September 5 transcurre durante los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, cuando el equipo de periodistas deportivos estadounidenses de la ABC que cubrían los juegos se vieron de repente obligados a cubrir la crisis de los rehenes de los atletas israelíes secuestrados por un grupo terrorista.
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Hay un cierto malentendido respecto a September 5. Lógico y comprensible, pero malentendido al fin. Es que, en lo esencial, no es esta una película sobre la llamada «Masacre de Munich», el secuestro de parte de un grupo de militantes palestinos de una decena de atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos que se hicieron en esa ciudad alemana en 1972. De hecho, da la sensación que podría haber sido cualquier otro evento trágico capturado en vivo, y no cambiaría demasiado. Lo que pasó o no pasó allí, lo que se hizo mal, lo que se debió haber hecho distinto y las consecuencias políticas del asunto no son la parte central de la trama del film del realizador suizo de Tides. La película, en realidad, trata de otra cosa.
Utilizando la confusa información acerca de lo que va pasando ese día en tiempo presente, la película reconstruye en realidad el trabajo de los periodistas deportivos de la cadena ABC que estaban cubriendo los Juegos Olímpicos y que se toparon esa madrugada con disparos y la posterior confirmación de que había una toma de rehenes en marcha. Lo central pasa menos por el contexto político o los detalles de cada paso del hecho en sí y más por cómo esa serie de contradictorias informaciones se reciben, se analizan, se debaten y se ponen, o no, al aire. September 5 es una película sobre la responsabilidad informativa apta para una época en la que esas palabras parecen haber dejado de tener sentido.
Vale una aclaración a modo de contexto. Es una larga tradición en los Estados Unidos que los canales de aire de la TV que tienen sus derechos se ocupan de los Juegos Olímpicos con especial dedicación y a lo largo de todo el día, cubriendo muchos eventos de una manera que en otros países recién se empezó a hacer con la aparición de la TV por cable y, más aún, gracias a internet. Es por eso que ABC Sports tiene un enorme equipo de gente y de cámaras allí, en lo que parece un operativo gigantesco. Lo que ninguno de ellos imagina es que el eje de esa cobertura iba a cambiar radicalmente esa madrugada.
El equipo lo lidera Roone Arledge (Peter Saarsgard), el presidente de ABC Sports, pero lo comandan esencialmente dos personas: un productor de noticias llamado Geoffrey Mason (John Magaro, de Past Lives, First Cow y Laroy, Texas) y el jefe de operaciones de ABC Sports, Marvin Bader (Ben Chaplin). Son ellos tres, con la fundamental colaboración de Marianne Gebhardt (Leonie Benesch, de The Theachers’ Lounge, en un papel ficcional que representa a las varias personas alemanas que ayudaron como traductoras e intermediarias), los encargados de recibir la información, ordenarla, entenderla y, sobre todo, transmitirla en vivo a millones de personas que los tienen como casi únicos ojos en el lugar ya que, al estar cubriendo los juegos, llegaron antes y con más recursos que cualquier otro canal estadounidense.
A ellos se les suma el periodista Jim McKay, la cara visible de la emisión (solo se ve al real, en material documental) y el que ponía la angustiante información al aire. Y Peter Jennings (Benjamin Walker), el único especializado en temas políticos, que estaba cubriendo los juegos también. Salvo él, los demás no eran expertos en política, pero transmitir eventos deportivos en vivo les daba un gran entrenamiento para sacar adelante esa inesperada tarea. La historia que se cuenta aquí transcurre casi en su totalidad en las distintas oficinas del estudio de ABC Sports en Munich, ubicado a pocos metros de la Villa Olímpica donde la toma de rehenes tiene lugar. Y casi todo pasa por las decisiones que se toman a lo largo de esas horas, especialmente las ligadas a cómo manejar la información que se obtiene.
Es importante tomar en cuenta que la tecnología de la época era limitada en cuanto a los tiempos de revelado del material, el horario de uso del satélite, la dificultad para comunicarse con los reporteros ubicados en el terreno y otros detalles que modifican mucho lo que se podía hacer entonces con lo que se puede ahora. Y eso –que puede ser confuso en relación al ritmo del relato, que parece ser casi en tiempo real pero en realidad tomó un día entero– les va permitiendo tener algunos momentos en los que se producen varios choques internos respecto a qué se debe mostrar, qué no, la necesidad de confirmación de una noticia y otros debates éticos que siguen resonando ahora igual o más que antes, pese a que poquísima gente parezca prestarles atención.
Como película acerca del trabajo periodístico ante una situación de crisis, September 5 es muy buena, dándole ritmo de thriller a todo lo que pasa en esa redacción. En ese sentido, el film de Fehlbaum conecta con el tipo de cine que se hacía en la época en la que se centra la historia, títulos como Network, All the President’s Men o tantos otros dramas realistas con nervio de película de suspenso que caracterizaron al cine estadounidense en la primera mitad de los años ’70. Se pueden discutir algunas decisiones (la compresión de tiempo, como decía antes, es algo tramposa), pero las discusiones, corridas, peleas y salidas ingeniosas para resolver problemas le dan a la película una constante urgencia. Son poco más de 90 minutos y pasan volando.
La película no intenta meterse en el tema Medio Oriente ni en lo específico del conflicto entre Israel y Palestina. Lo más parecido a un análisis político pasa por cómo Alemania lidia con el fracaso que la toma de rehenes representa para un país que quería dar una imagen nueva y moderna ante el mundo en esos Juegos Olímpicos. Que eso suceda, además, con un grupo de atletas israelíes, duplica el problema. Y, para sumar complicaciones, digamos que sus fuerzas de seguridad y sus autoridades políticas tampoco parecen haber actuado de maneras muy profesionales que digamos. Pero Fehlbaum no insiste sobre eso. A lo sumo deja en evidencia el conflicto interno que allí se vivía entre reforzar la seguridad y el miedo de quedar ante el mundo como violentos o autoritarios.
September 5 es una película sobre el periodismo en tiempos de crisis, sobre profesionales puestos bajo la lupa ante la urgencia de resolver problemas, tratando de equivocarse lo menos posible. La película no se detiene en las vidas privadas de ninguno de ellos –no sabemos cómo viven ni quiénes son fuera de estudio y, salvo por un dato específico que explica la actitud de uno de ellos, no hay ningún arco dramático convencional para cada personaje– sino que los pone a trabajar como equipo para informar a la gente de un hecho trágico de la mejor manera que pueden hacerlo. Pero nunca olvida, que aún ante la urgencia o la competencia por la primicia, hay algunas preguntas que siempre tienen que hacerse. Ser primeros no es lo único importante, especialmente cuando hay vidas en juego. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
En Capricorn One el mundo entero está presenciando el primer viaje tripulado a Marte sin saber que se trata, en realidad, de un simulacro. Los tres astronautas designados para la misión se ven obligados a participar en la farsa, porque sus familias están amenazadas. El fraude parece funcionar hasta que un técnico de la NASA se da cuenta de que está sucediendo algo extraño y, con la ayuda de un periodista amigo suyo, decide investigar…
Siempre he disfrutado del cine sobre teorías de la conspiración. Pero en las reales, aunque interesantes, siempre acaban dándome dolor de cabeza por discusiones inacabables. Sólo hay que coger una de los más llamativas y que siempre está ahí: el primer alunizaje a la Luna de 1969 del Apollo 11, y que Kubrick rodó. Con todo el respeto a los conspiranoicos, ¿vosotros veis a Kubrick rodando una escena así, con tan mala calidad, y con tan malos actores? Ésa es una de las tantas teorías sobre el viaje a la Luna, y ahí quedó esa espina (y sigue estando) sobre aquel increíble viaje. Nueve años más tarde, Peter Hyams dirigió su propia versión con ‘Capricornio Uno‘, aunque aquí sería un tipo de ficción que podría ser real.
El director y guionista Peter Hyams se estrenó con el cine de ciencia-ficción (si hablamos por la premisa de la película) con Capricorn One. Un género con el que está muy cómodo, y que nos ha dejado grandes películas como Outland, 2010: The Year We Make Contact, Timecop o incluso The Relic.
El primer borrador del guion surgió, como no, después que Hyams viera a Armstrong pisar la Luna. Se preguntó que cómo era posible que la única prueba que se tuvo de un evento tan importante, fuera sólo a través de la televisión. La otra mitad de la inspiración le vino cuando surgieron todas las teorías de conspiración sobre ese viaje. Tardó años en poder vender el proyecto, pero a raíz del escándalo Watergate, tuvo luz verde para hacer una película sobre un gobierno que engaña a su pueblo. Marketing gratuito.
Capricorn One está dividida en dos historias. Por un lado tenemos la trama de los tres astronautas. Comienzan con el dilema moral de explicar, o no, lo que está ocurriendo. Pero después, cuando se dan cuenta que todo ha salido mal y que quieren callarles la boca, tienen que huir para salvar sus vidas. Este segundo tramo se convierte en casi película de aventuras y de supervivencia, con algunos momentos de angustia. Por otra parte tenemos la historia del periodista que sospecha que ocurre algo raro. Aquí estamos ante un interesante thriller de investigación y suspense, con buenas persecuciones y escenas de tensión. Ambas tramas se alternan muy bien entre ellas, consiguiendo un buen ritmo. Lo malo, que hay un par de momentos que los vi muy «Deux ex machina» poco creíbles. Y, sin entrar en spoilers, su escena final me sacó mucho de la película, rozando el ridículo en su ejecución.
Aún así, su montaje, la fotografía, y su apartado técnico, nos ofrece buenos momentos. Destacando un enfrentamiento aéreo que, según expertos en aviación, fue una de las secuencias aéreas más peligrosas que se había rodado hasta entonces. Y no debemos la música de Jerry Goldsmith (Alien, Total Recall, L.A. Confidential), que tiene un leitmotiv genial, y también le añade tensión a muchos momentos.
Capricorn One no cuenta sólo con un guion interesante, además está llena de buenos diálogos y personajes, que funcionan gracias a su gran reparto. Los tres astronautas están interpretados por James Brolin, Sam Waterston, y O.J. Simpson. Todos están correctos y cada vivirá su pequeña aventura de supervivencia. Aunque los mejores momentos los tienen los personajes de O.J. y James Brolin, que nos los harán pasar mal. Eso sí, alguno de Brolin no me lo creo para nada.
Después como el Dr. Kelloway —el que monta todo este fraude—, está Hal Holbrook (All the President’s Men, The Fog, de Carpenter). Un científico que nos vende el rollo que todo lo hace por un bien común para la NASA, pero es un cabrito de cuidado.
Elliott Gould (The Silent Partner, Ocean’s Eleven, y Bob & Carol & Ted & Alice, entre otras) hace un gran papel como el periodista que lleva el caso. También se jugará la vida por meterse donde no le llaman. Gran actuación como siempre, añadiendo hasta momentos cómicos que funcionan muy bien. Aunque un poco pillado por los pelos de como llega a la conclusión para empezar a investigar. A través de todos ellos vemos una conspiración que no sólo afe cta internamente al gobierno, si no como se usa los medios de comunicación, las mentiras, y todo el poder de un gobierno, para mantener el status quo y la imagen que se tiene de un país.
Peter Hyams nos da una premisa interesante, muy bien dirigida, y acompañada de buenos actores. Tiene sus dosis de suspense y tensión, y con un ritmo muy bueno, alternando cine de aventuras y thriller de investigación. Lo malo que hay momentos en su guion muy forzados, y una escena final cercana al de un telefilm de Antena 3. Si os gusta el cine de conspiraciones gubernamentales y de investigación, thrillers de suspense, e incluso algo de aventuras, o creéis que nadie fue a la Luna, Capricorn One es vuestra película. (Deckard – LasCrónicasDeDeckard.com)
Civil War sucede en un futuro cercano, donde Estados Unidos está sumida en una cruenta guerra civil. Un equipo de periodistas y fotógrafos de guerra emprenderá un viaje por carretera en dirección a Washington DC. Su misión: llegar antes de que las fuerzas rebeldes asalten la Casa Blanca y arrebaten el control al presidente de Estados Unidos.
IMDb Rating: 7,4
RottenTomatoes: 81%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)
Como escritor, el británico Alex Garland ganó reconocimiento con su primera novela, The Beach (1996), que fue adaptada al cine en 2000 de una manera irregular con Leonardo DiCaprio en el papel principal y Danny Boyle como director. Posteriormente, escribió la novela The Tesseract (1998) y la narrativa del videojuego Enslaved: Odyssey to the West (2010), (Garland también ha estado a cargo de la serie de videojuegos Devil May Cry). En el ámbito cinematográfico, Garland ha ganado renombre como guionista de 28 Days Later (2002) y Sunshine (2007), dos grandiosas cintas dirigidas por el mismo Boyle. También escribió el guion de Never Let Me Go (2010), basado en la novela distópica de Kazuo Ishiguro y dirigida por Mark Romanek, así como la segunda adaptación cinematográfica de Judge Dredd en 2012, protagonizada por Karl Urban y una de las mejores películas de superhéroes de todos los tiempos.
