Megalopolis es una fábula épica romana ambientada en una América moderna imaginada. La ciudad de Nueva Roma debe cambiar, lo que provoca un conflicto entre César Catilina, un genio artista que busca saltar hacia un futuro utópico e idealista, y su opositor, el alcalde Franklyn Cicero, que sigue comprometido con un statu quo regresivo, perpetuando la codicia, los intereses particulares y la guerra partidista. Dividida entre ellos está la socialité Julia Cicero, la hija del alcalde, cuyo amor por César ha dividido su lealtad, obligándola a descubrir lo que realmente cree que la humanidad merece.
- IMDb Rating: 5,1
- RottenTomatoes: 46%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
Empecemos por el principio: Megalopolis no es una película. O, al menos, no lo es en el sentido estricto y convencional de la palabra. Se acerca más a una opera, a un testamento, a una desmedida tesis sobre la historia de la humanidad y el estado del mundo, todo esto contado con los recursos más disparatados posibles, que van del humor televisivo a las obras de William Shakespeare pasando por las noticias del presente y la historia de la caída de la antigua Roma. Es extravagante y pasada de rosca por donde se la mire. Y, en términos convencionales, se podría argumentar que no es una buena película. Pero me quiero arriesgar –acaso por cariño a la obra de su director, Francis Ford Coppola– a decir que en realidad es otra cosa. ¿Qué es? Bueno, veamos…
Megalopolis es un proyecto de vida, una sumatoria de ideas, de sueños, pesadillas, conceptos y deseos acerca de qué es lo que se puede hacer dentro de esa cosa que llamamos cine. Coppola, un artista completo en el sentido más clásico de la palabra, ha entendido que en este caso no era necesario refrenarse ante nada. Los motivos son obvios: la ha hecho con su propio dinero –costó 120 millones de dólares y son todos suyos–, no le debe explicaciones a nadie y, a los 85 años, no le preocupa demasiado qué es lo que puede significar para el resto de su carrera. Ya que, convengamos, muy probablemente Megalopolis sea su última película. Y si pierde gran parte de su inversión, se ve que no tiene problemas. Entonces lo que ha hecho es algo así como un gran «all you can eat» de su cine, un buffet lleno de platos –algunos apetitosos, otros incomibles–con sus ideas acerca de cómo su amado país está entrando en una decadencia similar a la del Imperio Romano muchísimos siglos atrás.
Sus temas centrales son el arte, la cultura, la poesía, la arquitectura y las grandes obras de la humanidad. Y su frustración es ir viendo cómo todo eso ha pasado a segundo plano en un mundo en el que los intereses personales, el dinero, los fanatismos y las hipocresías se han llevado puestas todas esas cosas ligadas al saber, al pensamiento y a la ciencia. Los ataques vienen de afuera (acá hay políticos a la Donald Trump y sí, usan una gorra roja que dice Make Roma Great Again), pero también de adentro, ya que los políticos, los empresarios, los periodistas y los creadores de mundos no parecen jamás ponerse de acuerdo respecto a qué futuro quieren. Y ante esas aguas turbulentas, ya saben quienes son los que sacan ventajas. No hace falta mirar muy lejos…
Coppola ve a los Estados Unidos –o Nueva Roma como los llama acá– en un recorrido similar a la antigua Roma, perdido en excesos e intereses palaciegos que le han hecho perder el rumbo. En un tono excesivo, casi carnavalesco, más cercano a lo que han hecho tipos como Spike Lee o Leos Carax (en algún momento me hizo recordar al Pino Solanas más excesivo de El Viaje y La Nube), Megalopolis se aleja de cualquier apariencia de realismo: su mundo es un escenario y es tratado como tal, como un medio al cual tirarle cosas y ver qué pega y qué no. Con suerte, la mitad tiene algún sentido y la otra pasa de lo flojo a lo casi ridículo, pero uno siempre valora el riesgo.
Adam Driver (que ya tiene un master en esto de trabajar con cineastas excéntricos) encarna a César Catalina, un inventor y científico que ha creado un material innovador llamado Megalón para la construcción que le permitiría generar algo así como un paraíso utópico en el mundo. Y tiene su discurso filosófico preparado para justificarlo, además de la capacidad, en ocasiones especiales, de detener el tiempo. Pero no es fácil que sus ideas lleguen a realizarse. No hace falta explicar cuanto de autobiográfico hay en esto: la carrera de Coppola estuvo plagada de imposibilidades y de dificultades, de compromisos y negociaciones, de pérdidas gigantescas y batallas ganadas, siempre teniendo como enemigos a los burócratas de todos los turnos.
