En The Mule,  A Earl Stone, un octogenario que está en quiebra, solo, y que se enfrenta a la ejecución hipotecaria de su negocio, se le ofrece un trabajo aparentemente facil: sólo requiere conducir. Pero, sin saberlo, Earl se convirte en traficante de drogas para un cártel mexicano, y pasa a estar bajo el radar del agente de la DEA Colin Bates.

  • IMDb Rating: 7,1
  • RottenTomatoes: 70%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Uno asume, tras décadas de ver sus películas, que Clint Eastwood hace más o menos el mismo personaje en casi todas ellas. Salvo excepciones, es cierto. En films dirigidos por él, o hasta en otros que lo tienen como actor, el Eastwood personaje presenta variaciones de un tipo clásico: el hombre duro, recio y solitario que prefiere resolver los asuntos por su cuenta y que desconfía de prácticamente todos. Este “personaje” se ha ido modificando y alterando con los años. Desde Unforgiven, digamos, se ha ido domesticando. O, más bien, ha entendido que sus aparentes virtudes escondían muchos defectos. Y que ese rol, en cierto punto, lo volvía un sujeto más peligroso que agradable, más anti que heroico.

Muchísimo antes que se hable de “masculinidad tóxica” –término hoy muy en boga–, uno de los íconos máximos de ese tipo de masculinidad se replanteaba su propia lógica. Y desde entonces no ha hecho más que buscar la forma de deconstruir y reconstruir ese personaje. Y como es una lucha rara, incómoda –Eastwood está más que tentado por ese rol, es el que la pantalla parece pedirle casi naturalmente–, sus películas suelen tener una tensión interna que pocas de las que intentan ese recorrido tienen. No son políticamente correctas. O, al menos, si es que lo son, llegan ahí desde un lugar completamente sesgado

El “personaje” de Eastwood en The Mule es doble, ya que el director compone a un hombre que, en la trama que narra el film, juega a ser otro. Earl Stone es Earl Stone cuando le va bien como horticultor y es famoso vendiendo bellas flores que cultiva y cuida en su jardín. Y sigue siendo Earl, doce años después, cuando su negocio quiebra y se ve, forzado por la desesperación económica, a transportar kilos de cocaína por los Estados Unidos para un cartel mexicano. Solo que, en la segunda versión, Earl –apodado “Tata”, por los narcos– “se hace el tonto”. Juega a ser un viejito inocente y algo bobo que no sabe bien qué está haciendo. Y ese “personaje” que Earl interpreta le permite salirse con la suya en muchísimas ocasiones. Frente a los narcos, la DEA, la gente que se le cruza en el camino y con las chicas, con muchas chicas para un tipo de su edad.

Earl anda por los 90 años y hace bastante que no tiene relación con su familia. Ha vivido “en la ruta”, ocupado con su trabajo con las flores pero, más que nada, tentado por el camino, el afuera, lo que hay más allá del hogar. No ha estado en los eventos más importantes de la vida de su hija –cuando empieza el film se olvida que, en lugar de beber en una convención, debería estar en… su casamiento– y su ex esposa (Dianne Wiest) no quiere ni escuchar hablar de él. La única que lo busca es su nieta, ya que la joven ha idealizado a ese “road warrior” que le enviaba postales todo el tiempo desde distintos lugares del país. Que el papel de la hija abandonada y despreciada por su padre lo encarne Alison Eastwood vuelve al asunto más que personal, terapéutico.

La crisis personal –esa pérdida de trabajo que parece ser la de muchos votantes de Donald Trump de la América profunda– lo mete en una trama digna de Breacking Bad, pero mucho más centrada en los personajes que en los detalles específicos del tráfico y la persecución. Habrá agentes de la DEA (Bradley Cooper, Michael Peña, Laurence Fishburne) persiguiendo al cartel para el que él transporta drogas y los propios traficantes mexicanos (manejados por Andy García) que se sorprenden al ver lo eficiente que este extravagante nonagenario es en su trabajo. Más allá de algunas peculiaridades en su manera de viajar, Earl es “la mula perfecta”: un anciano blanco y con pinta de inocentón que maneja un camión y al que la policía ni para aún cuando buscan un auto igual al que él conduce.