Como director, Garland debutó con Ex Machina (2014), un aclamado thriller de ciencia ficción que recibió el premio Óscar a los Mejores Efectos Visuales. Luego dirigió Annihilation (2018), otra película de ciencia ficción basada en la novela del mismo nombre de Jeff VanderMeer, con resultados irregulares, al igual que la cinta de terror existencialista Men (2022), no siendo ese el caso de Devs, una estupenda miniserie ambientada en el mundo de la alta tecnología. En todas sus obras Garland nos ofrece una balanceada mezcla de visceralidad con metáforas filosóficas y una meticulosa dirección de arte.
Sin embargo, Garland suele ser un escritor derivativo. The Beach es una versión actualizada de Lost Horizon, 28 Days Later es una variación de I Am Legend, Dredd casi que plagia la premisa de The Raid y Ex Machina y Annihilation beben de Metropolis, Alien, Terminator y Westworld. Su última cinta, llamada Civil War, no es la excepción, ya que pese a que está ambientada en un contexto futurista distópico, es muy similar a Salvador, Under Fire, The Killing Fields y The Year Of Living Dangerously, esas cuatro películas de la década de los ochenta que nos muestran a unos reporteros descendiendo al infierno del conflicto armado en busca de una noticia.
Civil War nos muestra a unos Estados Unidos decadentes, cuyas divisiones evidentes pero no especificadas han estallado en una guerra cruenta. Los estados de Texas y California ahora son gobernados por los secesionistas rebeldes, las Fuerzas Occidentales, o WF, hacen avances masivos hacia Washington DC, situación sobre la cual el presidente (Nick Offerman) está en negación, haciendo discursos televisivos delirantes sobre lo bien que está ejerciendo su labor y sobre su deber patriótico para con su país.
Un grupo de reporteros, dos de ellos fotoperiodistas, planea hacer un viaje muy peligroso en una camioneta de prensa detrás de las líneas de WF, posiblemente esperando unirse a su avance hacia la capital, cada uno soñando secretamente con la foto definitiva: la captura o ejecución del comandante en jefe, o por lo menos una entrevista con las últimas declaraciones del mandatario. Lee es la veterana fotógrafa de guerra (Kirsten Dunst) una mujer estoica, hija de una leyenda del periodismo y de quien intuimos por su rostro que ha vivido mucho dolor. Su compañero es el reportero de Reuters Joel (Wagner Moura), un adicto a la adrenalina, eufórico después de cada tiroteo que pone en riesgo su vida. El veterano Sammy (el siempre excelente Stephen McKinley Henderson) es un veterano reportero del New York Times y la voz de la mesura y la sabiduría. Jessie, recién salida de la universidad, interpretada por Cailee Spaeny, protagonista de Devs y a quien hace poco vimos como la esposa de Elvis en la cinta de Sofia Coppola, es otra adicta a la adrenalina que idolatra a Lee, que convence a Joel para que la lleve en su auto tripulado por adultos y a quien vemos transformarse de una periodista joven e ingenua a una fotógrafa osada y fría.
Garland intenta hacer un retrato de esos reporteros clásicos que están en vía de extinción. El tipo de personas que están menos interesadas en explicar lo que las cosas “significan” que en conseguir la primicia antes que la competencia, por cualquier medio necesario, unos corresponsales de guerra obsesivos (piensen en Robert Capa) que raramente regresan a sus propios países y que no se preocupan por el impacto real de la violencia que relatan, o que más bien la evitan para mantenerse enfocados en su oficio.
De todas maneras, hay dos cosas muy peculiares en esta cinta. Primero, todo parece indicar que en el futuro ya no existirán periodistas que cubran conflictos (el cierre masivo de periódicos y revistas basta para que se pueda afirmar esto). Y segundo, estos periodistas no están constantemente explicándose entre sí (y al mismo tiempo al espectador) sobre las razones que llevaron a la guerra civil. Lo que hace Garland aquí es mostrarnos el infierno de la guerra de una manera deformada, absurda, inferida y surrealista, como lo hicieron Coppola con Apocalypse Now y Kubrick con Full Metal Jacket. No hay tiempo para pensar, solo para sobrevivir.
Es así que Civil War no es un diagnóstico de lo que está sucediendo hoy con los Estados Unidos, pero sí es una advertencia. Actualmente, Texas es un estado republicano y California vota por el partido demócrata. Sin embargo, el norte de California está cada vez más controlado por multimillonarios influenciados por las políticas liberales y gran parte de California central y oriental se inclina hacia el partido republicano y odia tanto a los demócratas de California que han llegado al punto de abogar por dividir a California para convertirse en un país independiente. Asimismo, tanto al presidente Trump como a Biden se les ha tildado de “fascistas”. Es cierto que la cinta evita tomar un partido, pero eso es hasta que Jesse Plemons (pareja de Kirsten Dunst en la realidad), hace una aparición como un soldado que podría o no ser un oficial del Frente Occidental, interroga al grupo aterrorizado de periodistas (que consta de dos mujeres blancas, un hombre negro nacido en el país, un emigrante sudamericano, además de un asiático-americano y un inmigrante chino que se unieron en el camino), preguntándoles por su nacionalidad con funestas consecuencias.
Civil War es una historia sobre periodistas inmersos en un país que se está derrumbando pero que siguen persiguiendo la historia y están decididos a atraparla incluso si eso los mata. Probablemente parecerán antipáticos y desagradables para la mayoría de los espectadores actuales urgidos de un sesgo político. El New York Times y otros medios han sido criticados en los últimos años por darle al auge del fascismo estadounidense el tratamiento de “ambas partes”, y cuando sus reporteros son atacados por su supuesta neutralidad, a menudo se defienden afirmando que su único deber es contar la historia. En la cinta de Garland, ambas facciones están representadas, pero en un contexto que pregunta ¿Es la mayor obligación del narrador contar lo que sucedió o elegir un lado? y luego deja que la audiencia discuta sobre la respuesta, así como lo hizo Leave The World Behind, esa otra cinta distópica de Sam Esmail, un autor muy cercano a Garland y que busca hacer preguntas antes de llenarnos la cabeza con respuestas.
El escritor y guionista Alex Garland ha anunciado su retiro de la dirección. Quizás el mundo ya no necesita de periodistas que cubran noticias o de directores provocadores que generen interrogantes. (André Didyme-Dome – es.RollingStone.com)
The Quiet American transcurre en 1952, Vietnam se levanta contra Francia para conseguir la independencia. En este escenario, un veterano periodista inglés, un joven americano y una bella mujer vietnamita forman un exótico triángulo amoroso. Nueva versión del film homónimo de Joseph L. Mankiewicz (1958), que se basa en una novela de Graham Greene.
En 2001, luego de los ataques del 11 de Septiembre, Miramax, filial de Disney, suspendió la distribución en Estados Unidos de la nueva versión fílmica de The Quiet American, la novela de Graham Greene protagonizada por Michael Caine. Se dieron diferentes excusas. Pero finalmente una sola razón quedó en pie: la crítica irónica al imperialista americano, y su mentalidad de inocencia, resultaba impresentable en el ambiente de fervor patriótico que se vivía -e inducía- por aquella época en los EEUU.
De rebote, la censura a esta película fue una prueba del poder contestatario y antisistema de Greene, a casi cincuenta años de la publicación de esa novela. ¿En que se basa ese poder? Yo diría que es estético y ético a la vez. O sea, en este caso, que se basa en la capacidad de Greene para dibujar literariamente la ambigüedad moral escondida debajo de las máscaras de inocencia más convincentes.
Y el ejemplo cumbre de ese estilo es precisamente The Quiet American. Éste es una aguda crítica, pero no del imperio americano sino del talante que lo hace posible. No es una acusación de culpabilidad; sino por el contrario una acusación de inocencia, de los peligros de la inocencia. Según la famosa imagen de Greene en este libro: «La inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campana y que se pasea por el mundo sin mala intención».
Pyle es el americano impasible, o tranquilo, que se pasea por el mundo armado de mucho poder de destrucción pero sin mala intención. Un joven de veintitantos, posiblemente agente de la CIA, que llega de Boston a Saigón en plena guerra colonial de indochina, armado con la convicción de que el problema que tienen los franceses allí es muy sencillo. Nada que una dosis de democracia y valores americanos no puedan curar (sobre todo si el remedio se administra con alguna fuerza). Por otra parte, está el protagonista de la novela: Fowler. Este es un periodista británico cincuentón, descreído -y sería más propio decir desesperado- que no toma partido y se define sólo como un reportero sin opinión («las opiniones quedan para los editorialistas»). El único motivo de vida que le queda a Fowler es el amor estrictamente sexual que siente por su amante vietnamita, la joven Fuong («significa «fénix»; pero hoy ya nada es fabuloso y nada renace de sus cenizas».)
El enfrentamiento entre la vieja y cansada Europa y la joven América voluntariosa es inevitable y se produce, previsiblemente, por el amor del resto del mundo. Apenas la ve, el joven Pyle se enamora de Fuong con un amor paternal que pretende salvar a la muchacha de la condición de amante transitoria que es lo único que puede darle Fowler. El americano impasible desea protegerla y darle un bienestar similar al que quiere, con la mejor de las intenciones, imponer en su país. Hay una sola cosa, quizás, que Pyle no está dispuesto a hacer por Fuong: renunciar a la idea de que la bondad puede imponerse, por la razón o la fuerza. Esto es: no está dispuesto a perder su inocencia. (Al final veremos cómo intenta resolver este dilema).
En los años cincuenta del siglo pasado -en plenos desengaños de la guerra fría- Greene evolucionó más allá de los milagros de aquellas novelas, alejándose hacia un territorio aún más peligroso y despoblado: el de la desesperación sin coartadas teológicas. Es en ese territorio donde halla y escribe su novela más grande: The Quiet American (1955).
A esas alturas el escritor católico se ha declarado un «agnóstico católico». O sea, ha encarnado la ambigüedad. En consecuencia, esta obra representa el momento culminante de su estilo narrativo ambiguo. Perdida la fe sólo queda una actitud: actuar como si dios existiera. El protagonista de la novela, Fowler, no encuentra ningún motivo para actuar correctamente, nada que compense su cinismo. Y sin embargo, de algún modo oscuro este periodista descreído que lucha por no tomar partido alguno en medio de una guerra, sabe que su escepticismo hace menos daño que las acciones del crédulo partisano por la democracia: Pyle, el americano impasible que está seguro de tener a la civilización occidental -y a Dios- de su parte.
En una de las escenas cumbres de la narrativa greeniana, Pyle le pide a Fowler que esté presente cuando se declare a Fuong, la amante vietnamita del segundo y con la que el americano quiere casarse. «Quiero que oigas todo lo que tengo para decir. De otro modo sentiría que no te estoy jugando limpio», se justifica Pyle. Fowler asiste a esa escena triangular armado de todo su escepticismo, sintiendo que detesta la buena conciencia de Pyle pero que al mismo tiempo no tiene argumentos contra su agresiva pureza de corazón: Pyle no le está robando a su mujer. No, el americano impasible se la quiere ganar, quitándosela limpiamente de abajo de sus narices (o mejor dicho de abajo de otras partes de su cuerpo), armado sólo de su intolerable confianza en la superioridad de sus valores. Armado, en una palabra, de su inocencia.
Promediando la entrevista entre los tres está claro que Fuong no comprende lo que le dice Pyle. El francés de este es muy pobre, y no habla nada de vietnamita. Fowler se ve obligado a traducir a su mujer las intenciones de su pretendiente americano. O sea, a través de la boca del corrupto y descreído Fowler pasan las palabras inocentes y puras de Pyle que le ofrece a la joven vietnamita literalmente «hacerse la América» (o la americana): matrimonio e hijos, un porvenir asegurado en Boston. «Solemnemente, como si se hubiera estudiado su papel de memoria, Pyle dijo que sentía gran amor y respeto por Fuong. Lo había sentido desde la noche en que había bailado con ella. En cierto modo me recordaba a esos mayordomos que ofician de guías ante un grupo de turistas que visitan un palacio. El palacio era su corazón…».
La vietnamita observa a su pretendiente con inescrutable perplejidad «como viendo una película». El americano siente que debe ir más lejos, demostrar la seriedad de sus intenciones, y le pide a su rival que traduzca lo siguiente:
«-No soy rico. Pero cuando mi padre muera tendré unos cincuenta mil dólares. Poseo buena salud. Puedo hacerle ver mis exámenes de sangre…- y luego vacila- ¿Habrá comprendido esto?»
Fowler le contesta:
«-No puedo asegurarlo, pero creo que sí. No querrás que le agregue un poco de pasión ¿no es cierto?»
