Dick Tracy es un policía valiente e incorruptible que está decidido a acabar con el crimen en la ciudad. Pero, para ello, deberá enfrentarse al gángster Big Boy Caprice y su banda. Su voluntad y determinación se tambalean cuando conoce a la seductora Suspiros Mahoney
- IMDb Rating: 6,1
- RottenTomaotes: 63%
Película / Subtítulo (Calidad 1080p)
Los cuatro años que transcurrieron entre 1989 y 1992 supusieron, para esa cada vez más extendida raza que somos los amantes del cómic y el cine, el afortunado encuentro con sendas producciones que parecían augurar el comienzo de una edad de oro en el que séptimo y noveno arte irían de la mano. Y aunque finalmente no fue así, y habría que esperar al cambio de siglo para entrar en el estado de euforia actual, ello no es óbice para que aquellos cuatro filmes sigan estando muy presentes en el imaginario de los «cinéfilos-comiqueros».
En 1989 llegaba Batman, revisión en clave gótica del personaje creado por Bob Kane en el que un Joker magníficamente interpretado —aunque muchos podrían decir que sobreactuado— por Jack Nicholson robaba todo el protagonismo a un Michael Keaton tan sobrio como apático. Con un diseño de producción fastuoso de la mano del fallecido Anton Furst, y una excelsa banda sonora de Danny Elfman, Batman fue un bombazo de taquilla que sirvió como trampolín definitivo en la carrera de Tim Burton. Un año después se estrenaba Dick Tracy (Warren Beatty, 1990) objeto de esta crítica y que analizaremos de forma pormenorizada en los párrafos siguientes. 1991 suponía el desembarco de The Rocketeer, de Joe Johnston, una delicia de regusto clásico que trasladaba de forma portentosa esa obra maestra que es el cómic de Dave Stevens. Y el año de las Olimpiadas y la Expo llegaba a nuestras pantallas Batman Returns segunda entrega de la saga inicial del hombre murciélago cuyo mejor acierto fue la sensual Catwoman a la que ponía cuerpo y rostro la bellísima Michelle Pfeiffer.
No cabe duda de que los años han tratado de forma desigual a este cuarteto: mientras The Rocketeer conserva intacto el cariño con el que se hizo y Dick Tracy ha ganado, y mucho, con el tiempo, no me atrevo a afirmar lo mismo de las dos entregas de Batman. Y no ya por que la trilogía de Nolan las haya dejado obsoletas, que también, sino porque las dos décadas que han transcurrido desde su estreno han evidenciado las muchas carencias tanto de la primera como de la segunda en cuanto a guión, siendo en este sentido muy alarmante el tono desmesurado y absurdo de Batman Returns.
Durante los cuarenta y seis años que separan 1931 de 1977, Dick Tracy fue la criatura de Chester Gould, dibujante y guionista que ha pasado a la historia del noveno arte por una creación que figura por méritos propios como una de las mejores tiras de cómic jamás publicadas. Pionero en la introducción de la violencia y crudeza del Chicago de los años 30 en las viñetas de un periódico, Gould caracterizó Dick Tracy desde muy temprano como la perfecta traslación al cómic de los clichés que después terminarían asociándose al cine negro, y su máximo hallazgo fue, no cabe duda, la inmensa y singular galería de villanos a la que, con el paso de los años, iría enfrentándose su detective.
De estructura argumental repetitiva en torno al caso de turno —plasmando Gould procedimientos policiales e incluso datos forenses para resolver los crímenes— serán los villanos y la persecución de los mismos por parte de Tracy lo que obsesione al autor y, en última instancia, caracterice mejor que nada a una tira que iría evolucionando con las décadas, reflejando el autor los gustos populares tales como la pasión por el espacio de los sesenta o el movimiento hippie de los setenta, sin perder nunca, eso sí, su característico trazo.
Programas de radio, seriales de cine y televisión, cuatro filmes producidos por la RKO, series de imagen real y animada para la caja tonta…no se puede decir que Dick Tracy no hubiera conocido contrapartidas en movimiento antes de que Touchstone estrenara la cinta que hoy nos ocupa en 1990. Un estreno que había empezado a prepararse quince años antes, cuando Warren Beatty, lector habitual del trabajo de Gould y fan declarado del mismo, comenzó a trabajar en el concepto que terminaría convirtiéndose en su cinta más arriesgada como realizador.
Con los derechos sobre la adaptación cambiando de manos constantemente durante diez años; un guión de Jim Cash y Jack Epps Jr. —autores del libreto de Top Gun (Tony Scott, 1986)— que no paraba de ser reescrito y que Max Allan Collins, el sucesor de Gould en los guiones de Dick Tracy y creador de Road to Perdition, describió como «terrible» y constantes rumores acerca de nombres como Spielberg o Landis que eran invitados a sacar el proyecto adelante mientras que otros como Eastwood, Harrison Ford, Gere, Selleck o Gibson sonaban como posibles protagonistas, no sería hasta 1985 que Beatty decidiría optar el mismo a los derechos del personaje, precipitándose entonces un acuerdo con Disney a la llegada de Jeffrey Katzenberg a los estudios que provocaría la luz verde a la filmación en 1988.