Es que no podría ser un tipo así, en la América actual, el que transporte drogas para un cartel mexicano. Tipos como Earl, en ese mismo imaginario, miran Fox News y piden a los gritos que construyan un muro para parar la inmigración. Y el republicano Clint (sería interesante saber qué piensa ahora de la presidencia de Trump), da el prototipo a la perfección. Pero Earl no es ningún tonto y juega ese personaje como un campeón, sabiendo que tiene todas las de ganar siempre.

A lo largo de sus casi dos horas de metraje, The Mule dedica un buen tiempo a los viajes de Earl, a las anécdotas curiosas y encuentros que va acumulando en ellos y que muestran, de a poco, que es un viejo más pícaro y entrenado de lo que parece. También le sirve para tejer y destejer relaciones con los narcos, manipulándolos más veces de lo que es manipulado. Sin usar armas ni violencia (no podría contra esos muchachos), Earl se las ingenia para llevarlos por sus caminos. Pero lo que no puede resolver, y lo que más le duele, es su relación familiar. Sigue haciendo viajes para acumular dinero y ayudar, entre otros, a su familia(y amigos e instituciones de veteranos de guerra), pero sus seres más queridos no quieren saber nada del asunto. El dinero, como decían los muchachos de Liverpool, no puede comprar amor.

The Mule es un policial clásico, con los tiempos que maneja Eastwood y sin poner demasiado el acento en las especificidades que obsesionan al buscador de detalles (uno puede sentir que en esa parte “policial” la trama hace agua por varios lados pero da la impresión que ni le importa) sino en la forma en la que los personajes van alterándose en el transcurso del tiempo. Como Walter White, Earl empieza por necesidad pero luego ya lo hace por gusto, por placer, por sentirse a sus anchas jugando bien el juego. Hasta que la situación se complique y deba tomar alguna decisión.

La película, como Gran Torino –escrita por el mismo guionista– y su serie de films crepusculares (o A Perfect World, otro film del que The Mule bebe bastante), vuelve a plantear el conflicto del “personaje Eastwood”, ese cuestionamiento a la idea de individualismo extremo que ha marcado su carrera. Los “otros” lo fastidian y no hay nada que prefiera más que manejar solo y escuchando música, algo que hace mucho aquí. Pero esos otros, su familia fundamentalmente, también lo obsesionan. Y, en el final de sus años, vive atormentado por no haber hecho lo que debía hacer mucho antes, engolosinado con su propio ego. ¿Hay tiempo para una segunda oportunidad o ya es demasiado tarde? Ese, y no el dejar la cocaína en el lugar y en el momento correctos, es el principal conflicto del film.

Inevitablemente, The Mule habla de política. El personaje de Earl, a través de sus relaciones con los narcos mexicanos, en sus críticas a la tecnología (celulares, internet) y en sus comentarios políticamente incorrectos, y el propio Eastwood, en algunos planos demodé que utiliza, presentan un universo donde un hombre blanco se puede salir con la suya solo por el hecho de serlo. Una escena, en particular, en la que un hombre de aspecto latino es detenido por la policía, parece jugar en el borde entre el comentario social y la parodia. Dónde se para Eastwood acá es cuestión de cada uno. El que quiera verlo como el viejo carcamán que se burla de ciertos comportamientos de esta época, puede hacerlo. El que sienta que Clint, en escenas como esa, entiende que para los demás las cosas no son tan fáciles como para alguien como él, tiene elementos para pensarlo también.

Ahí está la sabiduría del viejo Clint. Sin ponerse pomposo ni severo ni grandilocuente ni apostar por epifanías al uso, The Mule se convierte de todos modos en otro de sus testamentos cinematográficos. Y una especie de homenaje –o pedido de perdón– a los que dejó de lado para dedicarse a cultivar su propia carrera (o ego) como cineasta. Para que todos tengamos al Clint ícono en la pantalla por más de 50 años, seguramente muchos de sus seres más cercanos tuvieron que dejarlo ir. Y nunca es tarde para disculparse con ellos. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)