Un poco de pasión… Quizás Fowler, una vez más, es injusto (la desesperación es injusta). Hay una suerte de pasión en la inocencia del joven americano, en su completa seguridad en si mismo y en la superioridad de sus exámenes de sangre. Es la pasión de lo correcto, de estar en lo cierto, de pertenecer al bando del bien y la democracia. Cualquiera a quien se le exponga claramente -una muchacha vietnamita por ejemplo-, tendrá que reconocer la superioridad de ese tipo de amor. El mundo no podría resistirse si admitiera la pureza del amor con el que se intenta conquistarlo. (Leyendo esa escena irónica intuimos mejor las razones de Disney-Miramax para prohibir la circulación de The Quiet American).
Al final del libro, Fowler y Pyle se encuentran en el sitio de un atentado con coche bomba en el centro de Saigón (el libro es escalofriantemente actual y no sólo por esto). Hay cuerpos despedazados, una mujer que tapa con su sombrero de paja a su niño muerto, piscinas de sangre. El agente Pyle ha entregado explosivo plástico a uno de los bandos en pugna y este es el resultado. Fowler pierde por un instante el control y empuja a Pyle sobre una de esas piscinas. El perturbado americano impasible -«yo no sabía»- mete el pie en la sangre.
«Es horrible… tendré que hacerme limpiar los zapatos antes de ir a ver al Ministro -dijo».
Es «horrible», sí. El mundo es horrible y no se deja conquistar tan fácilmente. La inocencia ha metido la pata y no sabe cómo limpiársela. Inevitablemente recordamos el ofrecimiento de mostrarle a la amada vietnamita sus exámenes de sangre. Inevitablemente recordamos la sangre inocente en otras calles de este mundo, cincuenta años más tarde. Y a los inocentes que la derraman con la mejor intención. (Carlos Franz – CervantesVirtual.com)
The French Dispatch es una carta de amor al mundo del periodismo, ambientada en la redacción de un periódico estadounidense en una ciudad francesa ficticia del siglo XX, con tres historias interconectadas entre sí.
El arte de la edición periodística tiene bastante en común con la del cine. Se crean las «escenas», se distribuyen en el espacio y en el tiempo, se conectan entre sí con hilos aparentemente invisibles y se conjugan para crear historias, narrativas, situaciones, personajes. Un mundo. En The French Dispatch Wes Anderson funciona como un editor periodístico –el más preciosista y obsesivo de todos, habría que decir– para armar un relato que incluye otros en su interior para conformar algo así como el Suplemento Dominical de Wes. Están casi todas sus obsesiones formales aquí enganchadas entre sí como en un suntuoso remix y también las temáticas, siempre menos visibles y evidentes pero que expresan lo que, creo yo, es lo más importante de su cine: su profundo amor por sus personajes y su mirada humanista, crítica y consciente de los conflictos del mundo real.
Armada como un homenaje a revistas estadounidenses tipo The New Yorker –con sus notas largas, complejas, refinadamente escritas y en las que muchas veces el que las escribe es parte de los acontecimientos– y a los míticos escritores y periodistas que las habitan, The French Dispatc procede como si fuera el último número de una de ellas. Tiene una nota breve, tres más largas y un obituario, el de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el dueño y fundador de la revista The French Dispatch, quien dejó encomendado que al morir se cerrara. La revista funciona en el inventado pueblo francés de Ennui-sur-Blasé y depende del Evening Sun, un diario de Liberty, Kansas (no olvidar que Wes es un texano que vive en París) que es propiedad del padre de Arthur. Su excéntrico hijo, un amante de la buena escritura y los personajes que la producen, la ha creado en 1925 y piensa llevársela a su tumba, algo que sucede en 1975. Lo que el film hace es, fundamentalmente, contar las historias detrás de esa póstuma edición.
En cierto sentido, lo que este formato le permite al director de Rushmore es hacer un programa de cortos, con un eje que los contiene y sobre el que pivotea, que es la redacción en sí y su peculiar funcionamiento interno. Y al hacerlo se permite acumular aún más los acostumbrados juegos formales, artificios y sistemas con los que siempre ha trabajado (acción en vivo, tableaux vivants, animación, mezcla de color y blanco y negro y todo tipo de creativos inventos), convirtiendo a la película casi en un muestrario fascinante de todo lo que puede pasar por su cabeza, como si al espectador se le hubiera dado acceso a algún arcón de recuerdos o proyectos a medio terminar de Wes y los pueda rearmar a modo de collage. Si a alguien los procedimientos de Wes le resultan irritantes probablemente le cueste mucho entrar acá: The French Dispatch es un «grandes éxitos» del tipo de recursos que atraviesan su obra.
Casi que no tiene mucho sentido explicarlos o resumirlos porque parte de la magia (o fastidio) de la película pasa por verlos funcionar. Como un film de animación en movimiento, un curioso hijo de Jacques Tati y Jean-Luc Godard, una novela gráfica que cobra súbita vida o la más extravagante casa de muñecas jamás creada, la «revista» de Wes (que, de hecho, habría que pensar en relación a lo que en Argentina conocemos como «el teatro de revistas») acumula todos sus conocidos trucos en un formato abigarrado y apretado. Es fascinante de ver y quizás un poco agobiante también pero es imposible no maravillarse con los elementos puestos en juego, especialmente con cómo su preciso aparato de significantes (su circo de atracciones) conecta con el mundo real de una manera lúcida y crítica, inteligente y humorística.
Es que más allá de su carácter aparente de pura fantasía, The French Dispatch es una película cuyo eje son los conflictos sociales del siglo XX y cómo el periodismo supo retratarlos y analizarlos. Y si bien hay una sensación de nostalgia por una época desaparecida y un mundo que ya no existe, su película no es Amelie (una comparación que a primera vista tiene sentido hacer) ya que su carácter lúdico y aparentemente amable no disimula los convulsionados escenarios en los que sus historias se desarrollan, sino que los revela: los conflictos políticos de los ’60 en Francia, el racismo y la homofobia rampantes, la marginación social, el abuso empresarial y esa sensación de que sus personajes no pueden evitar toparse con los problemas que los rodean, a veces casi sin quererlo. La breve historia que abre el film –en la que el periodista Herbsaint Sazerac (Owen Wilson) recorre Ennui en bicicleta y cuenta con humor la historia un tanto tétrica del lugar– da pistas claras de la oscuridad que rodea a esos paisajes de postal turística.
Wes pone tanto énfasis en la forma que es poco lo que se habla y escribe sobre ese otro costado de su cine, acaso porque él mismo parece hacer lo posible por dejarlo en segundo plano. Pero a diferencia de otros creadores de rompecabezas formales, el realizador de Moonrise Kingdom consigue que su sensibilidad atraviese la cáscara del dispositivo. Y eso lo hace a través de personajes como el propio Horowitz, aún apareciendo pocos minutos en el film y de los protagonistas de sus tres «notas» principales: el violento Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), un psicópata encarcelado, enamorado y convertido en artista conceptual «anti-sistema»; la corresponsal política Lucinda Krementz (Frances McDormand), que se involucra en los movimientos estudiantiles de los ’60 (que no son los que conocemos, pero podrían serlo); y especialmente Roebuck Wright (Jeffrey Wright), escritor afroamericano y homosexual claramente basado en James Baldwin que escribe sobre comidas pero se ve envuelto en un caso extraño que involucra un secuestro.
Sí, las historias son abigarradas y a veces es imposible seguirlas por la cantidad de información visual y narrativa que el espectador recibe (al que hay que sumarle los subtítulos), pero el mundo que recorta esta «edición dominical» de Anderson trasciende el truco, se vibra desde el humor (hay varias secuencias muy graciosas), desde la empatía con los que viven las historias y con los periodistas que las cuentan y que participan en ellas. Es fácil distraerse con los cameos y las participaciones especiales (hay elenco para cinco películas acá, ya que de hecho lo son, y algunos actores como Willem Dafoe, Christoph Waltz, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman o Edward Norton apenas parecen haber pasado a saludar), quedarse en el disfrute de las extravagantes elecciones creativas e interpretaciones de su elenco (Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Elisabeth Moss, Adrien Brody, Lea Seydoux, Mathieu Amalric y los citados McDormand, Del Toro y Wright) o quedarse colgado pensando cómo cuernos Anderson armó determinadas escenas que pueden parecer teatrales pero que funcionan gracias a un conocimiento profundo de la poética cinematográfica. Pero cuando el material sedimenta, The French Dispatch se deja ver por lo que finalmente es: una fascinante historia del siglo XX y de los periodistas que estuvieron allí para contarlo. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
En Call Northside 777, Frank Wiecek fue condenado a 99 años de prisión por un crimen que no cometió. Doce años después, su madre, que limpiando pisos ha ahorrado 5.000 dólares, centavo a centavo, publica un anuncio ofreciendo ese dinero como recompensa para quien le dé la información que permita descubrir al verdadero criminal. Un escéptico periodista inicia una investigación. Basada en una historia real.
De todos los mal llamados artesanos del cine clásico, aquellos directores considerados de segunda fila que hacían un cine de encargo en nómina de los grandes estudios, y a cuyas películas no se les presupone ningún aporte personal o visión de autor, Henry Hathaway destaca como uno de los más versátiles y efectivos, con especial predilección por el western, el cine bélico, las películas de aventuras (en tierra, mar y aire, en selvas, desiertos y montañas, en la época contemporánea o en la era colonial) y el género negro. Call Northside 777 es un drama de investigación periodística basado en un hecho real, a partir de crónicas, noticias y reportajes de la época.
Hathaway recurre a imágenes de archivo, mezcladas con tomas expresamente rodadas para la película, y a una voz en off introductoria, para, en primer lugar, declarar su cinta como un homenaje a la ciudad y a los periódicos de Chicago, y, posteriormente, situar la realidad de 1932, cuando comienzan los hechos. En plena era de la Prohibición, los asesinatos se suceden, y la policía se ve desbordada. El juego y el contrabando de licor priman por doquier, y los enfrentamientos entre bandas son el pan de cada día. En este contexto, dos delincuentes de poca monta, ambos de origen polaco, son arrestados, procesados y condenados a 99 años de cárcel por el asesinato de un policía, acaecido en una tienda de verduras que operaba clandestinamente como centro de reparto de alcohol. La debilidad de sus testimonios, incongruentes y vagos, contrasta con la seguridad de la dueña del local, que les identifica y que resulta ser la única prueba concluyente de cargo. Once años más tarde, la madre de uno de ellos, Frank Wiecek (Richard Conte), convencida de la inocencia de su hijo, publica un anuncio en el periódico en el que ofrece una recompensa de cinco mil dólares que ha ahorrado fregando suelos a quien tenga información para lograr su exculpación de Frank (el título original de la película – Call Northside 777 – hace referencia al teléfono al que devolver la llamada). El anuncio llama la atención de Kelly (Lee J. Cobb), el redactor jefe del periódico, que pone a McNeal (James Stewart) a trabajar en el asunto. Inicialmente escéptico, incluso burlón en los interrogatorios a los implicados, se limita a escribir artículos sensibleros que despierten la compasión de la masa de lectores. Cuando, sin embargo, se convence de la inocencia de Wiecek, se lanza a investigar el caso a fondo para lograr que salga de la cárcel.
Henry Hathaway apuesta por retratar la historia desde la perspectiva del periodista. Ello implica abandonar el que, probablemente, sería el punto de vista más interesante de la historia: la vida de un acusado injustamente que lleva más de una década en prisión, los efectos de su condena, su día a día, la relación con su familia o con sus compañeros de encierro. Estos aspectos se nos muestran parcialmente y de manera inequívocamente favorable a Wiecek (tanto su familia como sus compañeros de celda, o incluso el personal de la cárcel y el alcaide, están por su inocencia), lo que elimina cualquier suspense sobre su culpabilidad o inocencia. Del mismo modo, la investigación no lleva a McNeal al descubrimiento de los verdaderos autores, sino a la demostración de la falsedad del único testimonio contra los condenados, sin que quede, por tanto, esclarecido realmente el crimen. Así pues, no hablamos de un drama criminal, puesto que el crimen en ningún momento se aclara, sino en una crónica del trabajo periodístico, con algunos apuntes de drama social y ciertos tintes documentales, que reflejan tanto el trabajo de los periodistas como algunos aspectos de la tecnología empleada en la prensa de aquellos (como el «artesanal» servicio de transmisión fotográfica).
