La Isla Mínima está ambientada en España, a comienzos de los años 80. Dos policías, ideológicamente opuestos, son enviados desde Madrid a un remoto pueblo del sur, situado en las marismas del Guadalquivir, para investigar la desaparición de dos chicas adolescentes. En una comunidad anclada en el pasado, tendrán que enfrentarse no sólo a un cruel asesino, sino también a sus propios fantasmas.

  • IMDB Rating: 7,3
  • Rottentomatoes: 90%

10 Premios Goya 2014, incluyendo Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor.

Película

 

Con La Isla Mínima, poco a poco, con paciencia de monje, el realizador andaluz Alberto Rodríguez está construyendo, como quien no quiere la cosa, tal vez la más coherente de las carreras en el cine criminal que haya visto el reciente cine español. En esta, sin duda alguna, su película más redonda, por qué no, su primera obra maestra, logra además algo que ya se intuía en la anterior Grupo 7 (2012): la capacidad de nuestro hombre, y de su guionista, el imprescindible Rafael Cobos, para reconstruir con extremo rigor el referente histórico más o menos reciente. Aquí, una exposición del impactante fotógrafo sevillano Atín Aya le sirve de inspiración para armar un rompecabezas fascinante, se mire por donde se mire: la resolución de un doble crimen en las marismas del Guadalquivir, en el año de gracia de 1980; un escenario sencillamente primoroso, un asesinato repugnante.

La Isla Mínima es apasionante desde el punto de vista del género: ahí es nada reconducir con éxito hasta tres tramas criminales en una sola película, sin perder nunca de vista ninguna, y cumpliendo a satisfacción la conclusión de todas. Lo es desde el punto de vista de sus personajes. Porque si, en Grupo 7, la relación entre los policías tenía algo déjà vu cinematográfcamente, aquí resulta del todo inédita: lo que tienen entre ellos el policía demócrata Raúl Arévalo y el escurridizo Javier Gutiérrez (excelentes ambos, pero hay que acotar que aquí el segundo logra su mejor personaje en cine hasta la fecha) es cualquier cosa menos maniquea. Y lo es, en fin, desde el punto de vista histórico, que tal vez sea el que mejor sabe reflejar el film. Ese momento de cambio, cuando lo viejo se resiste a morir, pero a lo nuevo le cuesta mucho abrirse paso (en suma, la creación de una ficción esencialmente política), nunca había sido reconstruido así en el cine español.

La incertidumbre, el horror sin nombre, la vida muelle de señoritos aburridos que se pasan de la raya, pero también la pasividad de las clases subalternas, los sueños de adolescentes que se mueren de aburrimiento y aspiran a un mundo de confort, el día a día de ir trampeando para seguir viviendo, son los elementos del puzzle. Y el resultado ya quedó dicho: una gran, inmensa película. Pegada a la realidad pero al mismo tiempo, inteligente pasatiempo. Denunciatoria pero sutil, y sin resultar machacona: el director respeta a su espectador, en un tour de force del que este siempre sale recompensado, pero con inteligencia. ¿Qué más se puede pedir? (Mirito Torreiro – Fotogramas)