The Quiet American transcurre en 1952, Vietnam se levanta contra Francia para conseguir la independencia. En este escenario, un veterano periodista inglés, un joven americano y una bella mujer vietnamita forman un exótico triángulo amoroso. Nueva versión del film homónimo de Joseph L. Mankiewicz (1958), que se basa en una novela de Graham Greene.

  • IMDb Rating: 7,0
  • RottenTomatoes: 87%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

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En 2001, luego de los ataques del 11 de Septiembre, Miramax, filial de Disney, suspendió la distribución en Estados Unidos de la nueva versión fílmica de The Quiet American, la novela de Graham Greene protagonizada por Michael Caine. Se dieron diferentes excusas. Pero finalmente una sola razón quedó en pie: la crítica irónica al imperialista americano, y su mentalidad de inocencia, resultaba impresentable en el ambiente de fervor patriótico que se vivía -e inducía- por aquella época en los EEUU.

De rebote, la censura a esta película fue una prueba del poder contestatario y antisistema de Greene, a casi cincuenta años de la publicación de esa novela. ¿En que se basa ese poder? Yo diría que es estético y ético a la vez. O sea, en este caso, que se basa en la capacidad de Greene para dibujar literariamente la ambigüedad moral escondida debajo de las máscaras de inocencia más convincentes.

Y el ejemplo cumbre de ese estilo es precisamente The Quiet American. Éste es una aguda crítica, pero no del imperio americano sino del talante que lo hace posible. No es una acusación de culpabilidad; sino por el contrario una acusación de inocencia, de los peligros de la inocencia. Según la famosa imagen de Greene en este libro: «La inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campana y que se pasea por el mundo sin mala intención».

Pyle es el americano impasible, o tranquilo, que se pasea por el mundo armado de mucho poder de destrucción pero sin mala intención. Un joven de veintitantos, posiblemente agente de la CIA, que llega de Boston a Saigón en plena guerra colonial de indochina, armado con la convicción de que el problema que tienen los franceses allí es muy sencillo. Nada que una dosis de democracia y valores americanos no puedan curar (sobre todo si el remedio se administra con alguna fuerza). Por otra parte, está el protagonista de la novela: Fowler. Este es un periodista británico cincuentón, descreído -y sería más propio decir desesperado- que no toma partido y se define sólo como un reportero sin opinión («las opiniones quedan para los editorialistas»). El único motivo de vida que le queda a Fowler es el amor estrictamente sexual que siente por su amante vietnamita, la joven Fuong («significa «fénix»; pero hoy ya nada es fabuloso y nada renace de sus cenizas».)

El enfrentamiento entre la vieja y cansada Europa y la joven América voluntariosa es inevitable y se produce, previsiblemente, por el amor del resto del mundo. Apenas la ve, el joven Pyle se enamora de Fuong con un amor paternal que pretende salvar a la muchacha de la condición de amante transitoria que es lo único que puede darle Fowler. El americano impasible desea protegerla y darle un bienestar similar al que quiere, con la mejor de las intenciones, imponer en su país. Hay una sola cosa, quizás, que Pyle no está dispuesto a hacer por Fuong: renunciar a la idea de que la bondad puede imponerse, por la razón o la fuerza. Esto es: no está dispuesto a perder su inocencia. (Al final veremos cómo intenta resolver este dilema).

En los años cincuenta del siglo pasado -en plenos desengaños de la guerra fría- Greene evolucionó más allá de los milagros de aquellas novelas, alejándose hacia un territorio aún más peligroso y despoblado: el de la desesperación sin coartadas teológicas. Es en ese territorio donde halla y escribe su novela más grande: The Quiet American (1955).

A esas alturas el escritor católico se ha declarado un «agnóstico católico». O sea, ha encarnado la ambigüedad. En consecuencia, esta obra representa el momento culminante de su estilo narrativo ambiguo. Perdida la fe sólo queda una actitud: actuar como si dios existiera. El protagonista de la novela, Fowler, no encuentra ningún motivo para actuar correctamente, nada que compense su cinismo. Y sin embargo, de algún modo oscuro este periodista descreído que lucha por no tomar partido alguno en medio de una guerra, sabe que su escepticismo hace menos daño que las acciones del crédulo partisano por la democracia: Pyle, el americano impasible que está seguro de tener a la civilización occidental -y a Dios- de su parte.