Correctamente interpretado, James Stewart se presta una vez más a su imagen de americano tipo, ejemplar depositario de los valores eternos de la democracia americana, resultando mucho más interesante su caracterización en los primeros compases del filme, cuando se trata de un periodista escéptico, cínico y algo desencantado. Lee J. Cobb cumple con su eficiencia habitual, y Richard Conte deja a un lado sus característicos papeles de sinvergüenza sin escrúpulos para incorporar a un personaje desvalido pero íntegro, orgulloso, leal, empeñado en proteger la dignidad de su familia. En este punto, la presentación de la madre, que Hathaway sitúa en un gran edificio administrativo, fregando los suelos una vez cerrado al público, arrodillada en la escalera, hablando con un Stewart situado en un plano superior, y la posterior evolución de la secuencia, cuando ella se incorpora y cuenta al periodista su historia, es uno de los momentos más apreciables del metraje.
El apartado más controvertido del guion, sin embargo, es el misterio que rodea a la primera inculpación de Wiecek. Call Northside 777 no puede saltarse las líneas rojas de la autocensura de los estudios, de ahí que busque la manera de construir una trama de corrupción política sin que se la acuse, con o sin razón, de defender la subversión del orden constitucional, en un momento además en que el Comité de Actividades Antiamericanas campa a sus anchas por la vida pública americana. Por tanto, el guion atribuye las responsabilidades delictivas con extremo cuidado, salvando en todo momento el papel de la justicia y de la policía, dejando que determinados personajes estratégicos en el esclarecimiento de la trama «mueran» en el intervalo de tiempo entre la encarcelación de Wiecek y la revisión de su caso, quedando fuera del desarrollo de la trama, y haciendo que sea la fatalidad de una coincidencia de indicios y apariencias, pero en ningún caso la mala voluntad de la ley y el orden o de sus agentes, la que provoque la prisión de dos inocentes, y limitando el concurso de la corrupción y el incumplimiento de la ley por quienes juran defenderla a aspectos accesorios, nunca presentando rostros o nombres concretos como culpables de infringir la ley. La película, en suma, no carga las tintas, se limita a dibujar un escenario genérico o hipotético, y renuncia a exprimir las últimas responsabilidades. Incluso en más de una ocasión presenta abiertamente alegatos acerca del buen papel de la policía y de los jueces frente a la delincuencia.
Una obra, por lo tanto, que, enmarcada dentro de ese subgénero de cine periodístico consistente en la investigación llevada a cabo por un periodista para la liberación de un inocente encarcelado, posee fortalezas y debilidades, algunas de las cuales tienen que ver con lo limitado del presupuesto y el necesario recurso a la elipsis. Así, algunos tramos decisivos de la investigación se liquidan por este medio (la forma de conseguir la fotografía crucial, algunos testimonios que se dice tener pero cuya recogida no aparece en imágenes, ciertas claves de los hechos enunciadas pero en ningún momento vistas o contadas por testigos directos…), mientras que el objetivo de la trama parece ser la reivindicación del periodismo como labor de servicio público. En todo caso, un producto al que Hathaway imprime un ritmo vigoroso y sobrio, y de acabado solvente a pesar de las preguntas que plantea y de su renuncia a obtener respuestas. (39Escalones.com)
En Roman Holiday, Ana, la joven princesa de un pequeño país centroeuropeo, visita la ciudad de Roma. Ana trata de eludir el protocolo y las obligaciones que implica, escapándose del palacio para visitar la ciudad de incógnito. Así conoce a Joe, un periodista americano que busca una exclusiva y finge desconocer la identidad de la princesa. La pareja vivirá unas jornadas inolvidables recorriendo la ciudad.
Mejor Actriz, Mejor Historia y Mejor Vestuario (Premios Oscars 1953)
Mejor Actriz Drama (Premios Globo de Oro 1953)
Mejor Actriz Británica (Premios BAFTA 1953)
Mejor Actriz (Círculo de Críticos de Nueva York 1953)
Mejor Guion Comedia (Sindicato de Guionistas WGA 1953)
Mejores 10 Películas del Año (National Board of Review 1953)
Anna (Audrey Hepburn) es la princesa de un país europeo que no se menciona. Últimamente se encuentra en viaje de buena voluntad por algunas ciudades del viejo continente. Sin embargo al llegar a Roma, Anna se viene abajo. ¿Qué le ocurre? Está harta de vivir amoldada a un estricto protocolo, a un rígido programa que tasa todo su tiempo, y a las ruedas de prensa en las que se ha aprendido las respuesta de antemano. Quiere ser una chica normal, vivir y divertirse como cualquier hija de vecina. Una noche tiene una crisis nerviosa que un diligente médico calma con un fuerte relajante de efecto algo retardado. Antes de que le haga efecto, Anna se escapa de la lujosa alcoba donde duerme y se lanza a las calles de Roma. El problema es que el calmante va haciendo efecto hasta dejarla en un estado casi inconsciente…
Estos primeros compases de la película tienen un estilo decidido a provocar en el espectador un sentimiento agridulce. Hay elementos de comedia que muestran el hastío de Anna, véase el jugueteo con el zapato, pero hay otros que proyectan cierta amargura. Y ése es el tono que marcará Roman Holiday. Es una comedia, pero no una comedia de carcajada y enloquecimiento; si acaso es una comedia de sonrisa, que no escatima algunos momentos levemente dramáticos aquí y allá. Por nuestros ojos comienza a entrar el glamour y la belleza de Audrey, además del magnífico marco de Roma.
La otra pata del banco es Joe Bradley (Gregory Peck). Se trata de un periodista norteamericano, radicado en Roma, que es asiduo a las timbas de póker y debe unos cuantos meses de alquiler. Se nos presenta como una persona bohemia, despreocupada y, finalmente, interesada. Es al salir de una de sus timbas cuando se encuentra, completamente narcotizada, a la princesa Anna. Desconociendo quién es, y a pesar de tratarla con cierta rudeza, la lleva a su apartamento para que pase allí la noche altruista y castamente. Joe simplemente cree que esta borracha y que por la mañana se irá. Al día siguiente Joe va al periódico en el que trabaja y descubre, por una foto, que su huésped es nada menos que la princesa Ana. El periodista comienza a concebir la idea de conseguir una entrevista en exclusiva con su alteza y cobrar por ello 5000 dólares.
Al volver a encontrarse en casa de Joe, Anna decide hacerse pasar por una estudiante escapada de un internado y cambiar su nombre por Anya. Él, por su parte, decide hacerse pasar por un hombre de negocios. Ambos pasan un día estupendo en varios lugares de los más pintorescos lugares de Roma y, como cabía esperar, acaba surgiendo una atracción entre ambos. Lo que diferencia a Roman Holiday de ser un inocente cuento de hadas es que ambas partes son mentirosas. Todo el amor que se va construyendo entre ellos se basa en identidades falsas y propósitos ocultos.
Claro está que las culpas no son simétricas. El fingimiento de Anna se fundamenta en el íntimo deseo de conocer el mundo y llevar una vida más terrenal y libre. Por su parte Joe emplea una añagaza un tanto mezquina fingiendo ser un amigo desinteresado, cuando en realidad su único interés es conseguir un reportaje sobre los gustos personales de la princesa. Además también engatusará a su amigo Irving Radovich (Eddie Albert) para que saque fotos, disimuladamente, de los mejores momentos del día.
En realidad, los únicos que conocemos el panorama global verdadero de Roman Holiday somos nosotros y el propio Joe Bradley, de tal modo que se consigue establecer una especie de complicidad entre él y los espectadores. Pero es una complicidad extraña, no podemos evitar censurar el comportamiento del periodista y nos preguntamos si se podrá redimir y hasta dónde llegar con Ana.
Una de las palabras más clásicas para describir a Roman Holiday es “encanto”. Un gran porcentaje de ese encanto corresponde a las bondades de la propia Ciudad Eterna. Esto representó una novedad para el cine de Hollywood, no muy acostumbrado entonces a grabar íntegramente una película fuera de Estados Unidos. Fue el propio director, William Wyler, el que insistió en que Roman Holiday debía rodarse in situ en la misma Roma, en contra del criterio del jefazo de la Paramount, Frank Freeman. Sin duda, fue todo un acierto, la película se mueve por unos escenarios de belleza descomunal como el Coliseo, la Piazza di Spagna, la Fontana de Trevi o el puente y castillo de Sant’Angelo. Aglutinando las virtudes fílmicas y la belleza del entorno se produce casi un inmediato Síndrome de Stendhal.
Entre tanta belleza, los personajes se mueven como pez en el agua, dejándonos algunos momentos carismáticos dentro de la historia del cine. Sirva como ejemplo el famoso susto de Ana en La Bocca della Veritá o el trepidante y divertido paseo en Vespa. Se trata de una película que huye deliberadamente de la aproximación a la miseria que hacía el neorrealismo italiano y construye una Roma quizá algo idealizada, donde incluso las personas de clase más humilde son vitales y despreocupados lejos, por lo tanto, de la mirada de Rossellini o De Sica.
Tras la Segunda Guerra Mundial una oleada de paranoia anticomunista se extendió por EE.UU dando lugar a la triste y célebre Caza de Brujas. El guionista de Roman Holiday, Dalton Trumbo, había militado en el Partido Comunista, y el Comité de Actividades Antiamericanas le llamó a declarar con el fin de que revelase los nombre de sus antiguos compañeros de organización. Trumbo se negó y, además de sufrir de diez meses de cárcel, hubo de trabajar vendiendo sus guiones bajo pseudónimo. Al menos hasta 1960, cuando con “Espartaco” y “Éxodo” volvió a firmar con su nombre, gracias al apoyo entre otros de Kirk Douglas y Otto Preminger.
Roman Holiday ganó el Óscar al mejor argumento, pero tristemente no pudo recogerlo. De hecho, el argumento estaba acreditado oficialmente a Ian McLellan y John Dighton, y ellos eran los que aparecían en el palmarés como ganadores. Esta injusticia fue reparada en 1992 cuando el Sindicato de Guionistas reconoció a Trumbo como el autor real y le entregó un Oscar póstumo a su viuda. Dado que Dalton Trumbo fue una de las mejores plumas al servicio del cine durante el siglo XX, fue un acto de justicia… que llegó tarde. Su mano, en Vacaciones en Roma, es palpable en la ambigüedad de los personajes, que tienen que lididar con sus deseos y contradicciones. Además de poner en solfa a las instituciones que representan.
Otro de los pilares sobre los que se sostiene el encanto de Roman Holiday consiste en la instantánea conexión que existe entre Audrey Hepburn y Gregory Peck. Es uno de los casos en los que la elección de los actores fue dubitativa, pero finalmente muy acertada. Se barajaron nombres como Cary Grant o Elizabeth Taylor. En el caso de Peck la apuesta fue segura, ya tenía un notable currículo, pero a Audrey Hepburn no la conocía nadie.
William Wyler quedó prendado de ella en un casting en Londres. Se dice que después de terminar la audición Wyler ordenó que las cámaras siguieran grabándola sin que ella se diera cuenta. Tras hablar unos minutos de su vida personal o de sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial todos se habían convencido de su apabullante naturalidad. Y así se fue construyendo una carrera legendaria. En Roman Holiday su actuación está perfectamente conjuntada con la de Gregory Peck. La pareja que forman es ya historias de las comedias románticas.
Roman Holiday es una estupenda comedia romántica que no agota su encanto en la trama meramente amorosa, sino que hace algunas observaciones pertinentes sobre la rigidez formal de las monarquías y la ética de trabajo. Se puede ver, por lo tanto, como un cuento de hadas que tiene atado un pie a la tierra y que no duda en aderezar la trama con ciertos injertos de melodrama. Más de seis décadas después sigue manteniendo su enorme encanto. (Mariano González – cinemagavia.es)
The Public Eye transcurre en la ciudad de Nueva York en 1942. Leon Bernstein es el mejor fotógrafo de sucesos de la ciudad, sobre todo porque consigue llegar al lugar del crimen al mismo tiempo que la policía. Sus fotos siempre muestran el horror y el pánico que los demás desean ver. Cuando la atractiva viuda Kay Levitz, propietaria de un elegante club nocturno, le pide ayuda contra la mafia, que la presiona con las deudas de su difunto marido para que venda su negocio, Bernstein accede.
ARTHUR NABLER: – «Escucha. Escucha a alguien que realmente sabe: nadie puede amarte. Ninguna mujer puede amar a un tipo andrajoso, que duerme vestido, come comida enlatada y pasa tanto tiempo con cadáveres que empieza a heder como ellos»
LEON BERNSTEIN: – «Deberían devolverte los aranceles que pagaste en aquella escuela de diplomacia»
The Public Eye (Howard Franklin, 1992) es una película con clima de policial negro. Transcurre en New York, en la segunda guerra mundial, que es la época en que el policial negro aparece.
