En La Ciénaga, dos familias -una de clase media urbana y otra de productores rurales en decadencia- se entrecruzan en el sopor provinciano de una Salta caótica e inmutable, donde nada sucede pero todo está a punto de estallar.

Premio Alfred Bauer en el Festival de Berlín 2001
Mejor Guión en el Festival de Sundance 2001
Mejor Película en el Festival de La Habana 2001

  • IMDb Rating: 7,1
  • RottenTomatoes: 88%

Película (Calidad 1080p)

 

A La Ciénaga la transita gente lastimada como la Mecha, que se cortó el pecho cuando se le dio por caminar borracha cargando unos vasos de vidrio, o su hijo Joaquín, a quien un accidente casi le saca un ojo. Su otra hija, Verónica, lleva una cicatriz en el mentón y José, el más grande, sangra después de recibir una paliza. Al marido de la Mecha, Gregorio, le están empezando a salir unas extrañas manchas en la piel, y a Luciano, el hijo de Tali, la nariz le sangra todo el tiempo.

En La Ciénaga la naturaleza es violenta, el calor se siente en cada poro y el polvo abruma: se pega a los vidrios, se mezcla entre la ropa, se respira en cada paso. La pileta está sucia y cuando Verónica cuenta la historia de la gigantesca rata africana, de golpe no parece algo tan absurdo.

La Mecha (Graciela Borges) está tirada, como lo estuvo su madre, que se pasó años sin salir de la cama por depresión. Su hijo José llega de Buenos Aires para ver qué le pasó con los vidrios y no hace otra cosa que bañarse y mirar por la ventana. El Gregorio, inoperante como siempre, se debate entre teñirse el pelo o tomar otra copa de ese tinto tan parecido a la sangre.

Tali (Mercedes Morán) es la prima y mejor amiga de la Mecha. Vive en el pueblo de La Ciénaga, el mismo donde los chicos les tiran bombitas a las nenas y la Virgen aparece detrás, debajo o al lado de un tanque de agua. Tali también está en pareja y tiene varios chicos que, cuando no cantan con la voz entrecortada por el ventilador, se les da por dejar de respirar para ver qué pasa. Tali viaja a la finca de la Mecha a ver cómo está y se sienta a tomar mate y a hablar de otra amiga, la que vive en Buenos Aires y «nunca se acuesta sola». A Tali la Mecha le da pena, por ese marido que tiene y los peligros del monte anegado, pero en su casa tiene pileta y allá va, cargando la prole en un auto viejo.

Todo eso pasa en La Ciénaga. Todo eso que es mucho y es nada. Y pasa más, mucho más. Pasa que la Momi (otra hija de la Mecha) está enamorada de Isabel, la mucama colla. Y pasa que la Mecha la quiere echar «porque la india se roba las toallas y las sábanas». Pasa que los chicos portan armas y que una vaca se hunde, lentamente, en una ciénaga de verdad. Pasa que nadie tiene sexo pero todos lo husmean.

La Ciénaga es un universo de pequeñas cosas, una suerte de compilado de lados B de la vida de provincia, con gente que habla más de lo que hace falta sin decir nada, y otra que no habla nada pero da a entender casi todo. Está plagada de verdades porque no tiene ninguna para imponer, más que pintar cierta decadencia de una clase media. Lucrecia Martel —con la generosa disposición de un grupo de actores sorprendente, sin notas falsas— construye en su primer filme una suerte de coro de miedos y deseos que no da descanso.

Porque bajo esa falsa apariencia de tiempo circular, de lento empantamiento, lo que se instala sin llegar nunca a estallar es una constante tensión —familiar, sexual, social, generacional, racial— que involucra hasta el agobio. La Ciénaga duele, que se siente en el cuerpo, incomoda y fascina al mismo tiempo, como muchas grandes películas lo han hecho. Y lo hace con recursos cinematográficos plenos: una mirada que no es condescendiente ni acusatoria, una luz que no embellece sino que comunica, y una narración acorde a los tiempos internos de los personajes.

Se puede decir que La Ciénaga es una película delicada. Es un objeto precioso dentro del cine local y un material frágil que merece cuidarse. Esa delicadeza y fragilidad están dadas por el inusual y audaz atrevimiento de pasar por alto el bastón de la peripecia para intentar ir más allá, hacia algún lugar recóndito que, pese a estar habitado por ratas africanas, vírgenes misteriosas y ciénagas profundas, es tan reconocible como cercano y personal.

La opera prima de Martel iría a convertirse, con los años, en la película clave de la renovación del cine argentino y un referente que ningún cineasta local puede soslayar. Dueña de un estilo único y alejado de cualquier línea o tendencia estética de moda, la realizadora salteña apareció en la escena –tras unos pocos cortos entre los que se destaca Rey Muerto— con una personalidad definida y un estilo ya formado.

La consagración no tardó en llegar: la película ganó el Premio Alfred Bauer en el Festival de Berlín y sus dos títulos siguientes (La Niña Santa y La Mujer sin Cabeza) estuvieron en competencia en Cannes. Su regreso, en 2017 con Zama, fue celebrado como el retorno de un héroe. En los nueve años que pasaron entre sus dos últimas películas, su figura se volvió casi mítica para la cinefilia local e internacional.

En algún punto, La Ciénaga es su filme más convencional, siempre dentro de los parámetros de su propia obra, la que, con el correr de las películas, se fue volviendo cada vez más arriesgada y personal. Y es también el más imitado. Sin embargo, no hay forma de incluir el fenómeno Martel en ninguna línea o tendencia, ya que su estilo es demasiado único y fuera de norma como para establecer genealogías claras.

De todos modos y pese a eso, Martel y La Ciénaga se convirtieron en la cineasta y la película más representativas no solo de la Argentina sino también del cine latinoamericano del siglo XXI. Y, con el paso de los años, su estatura no hizo más que crecer y crecer. Ya no es una película ni un referente sino una meta, un desafío, una leyenda como las que cuenta Verónica en medio de la piscina mugrienta. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)