En una de las escenas cumbres de la narrativa greeniana, Pyle le pide a Fowler que esté presente cuando se declare a Fuong, la amante vietnamita del segundo y con la que el americano quiere casarse. «Quiero que oigas todo lo que tengo para decir. De otro modo sentiría que no te estoy jugando limpio», se justifica Pyle. Fowler asiste a esa escena triangular armado de todo su escepticismo, sintiendo que detesta la buena conciencia de Pyle pero que al mismo tiempo no tiene argumentos contra su agresiva pureza de corazón: Pyle no le está robando a su mujer. No, el americano impasible se la quiere ganar, quitándosela limpiamente de abajo de sus narices (o mejor dicho de abajo de otras partes de su cuerpo), armado sólo de su intolerable confianza en la superioridad de sus valores. Armado, en una palabra, de su inocencia.

Promediando la entrevista entre los tres está claro que Fuong no comprende lo que le dice Pyle. El francés de este es muy pobre, y no habla nada de vietnamita. Fowler se ve obligado a traducir a su mujer las intenciones de su pretendiente americano. O sea, a través de la boca del corrupto y descreído Fowler pasan las palabras inocentes y puras de Pyle que le ofrece a la joven vietnamita literalmente «hacerse la América» (o la americana): matrimonio e hijos, un porvenir asegurado en Boston. «Solemnemente, como si se hubiera estudiado su papel de memoria, Pyle dijo que sentía gran amor y respeto por Fuong. Lo había sentido desde la noche en que había bailado con ella. En cierto modo me recordaba a esos mayordomos que ofician de guías ante un grupo de turistas que visitan un palacio. El palacio era su corazón…».

La vietnamita observa a su pretendiente con inescrutable perplejidad «como viendo una película». El americano siente que debe ir más lejos, demostrar la seriedad de sus intenciones, y le pide a su rival que traduzca lo siguiente:

«-No soy rico. Pero cuando mi padre muera tendré unos cincuenta mil dólares. Poseo buena salud. Puedo hacerle ver mis exámenes de sangre…- y luego vacila- ¿Habrá comprendido esto?»

Fowler le contesta:

«-No puedo asegurarlo, pero creo que sí. No querrás que le agregue un poco de pasión ¿no es cierto?»

 

Un poco de pasión… Quizás Fowler, una vez más, es injusto (la desesperación es injusta). Hay una suerte de pasión en la inocencia del joven americano, en su completa seguridad en si mismo y en la superioridad de sus exámenes de sangre. Es la pasión de lo correcto, de estar en lo cierto, de pertenecer al bando del bien y la democracia. Cualquiera a quien se le exponga claramente -una muchacha vietnamita por ejemplo-, tendrá que reconocer la superioridad de ese tipo de amor. El mundo no podría resistirse si admitiera la pureza del amor con el que se intenta conquistarlo. (Leyendo esa escena irónica intuimos mejor las razones de Disney-Miramax para prohibir la circulación de The Quiet American).

Al final del libro, Fowler y Pyle se encuentran en el sitio de un atentado con coche bomba en el centro de Saigón (el libro es escalofriantemente actual y no sólo por esto). Hay cuerpos despedazados, una mujer que tapa con su sombrero de paja a su niño muerto, piscinas de sangre. El agente Pyle ha entregado explosivo plástico a uno de los bandos en pugna y este es el resultado. Fowler pierde por un instante el control y empuja a Pyle sobre una de esas piscinas. El perturbado americano impasible -«yo no sabía»- mete el pie en la sangre.

«Es horrible… tendré que hacerme limpiar los zapatos antes de ir a ver al Ministro -dijo».

 

Es «horrible», sí. El mundo es horrible y no se deja conquistar tan fácilmente. La inocencia ha metido la pata y no sabe cómo limpiársela. Inevitablemente recordamos el ofrecimiento de mostrarle a la amada vietnamita sus exámenes de sangre. Inevitablemente recordamos la sangre inocente en otras calles de este mundo, cincuenta años más tarde. Y a los inocentes que la derraman con la mejor intención. (Carlos Franz – CervantesVirtual.com)