Leon Bernstein (Joe Pesci) es un fotógrafo free-lance que trabaja de noche. En el tablero de su auto tiene un parlante que intercepta los mensajes de la policía, y en el baúl un laboratorio de revelado. Llega primero a los lugares donde hubo un asesinato o alguna tragedia, y a la redacción de los diarios, para vender su material. Es petiso y de mal aspecto: sombrero, un abrigo grande y viejo, no lleva corbata. Ni siquiera usa medias del mismo color. Es un solitario que vive para sus fotos. No sólo las que vende; tiene un libro que quiere publicar con imágenes de la verdadera ciudad, la que se esconde detrás de las apariencias. De las mentiras. Donde muestra la ciudad desnuda. Kay Levitz (Barbara Hershey), es una mujer todavía joven y hermosa, viuda del dueño de un night club, que ahora dirige. Lo cita una noche. Un desconocido dice ser acreedor de su finado y quiere cobrarse convirtiéndose en socio de ella. Kay le pide a Bernstein, que conoce a todos los delincuentes y a todos los policías, que averigüe quién es. Así Bernstein, que tenía una regla de oro: no tomar partido ni meterse con nadie para poder sacar sus fotos, quiebra ese principio y se ve necesariamente en problemas. No voy a relatar los pormenores, un poco intricados, pero enamorado de la bella Kay Levitz. Bernstein se ve envuelto en una gran conspiración que incluye a dos familias de la mafia rivales, el FBI, y los cupones de racionamiento de combustible. Y entonces Bernstein literalmente se deja desangrar por Kay, delante de una mesa llena de jefes policiales y del FBI. Y ella lo vende. Lo vende vilmente.
The Public Eye no es una biografía, pero el guión se inspiró en un personaje real: Weegee, seudónimo de Arthur H. Fellig, fotógrafo y reportero gráfico norteamericano nacido en Austria (hoy Ucrania), que retrató el crimen, las tragedias, los lugares de diversión de la noche de New York, lo que recopiló en su libro “Naked City” (1945), e inspiró la película “The Naked City” (Jules Dassin, 1948). Joe Pesci, como Leon Bernstein es la ficcionalización de Wegee, y las fotos de Bernstein que se muestra la película, son de Wegee.
Las primeras imágenes de la película están entre lo mejor que tiene. La música y la fotos, que intercala el director, crean un clima luctuoso, de tragedia. Se ve papel fotográfico en blanco hundirse en el líquido revelador, y así, a través de las ondas que se forman en la superficie del líquido, aparecer imágenes en blanco y negro. Caras de gente común, de los años cuarenta. Que aunque sonrían, aunque parezcan felices y no estén solas, transmiten un sentimiento de infelicidad y tragedia. En un momento se muestran los obreros de un frigorífico al pie de medias reses que cuelgan tristemente de un gancho. Se los ve cargar los pedazos de res. Las reses son la gente, los ganchos la vida. Las personas aparecen, en las fotografías de Bernstein, en la película de Franklin, como reses que recibieron o van a recibir un mazazo en el cráneo. Son fotos de muertos, aunque en ese momento estén vivos. La cámara fotográfica de Bernstein parece una morgue. Todo es una tragedia que envuelve como una melodía suave y tranquila.
Barbara Hershey, en esta película, como Kay Levitz, está bellísima. La dueña del night club, que se mueve entre la prostitución y los sentimientos, y que uno nunca sabe en cuál de esos dos lugares excluyentes está, en realidad. Por una parte se sospecha que es una mercenaria. Que se casó con un hombre, previsiblemente mucho mayor que ella y nada apuesto, por dinero, y de hecho su trabajo la obliga a socializar con mucha gente. A fingir amistad. Pero por otra parte Kay parece conservar su sensibilidad y su sentido de la lealtad y la honradez, y que así, gracias a lo que todavía está vivo de ella, una cucaracha como Bernstein, que también es un artista y alguien dispuesto a jugarla por ella, pueda conmoverla.
La mejor secuencia de The Public Eye tiene lugar siguiendo esta línea. Bernstein y Kay están en el night club. Después que él le dio a entender que se está jugando la vida por ella, ella le pide que le muestre su libro de fotografías no publicado, que tiene ahí mismo. Y cuando él va a hacerlo, la llaman para presentarla a los directivos de la MGM, que están en un mesa y ya se van a ir. Kay deja a Bernstein por un momento, y él no la espera. Le da el libro al portero del club y se va. Entonces ella lo sigue a la distancia. Le pide un paraguas al portero y se mete en un callejón, detrás de Bernstein. Y ahí lo ve acomodando a un borracho bien vestido, que duerme la mona en la calle, sobre unas cajas de madera vacías, bajo la lluvia, para tomarle una foto. En determinado momento de la contemplación (Bernstein le pasa los dedos por el pelo al borracho, peinándolo), Kay siente que, en realidad, está espiando a Bernstein, que no sabe que está allí, por el clima de intimidad que él crea en el callejón, y se va. Kay vuelve al night club sin llamarlo.
La intriga no es lo mejor de la película. La conspiración que se mueve bajo la superficie “normal”, de la que forman parte la mafia y el FBI. Lo que Bernstein, autor del libro de fotografías llamado “La ciudad desnuda”, tratando de ayudar a Kay, desnuda. No es lo mejor esa intriga, porque las fotos de Wegee (y por lo tanto las de Bernstein)tienden a retratar dramas individuales, anónimos. Una persona a la que se le quema la casa. Otra a que se le muere un ser querido. O figuras solitarias y sonrientes de la noche. No fotografiaba grandes conspiraciones. Lo mejor de The Public Eye está en los dos personajes centrales, sus encuentros, el amor de él por ella, la frontalidad y la belleza de ella, y algunos momentos, como la escena del borracho bien vestido que duerme en la lluvia, al que Bernstein le acomoda una botella en un brazo para mejorar el efecto de la fotografía. O cuando, en una comisaría, convence a un gánster detenido, renuente, que se tapa la cara con un sombrero, para que se deje retratar.
Es lindo el diálogo que Kay tiene con Danny, el portero del night club. Danny tiene sus propias ideas acerca de cómo, la señora Levitz, debe manejar su negocio. En determinado momento echa a Bernstein del night club.
KAY LEVITZ
¿Le has echado?
DANNY
Había comentarios.
KAY LEVITZ
Los cheques los firmo yo.
DANNY
No habría ido tan lejos si viviera el Sr. Levitz.
KAY LEVITZ
Deja el uniforme a Fredo.
DANNY
Soy una institución, conozco a todo el que entra.
KAY LEVITZ
No conoces a nadie. Sabes las propinas que dan, la ropa que llevan. No creas que les conoces…
Howard Franklin tiene más trabajos como guionista que como director. En esta película dirige y es el autor del guión. Dirigió sólo 3 films en su carrera. El primero en 1990. Probablemente The Public Eye y Wegee estén detrás de “Bringing Out the Dead” (Martin Scorsese, 1999). Donde, en lugar de un reportero, el conductor de una ambulancia, interpretado por Nicolas Cage, atraviesa, con su vehículo, las tragedias, las voces pidiendo auxilio, de la ciudad de noche. Aunque el trabajo de Scorsese parece de inferior calidad, comparado tanto con el mejor Scorsese, como con The Public Eye. (Omar Caíno – pensarencine.blogspot.com)
En The Passenger, David Locke es un desilusionado periodista que emprende una peligrosa investigación sobre las intrigas políticas internacionales que facilitan la implantación de regímenes dictatoriales en algunos países africanos, lo que le hará vivir situaciones muy arriesgadas.
Desaparecer sin dejar rastro. Cambiar de vida como cambiar de traje. Ser, no ya extranjero, sino desconocido de uno mismo. Inquietante, desconcertante y angustioso fenómeno las más veces, deseo inconfesable, irrealizable brindis al sol otras, la desaparición voluntaria de un ser humano, el abandono consciente, premeditado de la propia vida para mutarla por una nueva a estrenar, a comenzar de cero, es, quizá junto al suicidio, uno de los avatares vitales más perturbadores e incomprensibles para quien no se pertrecha tras el pellejo del interesado. Decenas, cientos de veces hemos visto en el cine a personajes que llegan de ninguna parte, que no tienen nombre, que transitan de acá para allá huyendo de algo, de un recuerdo, de una culpa, de un amor frustrado, herido, y que buscan desesperadamente una redención que les reconcilie consigo mismos. El cine negro no sería lo que es sin esos personajes que, como fantasmas, siempre terminan inmersos en líos que les enfrentan a la propia realidad de la que pretenden escapar.
En otra línea muy distinta, al menos en la forma, trata el tema de The Passenger, rodada por el gran director italiano Michelangelo Antonioni, una de esas coproducciones multinacionales setenteras que eran capaces de combinar de manera un tanto exótica actores, técnicos, directores y localizaciones de los lugares más inverosímiles en un único proyecto. Para muestra un botón: Jack Nicholson y el ex-presidente del Barça, Joan Gaspart, en la misma película… The Passenger comienza en el África sahariana, en un país no identificado en el que está teniendo lugar una guerra civil entre tropas gubernamentales y una guerrilla (se supone que de carácter comunista, ya que el gobierno recibe apoyo occidental). Allí, un periodista inglés educado en Estados Unidos, David Locke (Jack Nicholson, en plena cresta de la ola), recorre el desierto en su Land Rover intentando dar con un testimonio de alguna autoridad rebelde que pueda contrastar la entrevista demagógica y propagandística que ha obtenido de los dirigentes del país. Su día a día alterna largas horas al volante entre las dunas con noches asfixiantes en los rácanos hoteluchos de los poblados que va encontrando, con habitaciones sin agua y sin teléfono en las que la arena se filtra por todas partes. Pero David no es precisamente un profesional riguroso y apasionado, un adicto a la acción que busca en los frentes bélicos un subidón de adrenalina. Es un hombre reflexivo, amargado, errático, que en lugar de verse varado en medio de ninguna parte por su deber de transmitir una crónica que nadie leerá sobre una guerra que a nadie le importa parece estar refugiándose de algo, como si su trabajo en aquel lugar remoto y ardiente no fuera una maldición, sino una bocanada de libertad, de aire fresco, para una vida en la que se siente oprimido, prisionero. Su oportunidad se presenta en un hotel de una zona árida y desolada. Robertson, su vecino de habitación, un hombre que viaja por el país dedicado a oscuros negocios, ha muerto. David ve su oportunidad de desaparecer, de dejar atrás esa vida que no le satisface, ese trabajo inservible, tramposo y falso, ese matrimonio que sabe mera farsa (él engaña a su mujer y su mujer le engaña a él), esa vida de títere en la que se limita a ser manejado, controlado, por unos y por otros. Aprovechando la desidia del personal del hotel, será Robertson y no David quien abandone el hotel por su propio pie para descubrir su nueva vida.
Una nueva vida muy distinta a la de David, llena de alicientes y peligros. Porque Robertson es un traficante que vende armas a los rebeldes: el nuevo Robertson mantendrá las citas que su antigua mano escribió en su agenda y recorrerá Europa en busca de sus contactos para cerrar cuantiosos negocios que le permitan dirigir su propia vida. París, Londres, Munich y, sobre todo, España, país que recorrerá de punta a punta con una mujer anónima (Maria Schneider), una estudiante que encuentra en Londres y nuevamente en Barcelona y que se pega a él en su periplo errante, serán los lugares por los que Robertson no sólo tendrá que huir de David, sino del mismo Robertson. Sin embargo, la huida es imposible: el nuevo Robertson heredará las limitaciones e inconvenientes de su vida anterior, y tendrá que pagar un alto precio. Contactos, agentes de gobiernos con los que ha negociado, policía de toda Europa y la “desconsolada” viuda junto a los antiguos compañeros de David en el periódico, que buscan al falso Robertson, el último hombre que habló con David antes de su muerte, para recabar más datos sobre ésta y obtener una impresión sobre sus últimos momentos, se lanzarán tras su rastro sin dejarle un momento de respiro. Será una huida sin fin, sin límites, con un único desenlace posible, la única huida de la que todos somos acreedores. Sólo la chica anónima, la única persona que le acompaña sin hacerle preguntas y sin exigirle nada a cambio, será su aliada hasta el final.
Extraña mezcla entre cine político de intrigas internacionales, estética de documental y road movie clásica aderezada con toros de Osborne, guitarras flamencas y Renault 10 de la Guardia Civil, The Passenger contiene interesantes elementos a destacar, sobre todo para el espectador español, pero no necesariamente para bien. Porque el paisaje natural y humano de la España de los setenta es el marco principal de la trama, por más que comience con unas bellísimamente fotografiadas localizaciones saharianas que transmiten toda la hermosura y la dureza de este ecosistema y continúe por algunas de las principales ciudades de Europa. Es España (Barcelona, Madrid, Osuna, Sevilla, Almería…) el verdadero escenario de una persecución por polvorientas carreteras de doble sentido y un solo carril y que permite apreciar, sobre todo al público joven que no haya vivido aquella época (si es que algún joven estaría dispuesto a ver una película sin tetas, violencia gratuita, tacos y estulticia a grandes dosis que sin duda les parecerá, además, “vieja”), el contraste entre unos entornos urbanos ansiosos de modernidad y de equipararse con el resto de occidente y unas zonas rurales apenas desarrolladas desde el fin de la guerra.
