En The Eternal Daughter, una mujer y su anciana madre deben enfrentarse a secretos enterrados hace mucho tiempo cuando regresan a su antigua casa familiar, una antigua gran mansión que se ha convertido en un hotel casi vacío lleno de misterio.

  • IMDb Rating: 5,9
  • RottenTomatoes: 95%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

The Eternal Daughter recupera a la Julie Hart de The Souvenir y tantea de nuevo las sombras que su figura proyecta. O más que sombras, reflejos… La joven cineasta Julie Hart es un reconocido álter ego de la directora, un espejo donde contemplar y dar trance a sus propias andadas. Joanna Hogg confía a Julie a las manos expertas de Tilda Swinton, una amiga cercana; antes, en The Souvenir, ambas habían legado al personaje a la hija real de Swinton, Honor Swinton Byrne, que compartía pantalla con Tilda en el rol de su anciana, pero vivaz, madre. En The Eternal Daughter los años han pasado, y Tilda vuelve a recoger el papel, dando vida a una Julie plenamente adulta y a su madre, ya bastante envejecida y dependiente. Julie Hart ha ido pasando de manos hasta convertirse en una amalgama de rostros, de caras que miran a otras (hijas que se convierten en madres, madres que se duplican). Diríamos que, juntas, Hogg y Swinton han sublimado un «algo» que sobrepasa el cine y que lo devuelve con toda su fuerza a la pantalla.

Puede que «reflejos» sea la mejor palabra para describir aquello que articula el cuerpo de Tilda Swinton en The Eternal Daughter, una historia acerca de la incapacidad de escribir sobre la vida de alguien más sin embarrarse un poco en ella. Julie Hart se lleva a su madre a descansar unos días a la antigua mansión de la familia, hoy convertida en un hotel. La intención de la joven es documentar los recuerdos infantiles de la madre para el guion de su nueva película, recuperando aquello que su madre fue para verse y explicarse a sí misma. Sin embargo, Julie no consigue sacar nada en claro de las anécdotas y pequeñas historias que su madre va esparciendo con una tristeza honda y resignada. Cuando el guion no basta para conectar dos tiempos radicalmente lejanos, dos mujeres que parecen no entenderse (nos apena: tenían una química preciosa en The Souvenir), es el montaje de sus rostros el que las conecta. Madre e hija se miran siempre de frente, recortadas ambas en un primer plano que no llegarán a compartir nunca con la otra. Poseen la misma fisionomía, cuyos detalles y variaciones compararemos, sin apenas pretenderlo. El ejercicio nos remite a Bergman, pero es de una intimidad más discreta, silenciosa.

El tercer elemento en juego, válgase el tópico, es el casoplón donde se hospedan. Especie de Manderley, la mansión se descubre entre la niebla que oculta unos enormes jardines franceses. Su interior se viste de roble antiguo, papel desgastado y umbría permanente, deliciosamente retratada por Ed Rutherford (tras la fotografía de The Exhibition). La casa se levanta inerte, majestuosa. No obstante, Julie se siente intranquila: el suelo cruje detrás suyo, los grandes espejos proyectan sombras breves que no llega a desentrañar y las puertas cierran con un clac demasiado alto, algo retrasado. Por la noche, el viento silba envalentonado por los crujidos que llegan de los pisos superiores y el golpeteo de una ventana abierta. Julie se levanta para ir a la cocina, donde la nevera arranca a ronronear sin previo aviso. De camino a la habitación, detrás de una de las ventanas del estudio, intuye una silueta: ¿había alguien mirándola? The Eternal Daughter es una historia de fantasmas que sitúa en el corazón del mito el pavor silencioso de la invasión doméstica, es decir, de un hogar que nos es arrebatado.

La mansión hace tiempo dejó de pertenecer al linaje de Julie. Hogg se encarga de dejarlo muy claro introduciendo al personaje de la recepcionista (Carly-Sophia Davies), una joven que parece disfrutar del maltrato a sus huéspedes, quienes a su vez no dejan de repetirse que están pasando a very lovely time. Sobrevolada por un humor sutil, Julie quiere hacerse suya una casa que no ha sido, ni quiere ser, nunca suya. Culo inquieto y asustadizo, la joven es encuadrada siempre en cuadros rebosantes, cual visitante desprevenida de una exposición clausurada hace mucho. La casa no puede pertenecerle, porque sus espacios están tocados de un tiempo que le es ajeno: es el tiempo del recuerdo, de la vivencia atesorada como eco distante; decíamos, como reflejo. Hoy la casa acoge a su madre y, en un futuro, la arropará también a ella. Y así está bien. (Mariona Burroll Zapata – ElAntepenúltimoMohicano.com)