En Walkabout, dos niños vagan por el desierto australiano, abandonados a su suerte, tras haberse suicidado su padre. Allí conocerán a un aborígen.

  • IMDb Rating: 7,6
  • RottenTomatoes: 84%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Comencé a hablar la semana pasada de ese cine australiano terrible que, en los años 70 y de la mano sobre todo de Peter Weir, no sólo reveló la existencia de esa isla al mundo de la ficción sino que vino a perturbar seriamente el concepto de «realidad» con sus fábulas sobre la relación entre civilización y regresión. Pues bien, media década antes de que Picnic at Hanging Rock (1976) y The Last Wave (1977) llamaran la atención cinéfila, un realizador inglés, previamente reputado como director de fotografía, marchó a Australia para filmar una película que en su día pasó bastante desapercibida y que ha ido adquiriendo poco a poco el estatus de film de culto.

Se trata de Walkabout, film en el que los inmensos y desolados interiores del continente australiano son ya protagonista omnipresente y donde unos niños anglosajones y muy civilizados se tropiezan con ese ignorado magma pre-civilizatorio anterior a la llegada de sus antepasados europeos, bajo los rasgos de un adolescente aborigen. Una película en la que ya están presentes el sentimiento de regresión de la civilización, el poder alucinatorio del paisaje australiano, el juego con la posibilidad de que estamos rodeados por dimensiones paralelas, normalmente cerradas, pero que con la sensibilidad especialmente alterada por la belleza (terrible) del paisaje, pueden mezclarse, por la presencia (como un reproche mudo, como una amenaza hostil) del aborigen. Walkabout es eso y muchas cosas más, no todas equilibradas y no todas conseguidas, pero por encima de todo es uno de los films más fascinantes, misteriosos y malsanos que dio esa época, los primeros años 70, en que, no sé por qué, el cine dio en todos los países un buen número de films poco comprendidos en su momento, reivindicados después en no mucha medida, y que, desde perspectivas argumentales y estéticas muy diferentes, cuestionan de modo irresistiblemente sugestivo el concepto de la realidad, de los elementos que hemos aceptado que nos convierten en seres humanos: es la impronta de títulos como los de Weir, como Footprints (1975, Luigi Bazzoni) o Phase IV (1974, Saul Bass).

Walkabout adapta una novela de un autor que no conozco, James Vance Marshall, y que creo que no está editada en España. Lo que cuenta la película es relativamente sencillo: dos hermanos, una jovencita y un pequeño, ambos en edad escolar, se pierden por el desierto australiano después de que su padre los haya llevado allí y, de modo inesperado, haya intentado asesinarlos a tiros, para suicidarse acto seguido. En su desorientación, se encuentran con un joven aborigen cuya indumentaria y pinturas indican que está pasando algún tipo de prueba guerrera. De hecho, el texto con el que se inicia la película ya había explicado que, a los 16 años, los aborígenes efectúan el llamado walkabout, un rito de acceso al estado viril en el que deben sobrevivir durante varios meses valiéndose por sí mismos en la soledad de la naturaleza.

Los dos hermanos se aferran al aborigen como única posibilidad de sobrevivir en tan hostil escenario. ¿Van a alguna parte de modo consciente? Es decir, ¿el joven aborigen comprende lo que los dos hermanos esperan de él y se esfuerza por devolverlos a la seguridad? Aunque, indudablemente, emplea sus habilidades para conseguir agua, comida y refugio en beneficio de los dos, es muy probable que no comprenda que aquellos, además, quieren que los ponga a salvo: en determinado momento, el aborigen se cruza con una mujer con vestido rosa, que lo saluda mecánicamente (está acostumbrada a ver indígenas, sabremos enseguida), cuya granja, nos muestra el movimiento de cámara, está a un paso del lugar donde se encuentran los dos hermanos, sin que el joven se esfuerce lo más mínimo en llevarlos a ella.