Ver a Jack Nicholson en The Passenger haciendo sus pinitos en castellano no tiene precio (se requiere ver la versión original subtitulada, el doblaje impide apreciar a Nicholson diciendo en español frases como “¿es éste el garaje de Felipe Martínez?”); ver a toda una figura de Hollywood, porque ya lo era entonces, mezclarse con los uniformes de la todavía Policía Armada o la Guardia Civil, junto a actores españoles como José María Caffarel, Ángel del Pozo, Gustavo Re o el ya mencionado Joan Gaspart como recepcionista de hotel o deambulando por un paisaje poblado de logotipos comerciales españoles (Kas, Mirinda, diversas marcas de cerveza, cabeceras de periódicos y revistas, etc.), taxis y autobuses, modelos de vehículos reconocibles desaparecidos antes de ayer (Renault 8 o 10, Seat 124, ambulancias Simca, Talbot Horizon, Seat 600 como vehículo de autoescuela, tractores John Deere verdes de raya amarilla de los años sesenta…) en calles y plazas como las que todos tenemos en nuestras fotos familiares, resulta cuando menos curioso; encontrar Madrid o Barcelona como lugar escogido para una trama no es tan infrecuente, pero sí lo es detenerse en Osuna o Almería, en este caso si no se trata de un spaghetti western, ver el paisaje urbano español con sus ruidos, tipos humanos y, sobre todo, con sus voces en su propio idioma como marco de una superproducción internacional, es poco habitual. Sin embargo, aun con todos estos ingredientes para un público estrictamente español, en The Passenger no dejan de interesar las evoluciones de Robertson ex-David para intentar huir de quienes, por diversos motivos y con distintas finalidades, pretenden dar con él. Su final inevitable en una habitación tenuemente iluminada de un hotel situado en algún lugar de la provincia de Almería (Hotel La Gloria, justamente, como una puerta hacia el cielo), semejante al final del verdadero Robertson en esa triste habitación en medio del desierto africano, sin que quienes le han perseguido durante dos horas puedan identificarlo como Robertson y sin que su esposa quiera identificarlo como David, constituye el cierre de un ciclo y a la constatación de que unos papeles falsificados y la ilusión de una existencia hecha a la medida no sirven para escapar de nuestro destino, esto es, de nosotros mismos. (39Escalones.wordpress.com)
En To The Ends of the Earth, Yoko es una joven reportera japonesa cuya personalidad es puesta a prueba cuando viaja a Uzbekistán para grabar el último episodio de su serie de viajes alrededor del mundo.
IMDb Rating: 6,4
RottenTomatoes: 93%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)
El pasado escondido en el presente también es, de algún modo, el tema medular de To the Ends of the Earth, la nueva realización del japonés Kiyoshi Kurosawa, un cineasta siempre sorprendente y que se rehúsa a ser encasillado. Como aquí, por ejemplo, donde propone una película híbrida, desconcertante incluso, en donde nunca se sabe qué va a suceder de una escena a la otra. La trama, sin embargo, no podría ser más simple: un equipo de la TV japonesa se encuentra en Uzbekistán, haciendo uno de esos programas de viajes que privilegian el dato curioso y la banalidad por encima de cualquier otra consideración. La conductora del show (Atsuko Maeda, una cantante estrella del J-pop en la vida real) es extremadamente profesional y hace todo lo que le pide el director, desde sumergirse en un lago donde se supone hay un pez monstruoso (los planos de Kurosawa sugieren la posibilidad de que aparezca) hasta dar vueltas hasta el desmayo en una precaria atracción de feria. Pero su verdadera vocación es la música, que ella siente está relegando por esa tarea vacua con la que se gana la vida.
Todo en Uzbekistán la atemoriza: las calles abigarradas, los hombres, las comidas y las costumbres, de las que todo lo ignora. Pero en medio de esa otredad, que por momentos se vuelve ominosa por el solo hecho de ser distinta a la de su cultura, la chica da por casualidad con un teatro lírico, al que ingresa como en un sueño, un poco como James Stewart encuentra a Doris Day en The Man who Knew too Much (1956), de Alfred Hitchcock, siguiendo el hilo de una voz. Ese hilo que –como el que Ariadna le regala a Teseo— le permitirá salir del laberinto en el que se encuentra. Y descubrir que ese hermoso teatro de Tashkent fue decorado hace más de medio siglo atrás por artesanos japoneses, que a pesar de haber sido prisioneros de guerra y mano de obra esclava, dejaron allí las huellas de su arte, para quien supiera encontrarlas. De una u otra manera, el pasado siempre reaparece y se resiste a ser olvidado. (Luciano Monteagudo – Página12.com.ar)
Una película simpática pero menor del maestro japonés, To The Ends of the Earth, realizado por encargo para conmemorar un aniversario de las relaciones diplomáticas entre Japón y Uzbekistán (sí, suena raro, pero ese es el origen del proyecto) logra superar las limitaciones de ese tipo de producto pero no lo suficiente para ubicarse entre las grandes obras del realizador de Cure y Tokyo Sonata. La película sigue a una joven mujer que es la conductora de un programa televisivo japonés sobre viajes quien, junto a su equipo de trabajo, exploran los lugares famosos, mitos y particularidades de Uzbekistán.
La chica es muy profesional (su aguante para girar varias veces seguidas en una especie de terrorífico roller coaster es sorprendente) pero también curiosa, por lo que explora el país por su cuenta. Esa curiosidad se mezcla con miedo por lo que suele meterse en problemas tomando absurdas decisiones que cualquier turista debería evitar. De todos modos, esa mezcla de atrevimiento y timidez (la actriz es también una famosa cantante de J-Pop) la vuelve un personaje querible que, además, tiene que lidiar con una serie de asuntos personales que la tienen en plena crisis.
Sus más de dos horas de duración y algunos episodios excesivamente didácticos (en especial en su última parte) van desgastando un poco esa simpatía inicial que generan los choques culturales de la película, que en cierto modo intenta ser una crítica a la manera entre temerosa y un tanto despreciativa con la que los japoneses se relacionan con otras culturas. Es una curiosidad en la carrera de Kurosawa –hasta incluye un par de caprichosas pero encantadoras secuencias musicales– de la que sale bastante bien parado. Un cineasta que, al igual que la protagonista, trata de cumplir con los compromisos asumidos y, a la vez, escaparse y filmar los costados menos turísticos y más reales del país que le tocó visitar. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
En Deux Hommes dans Manhattan, un diplomático francés que trabaja en la sede de la ONU en Nueva York desaparece inexplicablemente. Con el fin de hallar alguna pista sobre su paradero o sobre las misteriosas razones que pudieron obligarlo a abandonar la ciudad, los periodistas franceses Moreau y Delmas se trasladan a Nueva York.
Deux Hommes dans Manhattan se suele considerar el segundo de los largometrajes dirigidos por el cineasta francés Jean-Pierre Melville que se ubica dentro de los cánones del cine policiaco, al que el director consagraría el grueso de su (breve) filmografía posterior. Dado que, por lo general (vid. Jean Pierre Melville, Nosferatu, 1993), se la considera una obra preparatoria y, por ende, un film menor, suele ser despachada por la crítica con brevedad y cierto desdén, si no con mera indiferencia. Sin duda es cierto que si la confrontamos con su predecesora, la magnífica Bob le Flambeur (1956) -a la altura de sus admiradas The Asphalt Jungle, de John Huston, o Touchez pas au Grisbi, de Jacques Becker -, o con sus películas posteriores, cada vez más personales, concisas y estilizadas (Le Samouraï o Le Cercle Rouge) su valía e interés disminuyen. No obstante, Deux Hommes dans Manhattan posee por sí sola numerosos atractivos, tantos que le permiten sobreponerse a su condición subordinada, de simple precedente o tentativa exploratoria fallida, para rehabilitarla y dotarla de entidad y autonomía.
A ello contribuyen tanto razones de índole mitómana, como el hecho de que esté protagonizada por el propio director, aunque no aparezca acreditado en los títulos, (el otro protagonista corre a cargo de Pierre Grasset, que años antes participara en Rififí, Jules Dassin, 1955-), que su música está firmada por Ch. Chevallier y el jazzista Martial Solal, el mismo que luego compondría la memorable banda sonora del largometraje de debut de Jean Luc Godard, À Bout de Souffle (1960) donde, recordemos, el propio Melville hace una notable aparición como Parvulescu; o bien que esté rodada -al menos sus exteriores- en Nueva York, la metrópoli por antonomasia, junto a Los Ángeles, del imaginario del cine negro (hoy, sin embargo, mucho más concurrido: New Jersey, Baltimore, Boston, Vigàta, Ystad).
Pero también es posible apoyarse para esta operación de rescate en razones puramente cinematográficas. Aunque como hemos apuntado, normalmente el film se encuadre dentro del género negro, lo cierto es que esto sólo podría predicarse desde un punto de vista muy laxo y voluntarista, ya que el argumento vagamente puede definirse como tal: el viaje al fin de la noche neoyorquina de un periodista (Moreau/Melville) de la agencia France Press y de su guía, un fotógrafo alcohólico (Delmas/Grasset), en pos del desaparecido representante francés ante las Naciones Unidas. Así, Deux Hommes dans Manhattan apenas puede emparentarse a dicho género más que por la típica estructura episódica “de encuesta” (las sucesivas visitas al entorno femenino del diplomático) y por su excusa argumental (la búsqueda del desaparecido), el resto es un puro desbordamiento genérico. Desde sus títulos de crédito, la visión de Times Square desde la trasera de un vehículo, nos situamos ante una obra mestiza, bastarda y desequilibrada: parece un semidocumental con voz en off en la senda de Naked City, Jules Dassin, pero también posee una apariencia apresurada, imprecisa y cruda, en las lindes del cine fulleriano, y está provista de una trama errática, reiterativa y caprichosa, a modo de mero subterfugio para mostrar una deriva nocturna por las calles de la gran ciudad, que se revela la coartada ideal para ilustrar un recorrido, en realidad más bien un homenaje, lleno de nombres, ambientes y lugares de resonancias míticas (Greenwich Village, el Mercury theater, Capitol studios, Brooklyn), cuya forma cinematográfica respira, entre desaliñada y libre (à la cassavetiana manera), el mismo hálito que las revisiones, aproximaciones y retorsiones del género policiaco que inmediatamente pondrían en práctica los directores de la Nouvelle vague en ciernes (Godard, Rivette, Chabrol, Truffaut).
Por lo tanto, como si de una hermana mayor se tratara, Deux Hommes dans Manhattan anticipa -e inspira- el cambio cinematográfico nouvelle vaguiano (no en balde Melville y Godard llegaron a ser inseparables durante una temporada), y, además, participa y abunda de la hibridación temática y formal que caracterizaría luego a aquel movimiento, pues desde el momento en que la pareja protagonista encuentra a su hombre (circunstancia que tiene lugar por puro azar) el film sufre un inesperado desplazamiento hacia el drama y la gravedad, dando inicio a una segunda persecución, y terminando con la resolución de la encrucijada moral en la que se encuentra Delmas/Grasset. En la ruptura del más o menos lúdico trayecto de los protagonistas, Melville aprovecha para introducir súbita y disgresivamente varias reflexiones serias en torno al periodismo y su pulsión hacia el sensacionalismo, así como sobre la ambición y el afán de triunfo económico en el ambiente de oportunismo y corrupción moral que genera la gran urbe. Todo ello sobrevolado por la muda presencia del diplomático, del que sólo en última instancia conoceremos su honorable papel en la resistencia y en la política francesa, así como su dimensión familiar, evidenciando con ello la fractura humana y social que todo lo corroe entre un pasado mítico fuerte y un presente débil, prosaico y decepcionante.
En definitiva, a pesar de su apariencia irregular, de la arbitrariedad argumental, así como de la evidencia de constituir una suerte de personal homenaje al cine negro clásico, la película funciona a diferentes niveles como un verdadero síntoma, tanto social como cinematográfico y genérico, de manera que exhibe, o pone de manifiesto, la decadencia o mutación que en aquel preciso instante estaba sufriendo, al borde mismo de su ruptura, tanto un modelo humano como un modelo cinematográfico y genérico, el noir; anunciando los nuevos itinerarios que estaban por venir. Un género que, según los críticos, con Touch of Evil, Orson Welles, había finiquitado el modelo clásico, y que comenzaría a derivar entre el mestizaje y hacia la deconstrucción y que, irónicamente, frente al ejercicio de libertad que supone Deux Hommes dans Manhattan, años más tarde el propio Melville llevaría a una nueva cumbre pero a través de un proceso de depuración y de una forma estrictamente codificada que, a su vez, posteriormente deviene fórmula imitada y repetida hasta la extenuación. (MisteriosoObjetoAlMediodía.Wordpress.com)
En His Girl Friday, Hildy Johnson, la mejor reportera del periódico Morning Post, anuncia que va a dejar el periodismo para casarse y fundar una familia. Pero Walter Burns, el editor del periódico y ex-marido de Hildy, no está dispuesto a aceptarlo, por lo que se sirve de toda clase de tretas para retenerla en el periódico.