En esa New Rome que no es otra cosa que una versión medio sintética y futurista de Nueva York, digitalizada al extremo (toda Megalopolis parece, como One from the Heart transcurrir en enormes sets de filmación, entre los cuales hay uno que reproduce una versión de la Met Gala, otro que imita el hotel Caesar’s Palace de Las Vegas y uno que parece un sobrante de alguna Batman) y en ella combaten por el poder, además de un César obsesivo con el trabajo y seco en sus relaciones humanas, Franklin Cicero (Giancarlo Esposito), que es el alcalde de la ciudad y enemigo de César, a quién acusó años atrás de haber matado a su mujer. Cicero lo que quiere es hacer una ciudad más atractiva para los turistas, dejando de lado cualquier innovación utópica e inútil en un sentido comercial. Julia (Nathalie Emmanuel), la hija de Cicero, tiene cierto «aprecio» por César, pero eso la pone en una situación incómoda con su padre. Y pronto nos damos cuenta que comparten algo más que una atracción: ella nota cuando él detiene el tiempo, algo que nadie más ve.
El variopinto grupo que los acompaña incluye a los muy excesivos Aubrey Plaza y Shia LaBeouf, marcadamente en plan «villanos»: la primera como una periodista turbia y acomodaticia llamada Wow Platinum (sí, no pregunten) y el segundo como Claudio (o Clodio), un saltimbanqui absurdo, una figurita mediática que cobrará, impensadamente y a lo Trump, una sorprendente relevancia política. La hermana de Francis Talia Shire y el hijo de esta, Jason Schwartzman, aparecen en roles menores, pero en el caso de ella, significativo. Además, Laurence Fishburne relata en tono grandilocuente la historia e interpreta al chofer de César mientras que Jon Voight tiene el patético papel de un banquero millonario bastante «baboso». Ah, y Dustin Hoffman se ve que pasó unos días por ahí a saludar y lo metieron de prepo en un par de escenas. Sí, una reunión de la dupla de Midnight Cowboy. O algo así.
A lo largo de los casi 140 minutos en Megalopolis pasan cosas de todo tipo: romances, agresiones, peleas, acusaciones, recitados de frases célebres, voces en off estentóreas, una aproximación de un satélite «soviético», noticias televisivas que prometen el fin del mundo, gente que grita y se ríe y salta sin motivo aparente, cantantes pop que hacen shows en vivo y una serie de momentos curiosos que le dan a la película un aire circense, como si Coppola fuera el maestro de ceremonias de un show de extravagancias varias. Se dice que del ridículo no se vuelve pero el director de Dracula sí lo hace. Durante la primera mitad uno tiene la impresión que todo se irá volviendo tan absurdo que no habrá modo de reflotarlo. Pero de a poco uno se acomoda al sistema ampuloso y casi camp de la propuesta y entra en el clima. O no lo logra y se queda afuera hasta el final.
Admito que lo que propone acá Coppola no es un tipo de cine que me interese demasiado, uno donde más siempre es más y todo se anuncia y actúa como si el espectador estuviera en la fila 50 de una sala teatral. Pero una vez elegido el tono lo importante es ver qué se hace con eso. Y el realizador de Rumble Fish, una película opuesta a esta en estética, aprovecha la ocasión para hacer una ensalada en la que mezcla datos de la caída del imperio romano con un sketch de la actualidad estadounidense –al que ve como un imperio que va por el mismo camino que aquel–, sumando en el medio una suerte de velada autobiografía de una familia que siempre ha funcionado en una zona complicada entre el ego y el talento, entre la pasión y los celos, entre la ambición y las limitaciones impuestas por la gente que no sabe, como ellos, detener el tiempo.
Megalopolis hasta se atreve a un break con actores en vivo (así fue en el festival, no sé cómo se hará en los cines cuando se estrene) y Coppola encuentra un tiempo también para meterse a hablar de temáticas ligadas a la corrección política, al conflicto entre el arte y el artista, y a la relación entre los políticos y los empresarios, quienes siempre piensan en darle a la gente lo que ellos creen que quieren pero jamás les proponen desafíos, elevarlos hacia zonas desconocidas, provocarlos a pensar diferente, a conocer otras cosas, otros mundos, otras experiencias.
Megalopolis es eso, una provocación desatada de un cineasta que, a los 85 años, quizás ya no esté a la altura de sus ambiciones pero tiene los cojones para seguir probando y experimentando mientras otros prefieren retirarse a los 60 por miedo a que «su reputación» decaiga por hacer películas flojas. Después de haber hecho obras maestras de la historia del cine como The Godfather y Apocalypse Now a Coppola lo tienen sin cuidado conceptos como la reputación. Lo que lo mueve es el deseo, el amor, la obsesión, las ganas de crear mundos y de seguir soñando sueños imposibles hasta que la luz se apague para siempre. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
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