Pues uno de los temas de Walkabout, evidentemente, es el de la incomunicación. Entre seres pertenecientes a la misma civilización: las imágenes iniciales de la película muestran al padre como atrapado por la alienación de la vida en la gran ciudad, por donde pasea mecánicamente sin establecer comunicación con nadie y tampoco lo veremos después, en casa, hablando con su mujer o sus hijos: mira (¿ve?) y parece cada vez más ajeno a todo. Y por supuesto, entre quienes, pese a compartir un mismo espacio físico (blancos y aborígenes), nada tienen que ver en sus concepciones de la vida. La lengua del aborigen es un arcano para los niños, y al revés: el pequeño emprende el relato de una prolija historia para el aborigen, y el aborigen, más adelante, soltará un parlamento tan incomprensible para sus dos compañeros como el otro fue para él.

¿Qué cuenta, entonces, Walkabout? Un primer acercamiento a la película parece dejar claro que se trata de una especie de parábola antiburguesa que contrapone el mundo de la orgullosa civilización blanca, en el fondo indefensa cuando abandonamos la comodidad de sus aparentes (y, claro, alienantes) conquistas, con el del esplendor de la naturaleza, hermosa y terrible a la vez, pero pura como no puede ser aquélla. Es una pena que no posea ninguna información sobre la novela o sobre lo que interesó a Roeg de ella. Pero si Walkabout hubiera sido sólo esa parábola antiburguesa, a ratos obvia, a ratos también moralista (como en el final), seguramente hoy sería un film molestamente obsoleto. Por fortuna, es mucho, mucho más.

En primer lugar, contiene una memorable reflexión sobre el vacío existencial, dentro de la cual resulta imprescindible el prolijo arranque de la película, que muestra los actos cotidianos, rutinarios, aburridos, de ese hombre que después se comportará de modo tan aparentemente absurdo y de su familia. Si los niños se pasarán toda la película errando por el desierto, el padre no hace otra cosa, en ese inicio, que vagar de un lado a otro por la moderna ciudad, deteniéndose sólo para dejar que su mirada sea la que ahora divague por él, una mirada que parece, al mismo tiempo, hueca e intensamente reconcentrada en alguna honda reflexión interior. Inclusive, la presentación de la muchacha, en medio de un grupo de muchachas vestidas exactamente igual que ellas y realizando la misma acción, tiene como objeto crear la impresión de una vida joven pero ya sometida a ritos y actividades vacías, monocordes, dentro del rebaño común que se llama sociedad. En la casa, padre y madre no cruzan una palabra (a la madre ni siquiera la veremos relacionarse en absoluto con los otros tres, entregada a la escucha de su radio): no hay afectos, ni sentimientos. Cierto: es el viejo concepto antiburgués de la familia como instancia castradora del hombre, pero en este caso contribuye a la lenta elaboración de esa atmósfera de vacío y desapego en todos los sentidos, tanto físico como emocional.

Pues bien, construida sobre esa insondable sensación de vacío, de pérdida (de algo que no se sabe bien qué es), Walkabout ofrece una inolvidable fábula dirigida fundamentalmente a los sentidos, a través de la fuerza incomparable de unas imágenes construidas para embriagar literalmente al espectador. Fuerza que nace de una de las más turbadoras fusiones que el cine conoce entre la imagen (excepcional trabajo del propio Roeg, un genio en su primera especialidad, la fotografía, sobre esos escenarios que acaban pareciendo más preternaturales que naturales) y el sonido (la banda sonora de John Barry es, sin discusión, una de las obras culminantes de la música cinematográfica). Sobre ese excepcional trabajo visual y sonoro, Walkabout se convierte en un film-misterio en sí mismo, cuya cualidad evanescente radica, por un lado, en su polisemia, y, por otro, en su sugestiva indeterminación.