Los orígenes de la screwball comedy se remontan a los años de la Gran Depresión en Estados Unidos. Se trataba de un género muy popular y con grandes dosis de crítica social, repletos de diálogos rápidos y situaciones hilarantes con la sana intención de servir de vía de escape al espectador. Dentro de estos cánones encaja a la perfección His Girl Friday, realizada por Howard Hawks que ya había destacado, en este tipo de comedia, con la exitosa Bringing Up Baby (1938).
Hawks confecciona un filme basado en la obra de Broadway The Front Page (posteriormente versionada también por Billy Wilder), escrita por Ben Hecht y Charles MacArthur (y que participaron activamente en el guión) y que además no esconde en absoluto su condición teatral.
Cary Grant y Rosalind Russell destilan carisma y realizan una interpretación repleta de química y talento: Mientras Burns representa al ambicioso, manipulador y elegante hombre de negocios, Hildy encarna a una mujer madura e independiente, totalmente adaptada a un espacio dominado por hombres. Sus choques dialécticos son continuos, las conversaciones cruzadas (incluso interrumpiéndose entre ellos) están cargadas de sarcasmo, resultan tan ingeniosas como divertidas en ésta auténtica guerra de sexos.
His Girl Friday transcurre a una gran velocidad, con un ritmo trepidante. Los personajes se desenvuelven con naturalidad gracias a unos diálogos que brillan por ser fluidos y precisos, además de ser de lo más cínico y punzante. Mérito de un guión tan sublime que sobrepasa la pantalla. Además His Girl Friday cuenta con una puesta en escena muy eficaz, la redacción del Morning Post de Chicago, que se presta como un escenario vivo, en constante movimiento. El sonido de los teléfonos y el humo de los cigarrillos sirven para recrear los entresijos de una profesión donde la inmediatez es fundamental.
His Girl Friday empieza con un impactante mensaje en los créditos: “Todo esto ocurrió en la época oscura del periodismo, cuando un reportero a la caza de una noticia era capaz hasta de justificar un asesinato…” Y es que esta también es una película sobre periodismo, y aunque no se escapa de la mirada crítica del autor, también existe cierta reivindicación de la profesión como vocación y estilo de vida.
Pero el autor de Ball of Fire (1941) no se conforma con esto y se atreve a atizar a los estamentos más importantes de la sociedad americana: La corrupción política, la “libertad” de prensa, las conveniencias de la justicia y los artificios del matrimonio están muy presentes durante todo el metraje. Estos temas, tan serios como trágicos (y de una increíble vigencia), son tratados inteligentemente usando el sentido del humor como coartada para evitar la censura de la época y llegar a un público con clara necesidad de evadirse. (Iván Arguello – MeVaDeCine.com)
En The Parallax View, el periodista de investigación Joseph Frady y siete periodistas más presencian el asesinato de un candidato al Senado de los Estados Unidos. Cuando sus siete colegas mueren accidentalmente, Frady empieza a dudar de la versión oficial según la cual el autor de los crímenes es un loco que actúa en solitario.
Las sombras de una realidad difusa, inextricable. Las sombras de una realidad acechante, amenazadora. Una espesura de sombras, de oscuridad que amenaza con absorber como un agujero negro, domina la dirección de fotografía de Gordon Willis para The Parallax view, de Alan J Pakula. Una obra que conecta el atentado contra el presidente John F Kennedy con la primera dimisión de un presidente estadounidense, Richard Nixon, tras revelarse la corrupción en la que estaba implicado el gobierno, las vigilancias y acosos que se habían realizado a representantes políticos y activistas en la oposición o aquellos considerados sospechosos. La novela adaptada, escrita por Loren Singer, había sido publicada en 1970. Comienza con un atentado mortal a un candidato presidencial y finaliza con otro. Ecos de las teorías conspiratorias sobre la muerte de Kennedy. ¿Cuál es la perspectiva de la corporación Parallax, a la que alude el título original, The Parallax View, enigmática organización que instruye y prepara a los asesinos? En 1972 se realizó el allanamiento, y robo de documentos, efectuado por cinco hombres, en las oficinas Watergate en Washington del Partido Demócrata, que sería encubierto por la Administración Nixon. Fue el inicio de su fin, que culminó con la dimisión de Nixon en agosto de 1974, dos meses después de que se estrenara The Parallax View
Su protagonista es un periodista, Joseph Frady (Warren Beatty, Bonnie & Clyde, Dick Tracy). Dos periodistas, Bernstein y Woodward fueron piezas fundamentales en la labor investigadora que destaparía en Escándalo Watergate, y serían protagonistas de la siguiente película de Pakula, All the President’s Men (1976), sobre sus investigaciones periodísticas. Ambas obras podría decirse que conformar el punto álgido de la carrera de Pakula. Ambas reflejan ese sentido de la catástrofe, o atmósfera de catástrofe inminente, que surca el cine estadounidense de los setenta. Que el cine de catástrofes se pusiera de moda era la punta del iceberg, la evidencia manifiesta, de habitar una realidad de sombras acechantes y amenazantes que podían derrumbar cualquier ambición o presunción. Podía arder el rascacielos más alto, un terremoto derribar la ciudad más opulenta, cualquier avión estrellarse, un tiburón amenazar el remanso recreativo de las playas, un camión intentar arrollar tu coche o el vagón de metro en el que viajas ser secuestrado por unos ladrones. Aunque otras obras, sobre todo dentro del thriller, evidenciaban esa desorientación e indefensión extendida como un tumor intangible (Night Moves, de Arthur Penn, The Conversation, de Francis Coppola, The Nickel Ride, de Robert Mulligan, Dirty Harry de Don Siegel)
En un espacio elevado tiene lugar el atentado inicial, en la aguja espacial de Seattle. Pero la realidad no dejará de evidenciarse escurridiza, o la trama que la configura y determina. Frady se esfuerza en encontrar los nexos entre las diferentes piezas que comienzan con las interrogantes que se adhieren como turbia materia pegajosa entre las intrigantes muertes, años después. de varios de los testigos de aquel asesinato años. ¿Casualidad? ¿Paranoia? De hecho,en principio duda de esa posibilidad, o no le presta atención, porque quien se lo plantea es alguien con quien mantuvo una relación sentimental, Lee Carter (Paula Prentiss). Su primera reacción es pensar que la raíz del pánico que dice sentir refleja más bien una falta o sombra emocional, lo interpreta como un chantaje emocional que recurre a la indefensión. Pero su pronta muerte introducirá en su mente una primera sombra que comienza a germinar dudas e interrogantes que se irán corroborando con una serie de sucesos que amenazan su vida cuando intenta esclarecer esas sombras. Frente a un dique intentarán asesinarle, para impedir que prosiga su investigación, ya que parece implicar preguntas demasiado incómodas. Frady busca la manera de lograr encontrar una fisura en aquel dique de callejones sin salida, sustracción de información, negaciones y reacciones no sólo susceptibles sino violentas, como nuevos atentados mortales contra algunos de los testigos supervivientes.
La aguja espacial parece conectar con otra dimensión. Un escenario de simulacros, falsas apariencias, escenificaciones y engaños. Resulta coherente, por tanto, que adopte una falsa identidad para introducirse (confundirse en el entorno) en una organización, la corporación Parallax. En el proceso de instrucción le proyectan una sucesión de imágenes, unas incitan su afiliación, otras su rechazo. David Fincher establecería con respecto a esta secuencia una variación perversa en la fantasmagórica, e incomprendida, The Game (1997), en la que un manipulador, un poderoso (el tirano financiero representante de esta dictadura económica corporativa que padecemos definido por la suficiencia) sufría un proceso de sancionadora manipulación (su reflejo distorsionado). La perspectiva Parallax refleja el poder en la sombra, esa realidad paralela oculta que manipula, como titiriteros, la superficie de la realidad que el ciudadano medio contempla sin pensar que es teledirigida ni que efectúen sobre sus mentes un velado proceso de sugestión y conducción de sus reacciones de afiliación y rechazo. Un escenario que más bien contempla en plano general, como una figura minimizada entre múltiples reflejos, como las ventanas de un edificio cuyo interior no logra discernir, o una multiplicidad de piezas, que parecen semejantes, como las mesas circulares en un evento, simetría quebrada sólo para la irrupción violenta de lo imprevisto (una asesinato desde un fuera de campo que es incógnita)
La narración de The Parallax View se irá enrareciendo, ralentizando y ensombreciendo, como si ya fluyéramos en otra dimensión donde los contornos cada vez se difuminan más. A medida que se penetra en el núcleo de las sombras las evidencias se hacen más escurridizas a la vez que dejan manifiesta su entidad venenosa, como si no pudiera dotarse de rostro, como si no pudiera precisarse, como si fuera la materia ignota de un universo paralelo que infecta y afecta el mundo visible que percibimos sin preguntarnos cuál es la consistencia y la certeza de lo percibido, en qué medida sólo apreciamos un mínúscula porción del conjunto y en qué medida está distorsionada y manipulada de modo conveniente. Que carezca de un rostro, o rostros concretos, ese poder en las sombras, lo dota de una condición aún más siniestra, como un agujero negro. Por eso, puede resultar tan fácil que quien realiza las incómodas interrogantes pueda ser reconvertido en el escenario de las convenientes apariencias como el instrumento de sus letales manipulaciones en las sombras.
En Ace in the Hole, Charles Tatum es un periodista sin escrúpulos que atraviesa una mala racha a causa de su adicción al alcohol, razón por la que se ha visto obligado a trabajar en un pequeño diario de Nuevo México. Cuando un minero indio se queda atrapado en un túnel, Tatum ve la oportunidad de volver a triunfar en el mundo del periodismo. Entonces, en connivencia con el sheriff del pueblo, no sólo convierte el caso en un espectáculo, sino que, además, retrasa cuanto puede el rescate.
Mejor Actriz 1951 para la National Board of Review (RBN)
Expectantes ante ciertas noticias de los medios de comunicación que nos mantienen en vilo durante los últimos días, nos ha entrado la inquietud de revisar la película que Billy Wilder dirigió en 1951, Ace in the Hole. Protagonizada por Kirk Douglas, destripa la historia de un periodista sin ningún escrúpulo, a la búsqueda de la noticia que inevitablemente deberá llevarle a la fama y al éxito profesional.
Kirk Douglas es Charles Tatum, conocido por Chuck. El filme se inicia cuando llega a una población de Nuevo México, concretamente a la redacción de un pequeño diario en busca de trabajo. No se preocupa en ocultar ante el director y demás miembros del periódico sus lamentables antecedentes laborales. Chuck ya ha colaborado con otras publicaciones del país, incluso algunas de ellas muy prestigiosas de Nueva York o Chicago. Pero fue despedido de todas por diversos motivos, entre los que se encontraban jugar con el alcohol o con asuntos de faldas cuando no tocaba. No parece precisamente que el seguimiento de los principios deontológicos de su profesión de comunicador vayan con su personalidad y, casualmente, aterriza en un diario, en el que la búsqueda de la verdad es perseguida, honrada y exhibida con bordados de lujo.
A pesar de todo, Chuck es contratado por el director, un personaje que desde el primer instante destila honestidad. De tal forma comienza nuestro protagonista su aventura en el rotativo, con la esperanza de que aquella noticia que anhela como “agua de mayo” para acceder a la gloria se produzca en cualquier instante. Tampoco nuestro redactor tiene demasiado problema en que si la misma no surge, deba intervenir en su creación o manipulación. Pero los meses van transcurriendo y la oportunidad parece que se hace demasiado de rogar. En dicha tesitura se encuentra al año de trabajar para la gaceta, hastiado ya de los sucesos que debe dar a conocer a los lectores de la publicación, acontecimientos que considera totalmente vulgares. En una de estas se le encarga, junto con un joven fotógrafo de la plantilla, cubrir una cacería y exhibición de serpientes. De camino a tan magno acontecimiento, en el que incluso van a intervenir los cargos más insignes del lugar, tropieza con una especie de gasolinera que, además, funciona como bar y motel de carretera. En el momento y en el sitio más inesperado surge lo soñado con avaricia. Y ese lugar en la nada se denomina Escudero y pertenece al condado de Los Barrios. Allí encontrará nuestro reportero su éxtasis particular.