Condicionado mediante contrato previo a no pasar de un presupuesto de 25 millones de dólares —contrato que Disney obligó a firmar a Beatty dada la fama de derrochador que le había granjeado el rodaje de Reds (1981)— Beatty terminaría gastándose 47 millones en la producción, una cifra a la que habría que añadirle los 54 que Disney invirtió en una campaña publicitaria caracterizada por esos magníficos carteles que imitaban los dibujos de Gould sobre fondo negro. Novena cinta más taquillera de 1990 en Estados Unidos, y duodécima a nivel global, Disney terminó cubriendo gastos a nivel local con los 103 millones que la cinta recaudó en tierras americanas, quedando la inevitable secuela en el limbo dado el descontento de la compañía para con una película de la que esperaban un éxito tan gargantuesco como el que había amasado Batman el año anterior —251 millones en Estados Unidos y 411 a nivel global—.
Recordada sobre todo por su reparto, en el que Beatty incluyó nombres como Al Pacino, Madonna, James Caan, William Forsythe, Dustin Hoffman, Mandy Patinkin o Paul Sorvino, y por la maravillosa labor de Vittorio Storaro en una fotografía que le valdría una nominación a los Oscars —premio que le arrebataría Dean Semler por su no menos prodigioso trabajo en Dances with Wolves, de Kevin Costner — Dick Tracy es una cinta que ha envejecido estupendamente bien en los casi veintitrés años que han transcurrido desde su estreno.
La anterior afirmación no está tan relacionada con un guión que reflejaba de forma directa el espíritu de un cómic que nunca tuvo suspense —Tracy siempre ganaba—, sino más bien por la férrea voluntad de Beatty y todo el equipo creativo de rodar una cinta que transmitiera al espectador similares sensaciones a las que un lector de cómics pudiera tener al leer cualquier tira ideada por Gould. Con ello en mente, el director tiene claro desde un primer momento que la galería de villanos tal y como los imaginaba el artista tenía que ser parte fundamental de su traslación a celuloide, algo que interminables capas de maquillaje terminarían consiguiendo con unos personajes que, al igual que en las tiras, reflejan en su rostro lo torcido de su alma.
Hay quien ha querido ver en esta decisión de Beatty un punto de apoyo para arremeter de frente contra la cinta, fundamentando sobre todo su crítica en la exageradísima interpretación que Al Pacino hacía de Big Boy Caprice. Pero lo que dichas críticas no aciertan a ver es que la esperpéntica bidimensionalidad del villano de la función es perfecto y preciso reflejo de lo que Chester Gould describía en su creación, una bidimensionalidad cuya importancia sería entendida a la perfección por Beatty y terminaría impregnando de principio a fin el metraje. Sólo así se explica la extrema artificiosidad de los decorados —la cinta se iba a rodar inicialmente en exteriores de Chicago pero el director artístico terminó decidiendo que era mejor hacerlo en los estudios Universal en California—, la temprana decisión del realizador de filmar utilizando la paleta básica de siete colores propia del cómic o el hecho de que, como comentaba Storaro en su momento, «uno de los elementos fundamentales de la cinta es que la historia está contada en viñetas, y lo que tratamos fue no mover la cámara. Nunca. Tratamos de hacer que todo funcionara dentro del encuadre».
Esta decisión es la que provoca esa gran cantidad de secuencias en la que tanto el primer como el segundo plano están igualmente enfocados —cómico es aquél en el que se ve más cerca de la pantalla un tarro de chili mientras en el fondo queda encuadrada la entrada al despacho de Tracy— y, sobre todo, que la artificiosidad de la totalidad del metraje nunca sea percibida por el espectador/lector como algo ajeno. A fin de cuentas, los lenguajes propios del séptimo y el noveno arte se deben muchísimo de forma mutua, y el esfuerzo hecho aquí por la totalidad del equipo creativo para conseguir un filme que aunara las particularidades de ambos es encomiable.
En lo que al reparto respecta, Beatty encarna a un Tracy que se aproxima bastante a lo que podíamos ver en el cómic, un héroe sin emociones ni complejidad en la descripción de su personalidad al que el actor le aporta algo —no mucho, no crean— de humanidad, sobre todo en la relación paterno-filial que se establece con el «Chico», un claro homenaje al filme homónimo de Charles Chaplin. Con el resto de actores enhebrando un trabajo más que correcto, donde el casting falla estrepitosamente es en una Madonna que, a mitad de camino entre su propia y ecléctica personalidad y la de una Marylin Monroe a la que trata de imitar sin conseguirlo, no convence como Breathless Mahoney —su elección no respondió más que al hecho de que en aquél momento mantenía una relación sentimental con Warren Beatty—.
Al igual que Batman el año anterior, Dick Tracy cuenta con una inspiradísima partitura compuesta por Danny Elfman: con el mismo carácter heróico sinfónico del que hacía gala la cinta de Burton unido de forma indeleble a las ocho notas que conforman el tema de Tracy, donde Elfman consigue aquí sus mejores momentos es en la concreción de los temas líricos asociados a Tess y Breathless. El primero, relacionado de forma íntima con el motivo del héroe, refleja a la perfección la inocencia del personaje; mientras que el segundo evoca un dramatismo arrebatador que adelanta, qué duda cabe, lo imposible de la relación entre ella y el detective.
Como decía más arriba, Dick Tracy es una cinta que con los años ha ido ganando en matices, convirtiéndose, al menos en la opinión del que esto suscribe, en una de las mejores adaptaciones de cómic que se han hecho a la gran pantalla y resultando la arriesgada apuesta de Warren Beatty como una de las más visionarias aproximaciones que se han hecho al mundo de las viñetas desde el séptimo arte. (Sergio Benitez – Espinof.com)
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