En Dogs Don’t Wear Pants y años después de la muerte de su esposa, Juha lucha con la tristeza y el arrepentimiento. Pero encontrará consuelo en Mona, una amante que está tan ansiosa de castigar a Juha como él desea ser castigado. Todo acaba por descontrolarse, ya que ninguno sabe hasta dónde están dispuestos a llegar.
Mejor Película en la Sección Noves Visions del Sitges Film Festival 2019
- IMDb Rating: 6,8
- RottenTomatoes: 90%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
¿Comedia negrísima cargada de ironía o drama existencial sobre un hombre herido en lo más profundo de su ser? Resulta imposible encuadrar en los cánones tradicionales a Dogs Don’t Wear Pants, el segundo largometraje del finlandés Jukka Pekka Valkeapää, que llegará este viernes a la plataforma Mubi tras su paso por la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes del año pasado. Aunque quizá la búsqueda de precisión sea, en este caso, una tarea sin sentido, puesto que si hay algo que Valkeapää no está dispuesto a negociar es la evasión de lugares comunes que faciliten una catalogación de manual. Tampoco ayuda un título que remite a una de esas películas con perritos haciendo macanas que programaban los canales de aire durante las tardes de los fines de semana unas décadas atrás. Pero nada más alejado de eso.
Dogs Don’t Wear Pants está armada con piezas de distintas procedencias, haciendo florecer una comicidad deadpan y silenciosa, como si Valkeapää fuera un discípulo de su compatriota Aki Kaurismäki, en los pliegues de un relato de raigambre trágica centrado en la exploración de los límites del cuerpo que emprende un hombre al someterse a sesiones extremas de sadomaquismo, con especial preferencia por aquellas posiciones que impliquen asfixiarse hasta coquetear con la muerte. Una muerte que lo persigue desde hace diez años, cuando en medio de unas vacaciones de ensueño con su familia en una hermosa casa junto a un lago, su esposa entró al agua para nunca más salir. El buenazo de Juha (Pekka Strang) intentó un salvataje que culminó con él enredado en las mismas redes de pesca que la mujer, aunque tuvo la suerte de ser rescatado cuando la luz blanca ya asomaba al final del túnel, todo ante la mirada de la hija de 6 años.
Un salto temporal al presente muestra cómo cambió la vida de Juha. Sin un vínculo aceitado con su hija adolescente, aquella secuencia del ahogamiento vuelve una y otra vez a su cabeza. Lo hace incluso durante sus jornadas laborales como cirujano, en medio de un quirófano tan frío como la película –vale destacar el notable uso de la paleta de colores por parte del DF Pietari Peltola– y ante un cuerpo abierto, lo que lleva a sus colegas a preguntarse si tiene los patitos en fila. Muy lejos de esas disquisiciones y de todo lo que lo vincule con el mundo real, Juha abraza ese recuerdo traumático a la vez que generador de una extraña placidez, como si hubiera conseguido la paz absoluta durante esos segundos de flotación a la deriva, sin control de su cuerpo, en los que el tiempo pareció detenerse.
La convivencia de culpa y alivio, de duelo inconcluso y anhelo de equilibrio, es el tópico nodal del relato a la vez que motor principal de las acciones del protagonista. Así se explica su particular sorpresa luego de descubrir el sótano iluminado con neones, lleno de sogas y látigos, ubicado debajo del local de tatuajes donde va su hija para ponerse un piercing. Allí reina la dominatrix Mona (Krista Kosonen) y los hombres deben ser dóciles y sumisos como perros. Vaciarse de humanidad: extraña manera de expiación. “¿Por qué está el perro suelto?”, le preguntará Mona un tiempo después, cuando Juha ya sea un habitué del lugar y su falta de límites a la hora del sufrimiento ejerza en ella una fascinación creciente. Porque, como en el cine de Paul Verhoeven, aquí lo sexual es un camino que puede conducir al placer, el dolor y la perversión, cuando no las tres, mientras que el cuerpo funge como mero vehículo de sensaciones. Valkeapää observa estas interacciones de manera distante, con un registro frío y sin atisbo de emotividad alguna, pero nunca se pone por encima de esas criaturas sufrientes que se comunican entre sí con un lenguaje hecho de latigazos, ataduras y bolsas en la cabeza. (Ezequiel Boetti – Página12.com.ar)
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