Rent-a-Pal está ambientada en 1990, un soltero solitario llamado David busca la manera de escapar del aburrimiento diario que le supone cuidar de su madre anciana. Un día descubre por accidente una extraña cinta de vídeo llamada Rent-A-Pal presentada por el carismático Andy. Esta ofrece todo lo que David necesita: compañía, compasión y amistad. Sin embargo, su relación tiene un coste mucho más alto de lo que él está dispuesto a pagar.

  • IMDb Rating: 6,2
  • RottenTomatoes: 69%

Película / Subtítulos (Calidad 108p)

 

Corre 1990. David es un señor que ansía recuperar una vida consumida al cuidado de su madre demente. Acude a hacerse un perfil en VHS en una agencia de contactos, y un vídeo le trastorna. Sitges nos conmovió con otro síndrome del cuidador y su soledad.

Si algo está poniendo de relieve esta pandemia es la soledad. La cantidad de personas que se han visto encerradas y asfixiadas por entornos deprimentes, por el monstruo de la enfermedad —y no necesariamente por el propio coronavirus, sino por la que ya existiera en el ámbito del hogar— y eso se está reflejando en los terrores del celuloide más reciente.

Rent-A-Pal, de Jon Stevenson, retrata una de esas historias, llevando muchos de los rituales presentes en las relaciones de hoy al año en que dejamos atrás la década de los 80. Así retoma esa atmósfera de la infancia de quienes la vivimos absortos en la tele de esa época, y que lleva siendo tendencia nostálgica desde obras como Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) o aún Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016). Pero también demuestra que los comportamientos no han cambiado tanto: tan solo los medios.

Hace poco hablábamos con Ted Reimi y Alex Kahuam sobre cómo cada generación cree que las posteriores están echando todo a perder. Y en realidad, la esencia no se han tranformado tanto. Los rituales son, más o menos, los mismos. Rent-A-Pal reflexiona sobre cómo el Tinder de hoy viene a ser una opción más cómoda, sin intermediarios que cohiban o condicionen —aunque sea accidentalmente— de las agencias de búsqueda de pareja de hace años. Se recalca cómo ya en ellas se asesoraba a los pretendientes sobre cómo hacerse perfiles atractivos, sugiriendo qué verdades omitir para convertirse en mejor postor. Y esto conecta claramente con las mentiras, los maquillajes y filtros que se aplican en las redes de flirteo, tanto sobre aspecto físico como sobre las vivencias, la realidad de cada cual.

Al fin y al cabo, ambos métodos potencian la superficialidad. Hay tipos de vidas y caras y cuerpos que son valores al alza. Hay un momento en Rent-A-Pal en que se exalta precisamente esto, dejando en evidencia lo incómodo y ridículo que se percibía andar haciéndose fotos a uno mismo en aquellos tiempos… mientras que hoy es raro encontrar a alguien que no se haya hecho nunca un selfie.

Si la relación fue tierna, buena, la pena de ver decaer a esa persona sigue ahí. Pero, ¿qué ocurre cuando el amor y dedicación que el hijo vierte sobre su madre no le fue dado jamás? Otro de los puntos interesantes que el guion de Stevenson pone de relieve es lo duro que resulta eliminar el rencor y purgar los traumas de la infancia. La relevancia de la relación con los padres y el amor en el seno del hogar infantil por encima de todas las demás relaciones y condicionándolas.

Porque David fue maltratado y sin embargo, lucha por mantener la sonrisa y la paciencia hacia esa persona que le ha truncado la vida de raíz, como iremos descubriendo, y no únicamente desde la aparición de la demencia y sus injustos olvidos, reacciones agresivas y confusiones de identidad que le meten más el dedo en la llaga de su ya apabullante invisibilización. Es lo que lleva peor: la sensación de no existir para el mundo y ni siquiera para la persona que le ha arrebatado —y a quien sigue entregando— todo.

Volviendo a esa superficialidad en las estrategias de apareamiento, a menudo decimos que hoy, en esas aplicaciones, las personas se convierten en perfiles que pasan a ser cromos. Los vídeos de entonces se sintetizan en imágenes de lucimiento. Tanto tienes, tanto vales. Y en las agencias, además, de manera directa, puesto que se tenía que pagar ese servicio, lo que lo convertía en un privilegio y un recurso desesperado. Aunque hoy es un algoritmo el que puede invisibilizar a muchos candidatos.

Cuando te quieres dar cuenta, Rent-A-Pal ya te ha hecho la denuncia de un colectivo que lleva décadas en altísimo riesgo de exclusión y con prejuicios añadidos: si habitualmente son las hijas quienes se hacen cargo de sus mayores en el trayecto final de sus vidas, si la enfermería se nos asocia principalmente a las mujeres aún en muchos países «desarrollados» —y con especial estereotipia en Estados Unidos—, ¿qué papeletas tiene un señor, en torno a los cuarenta años, amable pero tímido, que ha sacrificado toda su vida al cuidado de su madre? No es un empotrador, no es un hombre de éxito que pueda alegar haberse dejado abducir por su negocio y no haber dejado tiempo para el amor mientras construía su imperio: no tiene nada físico ni material que ofrecer y lo sabe. Y además tiene la carga de la madre senil. Lo sabe y, aunque le urge compañía, a la vez no quiere molestar a nadie. Es un perro apaleado incapaz de cortar el cordón umbilical. Y entre las inseguridades que son secuela del maltrato infantil, está el sabotearse la propia felicidad cuando está llamando a la puerta. Aunque la zona de confort sea una mierda, salirse de ella da más miedo. Así que, en realidad, la estabilidad conocida —que es el apego a su madre— es su peor enemiga.

