The Great Race

En The Great Race la fábrica automotriz Webber es contactada por el Gran Leslie, un prestigioso acróbata de principios del siglo XX, y le propone demostrar la superioridad de sus autos a través de una enorme carrera entre Nueva York y París. Preparado para sabotear sus planes está el Profesor Fate, que le tiene una enorme envidia por sus logros deportivos, y decide anotarse en la carrera.

  • IMDb Rating: 7,2
  • RottenTomatoes: 83%

Películas / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

El héroe americano, imperturbable, introducido en su inmaculada blancura, destructor de entuertos, amado por todas las mujeres del universo, pedante hasta la exasperación, engrandecido y creado por las reglas estandarizadas de Hollywood, interpretado en el filme por Tony Curtis, permanecerá sereno mientras pasteles de todas clases y colores son lanzados dentro de una de las más demenciales luchas pasteleras de la historia del cine.

Blake Edwards, destructor de los mitos cinematográficos, crítico de normas y convencionalismos, prepara la “destrucción” del héroe —en la secuencia citada— de una manera sencilla: Natalie Wood será quien consiga “mancharle” al incrustar una tarta en el rostro de Curtis. El héroe ha sido vencido. La mujer se ha convertido en diosa y el hombre ha quedado arrodillado a sus pies. El insufrible endiosado, conquistador sin amor, ha sido tocado por Cupido. Natalie ha inscrito en su próximo mundo al hombre y lo ha hecho suyo.

La mujer que en las películas anteriores de Edwards era un ser pasivo se convierte en The Great Race en un ser activo, que se mueve repleta de vitalidad al basar su actuación en un triunfo y unos derechos (significativa es la incidencia por parte del realizador en las mujeres luchando por su dignidad y alcanzar un puesto en la sociedad).

He ahí la evolución de Edwards. Al final del filme, como si quisiera cerrar su ciclo abierto de Clousseau, parece que nos volvemos a encontrar en el universo de Breakfast at Tiffany’s pero ahora sin la amargura que allí se mostraba. Un optimismo maravilloso surge de entre sus imágenes. Todo vuelve a sonreír: el amor en una mañana soleada y no en un día lluvioso, ha vuelto a triunfar en el cine de Edwards.

Una botella de champagne, en un increíble decorado de ambiente oriental (¿El hijo del caíd?), ha sido capaz de devolvernos al verdadero Edwards, un enamorado de los seres, de la vida. Por esa razón, al final, por amor alguien perderá una carrera. No se trata de un final gracioso. Es lo que Edwards siente. El amor es lo máximo que se puede alcanzar en este mundo; lo demás es accesorio. He ahí la razón del final de la película. La hermosa conversación entre Curtis-Wood mientras se acercan en el jinete (el coche blanco) del héroe al triunfo en Paris no es sino el resumen de la escena de las tartas. No se trata de algo fuera de la unidad argumental que es la película. Es la conclusión a la que se llega después de haber conocido los elementos puestos en juego.

The Great Race es una especie de homenaje a Around the World in Eighty Days. El comienzo es, sin embargo, demasiado “clousseauniano”. Los gags se repiten sin otra razón que la de estar allí como ocurre en sus dos anteriores filmes. Es la búsqueda de un efecto para llegar a una causa, que, además, ya es conocida. La risa antecede al chiste. Son la escena del torpedo, de la bomba, del submarino (como, además si los objetos se rebelaran contra el individuo). Momentos sin entidad, impersonales, vulgares incluso, a pesar que por momentos resplandezca el ingenio de Edwards (las estrellitas surgiendo de los labios de Curtis, el submarino de bolsillo).

La aparición de Natalie llena la pantalla. La coquetería en el comienzo de la carrera, la ingenuidad en el encuentro con Curtis, la rabia en el salón, la diabólica actitud en el tren, van modelando un extraordinario personaje femenino. De la mano de Natalie el filme se eleva.

Surgen así tres secuencias modélicas: la parodia del western (gestos, actitudes, movimientos de los personajes y un detalle sensacional: se para la pelea para que pase una mujer), la de la película de época (todo está ahí, desde The Prisoner of Zenda a Robin Hood —la planificación del duelo— con la corte de traidores y tiranos. Y la destrucción del mito: el gag del malo saltando por el balcón) y, en fin, el homenaje al cine mudo con la pelea de tartas.

Habría que hablar también de los múltiples chistes privados, de la inolvidable música de Mancini, de la interpretación de Jack Lemmon en su doble papel —enigmático profesor y afeminado señor de ese gran reino inolvidable de Carpantia—, pero con todo eso no se puede olvidar la dedicatoria del filme: a Laurel y Hardy. Si ellos vivieran estarían contentos porque el profesor y su ayudante son el reflejo de ellos mismos, resucitados para recuerdo de una época gloriosa donde el reír era algo sano.

El mismo equipo de Breakfast at Tiffany’s ha hecho posible The Great Race. Sobre una piel de tigre y bebiendo con champagne se perdía la última pareja de Edwards en The Pink Panther. Sobre otra piel y nuevamente bebiendo champagne se han vuelto a encontrar en The Great Race a través de una vuelta al mundo. El amor (como es natural) ha desembocado en París mientras que las burbujas de champagne vuelan hacia las alturas esperando descender en el mañana, o en el pasado mañana, en una próxima película.

Edwards se ha vuelto a encontrar. Bienvenido sea su mundo amoroso. (Adolfo Bellido – Encadenados.org)