No Country for old Men o Inside Llewyn Davis? Por supuesto, todas es subjetivo. Pero no puedo pensar en otra película de los hermanos Coen con tanta ambición. Se atreve a convertir un par de géneros tradicionalmente racionalizados (el cine negro y el de gánsters) en algo tan enrevesado que roza lo barroco. No es una película en la que los personajes se traicionan entre sí, si no que lo hacen por triplicado o cuadruplicado hasta que te empieza a doler la cabeza. Aplastando la pirotecnia visual de Arizona Baby, Sonnenfeld le da a la película una paleta cromática digna del cine del período sepia casi majestuosa. Su técnica en la secuencia más importante de la película, donde Leo desata la justicia a tiros sobre un par de asesinos enviados a matarlo mientras está en casa en la cama vestido con su bata de seda escuchando «Danny Boy» en el fonógrafo, es el mejor montaje de Brian De Palma que De Palma nunca dirigió. Casi todos los actores de la película ofrecen la mejor interpretación de su carrera en Miller’s Crossing, especialmente Turturro, Polito y Harden, cuyo incestuoso «giro enfermizo» con Verna alcanza el tipo de fatalismo feroz y despiadado que habría dejado a Gloria Grahame, Barbara Stanwyck y Lauren Bacall sin trabajo si la película se hubiera hecho en los años 40.

Y luego, por supuesto, está Tom (Byrne), un personaje tan envenanado y autodestructivo que no habíamos visto algo así desde que Borgart hizo de Rick Blaine. No es sólo el lírico acento irlandés de Byrne (una decisión para su personaje que tuvo que vender a los Coen, que querían que hablara con acento americano), es el afilado instinto maquiavélico que aporta a cada momento decisivo de la trama. Tom mide constantemente las motivaciones de los demás personajes en la pantalla, averiguando no sólo lo que quieren de él, sino también cómo planean conseguirlo (que suele ser siempre algo violento). Su sombrero, aquí está ese sombrero de nuevo, es su identidad y la fuente de su poder. Como Indiana Jones, cuando lo lleva puesto, está al mando, el hombre que ve todos los ángulos (excepto los más curvos). Cuando no lo lleva, lo más probable es que le saque los mocos a golpes un matón llamado Frankie o El Danés.

No es un eufemismo decir que cuando Miller’s Crossing llegó a los cines en el otoño de 1990, no era la película que los críticos esperaban de los hermanos enfant terrible del cine americano. Vieron el talento (¿cómo no iban a verlo?), pero no apreciaron la impecable complejidad del rompecabezas de la película, que de alguna manera todo encaja en su lugar. Tampoco ayudó que en un período de varias semanas, una avalancha de otras películas de gánsters llegara a los cines. El mercado estaba sobresaturado de balas, peleas y narices rotas. Miller’s Crossing no tenía la autenticidad y la espectacularidad de Goodfellas, de Martin Scorsese. No tenía el descarnado nihilismo urbano de The King of New York, de Abel Ferrara. No contaba con la misma indulgencia del método «mírame sin parar» que Sean Penn y Gary Oldman aportaron a State of Grace. Y ciertamente, no tenía ese poder que tiene lo que se espera con muchas ganas que sí tenía la tercera parte de The Godfather de Coppola. La oferta para los fans del género era tremenda. Y Miller’s Crossing estaba casi predestinada a ser la película de gánsters fuera del radar hecha por los tipos que acababan de convertir a Nicholas Cage en una caricatura del Correcaminos de acción en vivo. Que es lo mismo que decir que estaba condenada.

El presupuesto de la película ascendió a 14 millones de dólares que puso sobre la mesa la Fox, lo que suponía en ese momento, con diferencia, el mayor presupuesto de los Coen. Miller’s Crossing sólo recaudó 5 millones de dólares en la taquilla antes de acabar en las estanterías de los videoclubs. Por aquel entonces, Vincent Canby analizó la película en el New York Times, llamándola «ligera» y «sin mucho sentido». Más adelante, en la misma crítica, continuó con este cumplido al revés: «Los Coen, como estudiantes de historia del cine, podrían consolarse sabiendo que el público quedó igualmente desconcertado con The Big Sleep, de Howard Hawks«.

Para que conste, adoro The Big Sleep. Aún así, creo que Canby tenía algo de razón. A veces, las mejores películas, las que recordamos y volvemos a ver una y otra vez, las que no podemos quitarnos de la cabeza, como ese sueño del sombrero fedora soplado por el viento, sólo se pueden apreciar bien después de que ha pasado el tiempo. Son para ser disfrutadas del todo cuando nosotros hemos cambiado y hemos madurado, no para un momento determinado. Están ahí para ser redescubiertas, reevaluadas y resucitadas. Al menos, eso es lo que me gustaría pensar que sucederá algún día con Miller’s Crossing. (Chris Nashawaty – Esquire.com)