Dicho de otro modo, Walkabout es uno de estos films a los que le sienta mal querer agotarla mediante la dimensión interpretativa (otra cosa es que sea inevitable, en un grado u otro, intentar interpretar: pues ver es interpretar, sin que podamos evitarlo). Al lado de esa lectura antiburguesa, convive un cuestionamiento de la validez de lo que nos hace civilizados que, de la mano de sus jóvenes protagonistas, se emparenta con clásicos de la ambigüedad infantil como El señor de las moscas, la novela de William Golding, o el díptico formado por la novela Huracán en Jamaica, de Richard Hughes y su incomparable adaptación al cine, Viento en las velas (1965, Alexander Mackendrick). En este último sentido, es imprescindible el componente erótico que introducen la belleza de Jenny Agutter (magnífica y desaprovechada actriz, a todo esto) y la presencia del aborigen que, sin que ella lo sepa, está realizando el rito de acceso al estadio viril.

Hay que tener en cuenta la dificultad de traducción, en todos los sentidos, del término walkabout: «recorrido» en su sentido de indeterminación de rumbo, de merodeo. Los protagonistas, en efecto, caminan y caminan, recorren un espacio a lo largo de un tiempo consistente en varios días. Pero, realmente, ¿van a alguna parte? ¿Acaso no acaba convocándose la sensación de que todos han caído en un bucle sin fin, del que además ni quieren salir? En el curso de ese vagabundeo, llega a importar muy poco (al menos, en el sentido interior del relato, antes que en los deseos de los protagonistas) el rumbo, la dirección. Los personajes acaban moviéndose en círculos, pasando del desierto al bosque, del bosque al desierto, de la montaña al llano y del llano a la montaña, como si, en determinado momento, acabaran franqueando las barreras dimensionales que conforman la realidad, hasta crearse una realidad propia, solo para esos tres jóvenes cuyos rumbos se han cruzado como pudieron no haberlo hecho.

Los signos de esa realidad van sugiriéndose, revelándose, mucho antes de que haya empezado su periplo. Reconstrúyase, por ejemplo, la presentación inicial de los personajes. Mientras se suceden esas imágenes en las que los vemos en sus actos cotidianos, la banda sonora se ve inundada por un sonido monocorde y repetitivo, casi un zumbido preternatural que parece salir de las profundidades de la tierra inunda la banda sonora: ¿una llamada, un presagio? Después, cuando el padre lleva a sus hijos al desierto, Roeg ya inunda la escena de insertos de la peculiar fauna que inunda la naturaleza australiana: lagartos de puntas afiladas, puercoespines, escorpiones, que van creando la sensación de un mundo en el que la anomalía la constituyen los seres humanos. Un mundo presidido por la esfera solar, a la que Roeg también dedica innúmeros planos, por las mil texturas diferentes de las rocas, por los puntos de agua que van encontrando, y que incrementan en el film aquello que siempre sugiere el agua: lo primordial, el líquido amniótico donde todos los seres viven hasta abandonar la seguridad del seno materno, el elemento donde empezará la vida y en donde, puede (recuérdese La última ola), concluirá.

La banda sonora de John Barry —que incluye una canción interpretada por un coro «angélico» que inquieta tanto como inquietan otras canciones infantiles en clásicos de la subversión de la inocencia infantil (The Night of the Hunter, de Charles Laughton o The Innocents, de Jack Clayton) inunda esos paisajes como si naciera de esa combinación de arena, roca y cielo intensamente azul, como si fuera un himno de la naturaleza que incluso los protagonistas pudieran escuchar. Se construye, así, un espacio propio que colisiona, aquí y allá, con el mundo del que proceden los niños —los globos que escaparon de las manos unos científicos que aparecieron en el principio del film; la granja abandonada, plagada de fotografías en blanco y negra en la que aparece gente cuya antañona indumentaria se remonta a un tiempo insólitamente muy remoto—, que es un edén pero al mismo tiempo no lo es, porque sigue teniendo sus reglas, para las cuales los niños, sin el aborigen, estarían indefensos.  (LaManoDelExtranjero.com)