David es el equivalente masculino a esa horrible etiqueta, ese estigma de la solterona que se queda al cuidado de sus mayores cuando no pueden valerse por sí mismos, con el agravante del prejuicio social que pesa sobre el hombre que adquiere roles que el patriarcado adjudica, de serie, a la mujer.

Hay algo muy inteligente en el diseño de la cinta VHS que prenda a David, esa Rent-A-Pal que le genera una sensación de verdadera amistad y valía hacia su persona. A modo de gancho del gurú de una secta, el hombre de la pantalla desatiende las llamadas de teléfono para escucharle. Para invitar a David a hablar. Es una atención ficticia, pero le cede el protagonismo, le dice que existe y él se aferra a ella como un clavo ardiendo. Este detalle es especialmente reivindicativo hacia nuestro presente, cuando se presta más atención a los teléfonos móviles que a la persona que se tiene al lado.

Una relación tan negativa con la mujer que le engendró, en combinación con la soledad, y la dificultad de conectar con alguna para relación íntima y mantener ese vínculo, es una bomba de relojería. Stevenson nos plantea un perfil de hombre sensible que, además, ha sido machacado y no percibe en sí mismo un solo vestigio de la virilidad que la sociedad patriarcal espera de él si pretende encajar en el juego de citas.

El alcohol y las pantallas actúan como consuelo emocional y sexual. El deterioro mental allana el campo para la llegada de quien le habla desde el VHS, Andy, un perfil que aparente algo más de éxito que David. Personaje que, no por casualidad, es interpretado por Wil Wheaton, icono «friki» —Star Trek: The Next Generation (Gene Roddenberry, 1987)—. Ligón carismático, (aunque huele a fantasma) que podría ser perfectamente miembro de una «manada» que airea detalles íntimos de sus conquistas (el típico que hoy intercambiaría ilegítimamente desnudos de amantes por whatsapp).

Él le envalentona a liberar todo pensamiento horrible que su terrible vida ha ido enterrando en su subconsciente, alentándole a perder respeto a las mujeres. Es su lado oculto y reprimido, la bola de odio que lleva enterrando desde su horrible infancia, las conjeturas sobre la ausencia de padre de la que culpa a su madre. De modo que entra en terreno de las teorías freudianas del complejo de castración.

David es el buen chico que, en realidad, no lo será tanto si calla o le ríe las gracias. Porque en el fondo no cuestiona la inmoralidad de esas dinámicas. La cinta representa el vertedero que es la amistad entre masculinidades tóxicas. Andy encarna el canon que el patriarcado exige a David y que choca con su sensibilidad. Que le pide que anteponga sus pulsiones a todo ese rollo del buen hijo y el buen chico apto para relación fiel. Pero también evidencia que los hombres que actúan así, lo que no quieren, es quedarse solos. Porque sin el amigo-esbirro no son nadie. Ninguna mujer en su sano juicio quiere a un Andy en su vida y éstos necesitan davids que les concedan protagonismo y les reconforten.

Dos imágenes, entre lo poético y lo tragicómico, plasman la transformación mental de David, pero también de su relación: cuando conoce a Lisa, él no sabe deslizarse sobre él, se mueve torpe en un mundo nuevo para él y ella le tiende la mano, le ayuda a levantarse y moverse cómodo. Lleva patines y la tiene a ella: está preparado. Para cuando ella acude a su casa, en cambio, es en el peor momento. No ve venir nada. La lasaña esparcida por el suelo, podría ser el cerebro hecho picadillo del protagonista. El suelo se vuelve tan resbaladizo como aquella pista, pero no es nada ergonómica: Lisa no tiene el más mínimo control en ese terreno ajeno y extrañísimo. La imagen es de risa-pena, pero también da miedo, y nadie está ahí para ayudarla: ya no puede cuidar ni de sí mismo.

Asistimos, desde la empatía y la preocupación, a la transformación de un pobre hombre en la aberración que hoy se autoproclama como incel. Y es algo hacia lo que Jon Stevenson muestra compasión, apuntando a los severos problemas psiquiátricos que acarrean. Pero aboga por combatirlo contundentemente a base de autodefensa feminista cuando ya supone un problema grave e ineludible: no por ser víctima se tiene derecho a ser verdugo. No olvidemos, aún así, que señala los ingredientes que han llevado a ello e invita a cooperar como sociedad para evitarlo. (María José Orallana Ríos – LaCiclotimia.com)