Poco se podría decir de Escudero, más que se trata de una zona desértica y rodeada de montañas, en la que vivieron, fallecieron y fueron enterrados muchos seres humanos de raza india que habitaron esas tierras durante siglos. No se nombra en el filme el abrupto final de la ocupación, pero nos lo podemos imaginar. Pues bien, qué casualidad, justo cuando llega Chuck a ese apartado lugar, un hombre blanco aficionado a la búsqueda de reliquias indias, acaba de quedar atrapado en una de las cuevas. Y como comprenderán, vistos los antecedentes, nuestro entrañable reportero no puede dejar pasar la ocasión que quizás pueda convertirse o convertirla, es lo mismo, en la bomba que le lleve directo al infinito, a la gloria periodística; como mínimo, al Premio Pulitzer.
Billy Wilder acierta plenamente con una historia que remueve conciencias y economías. Como en determinado momento manifiesta el protagonista, a la gente no le interesan las noticias en sí, sino solo las malas. Y además, deben de ser humanas. No es importante que ochenta niños se ahoguen atravesando el Mediterráneo porque huyen de la guerra, del horror de una masacre bélica. Da igual, eso no interesa, no impacta. Esos seres no tienen nombre, ni siquiera la misma nacionalidad y si nos apuran, tampoco la misma religión que los lectores de las noticias. A nadie interesa si viven o mueren, padecen hambre o contraen enfermedades. En cualquier caso, tampoco vamos a mover un dedo para auxiliarles de algún modo. No, eso no, aunque existan leyes internacionales muy claras al respecto. Pero si un hombre, que además vive en tu región y encima es de igual raza y ora al mismo dios, tiene nombre y apellidos que se conocen, un pasado por averiguar y una familia a la que se puede entrevistar, y ese hombre se queda atrapado entre rocas…. Claro, una pera es una pera y una manzana es una manzana. Y la diferencia entre los dos supuestos resulta diáfana. ¿O no? Con nuestro hombre blanco, que tiene nombre (Leo Miñosa), mujer, familia y además fue “héroe” de guerra, la expectación máxima está servida. Sensacionalismo puro y duro, morbo generalizado del que ya estamos demasiado acostumbrados más de medio siglo después de que el gran Billy Wilder lo llevara al cine.
El largometraje no ahorra en miserias ni se olvida de obviedades. Dolor y negocio quedan retratados sin piedad alguna. En cuanto a lo primero, al dolor, lo dejaremos para la familia más cercana. Sobre lo segundo, el negocio, deben repartírselo el resto de participantes. Y hablamos no solamente de periodistas sin escrúpulos, sino también de sus directores, de mujeres desengañadas, de contratistas que prefieren seguir la corriente del poder, de comisarios del condado corruptos o gobernadores atentos a la próxima reelección. Una delicia de especímenes humanos repugnantes.
Billy Wilder, con Ace in the Hole, comienza la producción en solitario de sus películas. Y con ella, recurre en su puesta en escena a un realismo que se acentúa con el expresionismo conseguido en la actuación de Kirk Douglas como Charles Tatum, periodista tramposo, agresivo y arribista. El mismo Wilder empezó a trabajar en dicha profesión en 1924, en Viena, hasta que en 1934 dirigió en París, junto con Alexander Esway, Mauvaise graine. Precisamente, esa experiencia como periodista le ayudó enormemente para dibujar, tanto en esta obra como en The Front Page, esa imagen de redactores sin escrúpulos e indiferentes con el sufrimiento de otros. Pero además de apuntar contra dichos profesionales, Wilder también disparó en Ace in the Hole contra el público, que no recibió con entusiasmo la patética imagen que de ellos mismos se ofrece en el filme. Una multitud de seres al acecho de desgracias ajenas. Un inteligente reflejo que convirtió al largometraje en un fracaso en taquilla.
Con un ritmo trepidante, se reflexiona sobre el egoísmo y el espíritu cautivo de los humanos, en búsqueda de la gloria o, al menos, con la esperanza de que no les roben las migas. Y si hay que mentir, se hace, y si hay que delinquir, pues también. A quién le importa si lo que está en juego es la supervivencia de un hombre. A muy pocos. Y en este punto, resulta imposible olvidar ese plano general del padre de Leo en la lejanía, de espaldas y destilando una tristeza profunda, mientras es observado en silencio por Chuck y su ayudante.
Estamos ante un excelente filme, que debería ser recordado con frecuencia en las facultades de comunicación, además de ser exhibida con regularidad en las televisiones de mayor audiencia. Qué mejor comienzo que ser conscientes de nuestras propias miserias. (Pilar Roldán Usó – ElEspectadorImaginario.com)
Richard Jewell era un guardia de seguridad en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, el cual descubrió una mochila con explosivos en su interior y evitó un número mayor de víctimas al ayudar a evacuar el área poco antes de que se produjera el estallido. En un principio se le presentó como un héroe cuya intervención salvó vidas, pero posteriormente Jewell pasó a ser considerado el sospechoso número uno y fue investigado como presunto culpable.
Mejor Actriz Secundaria y Mejor Actor Revelación 2019 para la National Board of Review (NBR)
A punto de cumplir 90 años, el legendario Clint Eastwood sigue tan activo y vigente como en los ’70 (cuando filmaba, por ejemplo, El fugitivo Josey Wales), los ’80 (cuando dirigía Bird), los ’90 (cuando subyugaba con Unforgiven o Los puentes de Madison) o los 2000 (cuando regalaba desde Million Dollar Baby hasta Gran Torino). Y llegó la década de 2010, con un ciclo de nada menos que ocho nuevas películas que se cierra con Richard Jewell, su 38º largometraje como director y basado -como en la mayoría de sus últimos trabajos- en una historia real.
El Richard Jewell del título (Paul Walter Hauser en su primer protagónico) es un hombre excedido en peso, amante de las armas, frustrado por no poder ingresar a la policía y bastante patético en su cotidianeidad, que vive con una madre posesiva y sobreprotectora (la siempre notable Kathy Bates) y se desempeña como guardia de seguridad en el Centennial Olympic Park durante los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. En principio, vemos cómo, al descubrir una mochila llena de explosivos y alertar sobre su existencia, salva la vida de muchos asistentes a un concierto que se estaba realizando esa noche. Sin embargo, su estatus de héroe le dura apenas unas horas, ya que casi de inmediato el diario Atlanta Journal-Constitution publica que él es, en verdad, el principal sospechoso para el FBI.
El guion de Billy Ray (Los juegos del hambre, Captain Phillips, Shattered Glass y la remake hollywoodense de El secreto de sus ojos) pendula entre la intimidad de Jewell y la reconstrucción de los hechos: desde la mencionada explosión hasta el posterior caso judicial en el que contó con la ayuda del excéntrico abogado (y ex jefe suyo) Watson Bryant (un impecable Sam Rockwell, visto tambien en la reciente Jojo Rabbit), la investigación por parte del FBI que incluyó presiones y métodos muy poco transparentes (el responsable del caso está intepretado por Jon Hamm) y el accionar de una periodista sin demasiados escrúpulos a la hora de obtener una primicia (Olivia Wilde), que generó una polémica extra cinematográfica entre quienes acusan a los creadores de la película de tergiversar los hechos.
Más allá de esas controversias (que sirven para alimentar la cobertura periodística, pero no afectan los valores de un film de ficción que puede permitirse incluso cualquier “licencia poética”), lo cierto es que Richard Jewell constituye una valiosa reflexión sobre el lugar del héroe en la sociedad estadounidense (ese hombre ordinario en medio de circunstancias extraordinarias), la conspiranoia reinante a nivel colectivo y el muchas veces cuestionable papel de los organismos de seguridad (dispuestos a cualquier manipulación con tal de conseguir una resolución a la medida de sus necesidades) o de los medios de comunicación. Lo hace con la habitual solidez narrativa, ese oficio encomiable, ese clasicismo innegociable y esa nobleza a flor de piel que son la marca de fábrica del brillante e inoxidable Clint Eastwood. (Diego Batlle – OtrosCines.com)
Bombshell trata sobre la caída de uno de los imperios mediáticos más poderosos y controvertidos de las últimas décadas, Fox News, y de cómo un grupo de explosivas mujeres logró acabar con el hombre responsable de él: Roger Ailes.
Mejor Maquillaje (Premios Oscar 2019)
Mejor Maquillaje y Peluquería (Premios BAFTA 2019)
El humor, la falta de solemnidad y la ductilidad de su elenco hacen de Bombshell una película mucho más valiosa y llevadera que el mero docudrama que reconstruye un caso real para caer en la denuncia obvia y, si se quiere, necesaria.
Este nuevo film de Jay Roach (un veterano de la industria que comenzó con las sagas de «Austin Powers» y «La familia de mi novia» y luego dirigió desde «Locos por los votos» hasta «Regreso con gloria») basado en un guion de Charles Randolph («La intérprete», «De amor y otras adicciones» y «La gran apuesta») está inspirado en el caso de Roger Ailes (un notable e irreconocible John Lithgow), un derechista que manejó con mano firme los destinos de la influyente cadena de noticias Fox News, el hombre detrás de los múltiples candidatos republicanos que accedieron a la presidencia, desde Richard Nixon hasta Donald Trump, pasando por Ronald Reagan y un par de exponentes de la familia Bush.
Ailes -un “animal” de las noticias- era también una suerte de déspota y un abusador serial. Entre sus víctimas predilectas estaban las mujeres: desde las conductoras consagradas hasta las simples pasantes, todas eran encerradas en su despacho y eran sometidas a ultrajes psicológicos… o de los otros. Hasta que varias mujeres dijeron ¡basta! y ese rechazo fue nada menos que el germen del movimiento #MeToo.
La película se concentra en tres historias: la de Gretchen Carlson (Nicole Kidman), conductora del programa Fox & Friends que fue quien inició la ola de denuncias; la de Megyn Kelly (Charlize Theron), una de las más ambiciosas caras de la cadena y famosa por sus enfrentamientos público con Trump; y la ascendente Kayla Pospisil (Margot Robbie), personaje ficticio que fue construido a partir de los testimonios de varias mujeres que se sumaron a los testimonios contra el jerarca de Fox News.
Y es precisamente Margot Robbie quien tiene varias de las mejores escenas de la película, como su encuentro íntimo y una posterior e intensa charla telefónica con una lesbiana y seguidora de Hillary Clinton (Kate McKinnon) que trabaja en la cadena de noticias o una desgarradora (por su crudeza) entrevista con el propio Ailes. De todas maneras, el personaje más rico en facetas y matices es el de Megyn Kelly porque en ella se conjugan el divismo y el egocentrismo de una estrella, así como las contradicciones internas de una mujer muy capaz e inteligente que con sus decisiones pone en juego (y en riesgo) buena parte de lo que ha construido hasta el momento.
Es prácticamente inevitable que una película de estas características (donde hay denuncias de abusos y exaltación de una lucha) tenga algunos pasajes excesivos y grandilocuentes, pero en general Roach y Randolph se concentran en las decisiones personales, en los dilemas íntimos, en las motivaciones psicológicas y dejan la dimensión política (que existe y es muy bienvenida) en un segundo plano. El horror del patriarcado, del poder machista, por supuesto, impregna todo el relato, pero Bombshell afortunadamente es bastante más que un simple vehículo para lanzar consignas furiosas y combativas. (Diego Batlle – otroscines.com)
En Sweet Smell of Success un poderoso, famoso y ambicioso columnista que domina toda una ciudad a través de la información que habitualmente consumen sus más de 60 millones de lectores, tiene un punto débil: su hermana pequeña. Todo cambiará cuando ésta se enamora apasionadamente de un guitarrista de jazz y los instintos más básicos del periodista salgan a relucir.
Una noche cualquiera, tras abandonar el Club 21 y entrevistarse brevemente en la calle con el teniente Kello (Emile Meyer), policía corrupto que ejerce como su esbirro particular, el poderoso columnista J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) se detiene unos segundos a observar el conato de pelea que tiene lugar ante la puerta de un local cercano. Luego se gira extasiado, ebrio de satisfacción, hacia su viscoso secuaz, Sidney Falco (Tony Curtis), y, autoproclamándose de nuevo el más íntimo conocedor y, por ello, el más válido y lúcido intérprete de la verdadera naturaleza de su ciudad, Nueva York, exclama: I love this dirty town.
El comienzo de Sweet Smell of Success, Times Square emborrachada de neones antes de que la cámara nos lleve a las rotativas donde se imprime The Globe y siga el recorrido nocturno de los camiones de reparto que publicitan en sus laterales el rostro y el nombre de su periodista estrella, sirve de tenebrista contrapunto al efervescente y hermosamente lírico tributo neoyorquino de Woody Allen al principio de Manhattan (1979), homenaje de amor urbano que el propio genio de Brooklyn terminó por relativizar, con la palabra Help! escrita en los cielos mientras suena la Quinta de Beethoven, al abrir y cerrar su Celebrity (1995). El director de Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, nos advierte ya en los primeros minutos de esta obra maestra de que nos aventuramos en un territorio de falso esplendor, de luces chirriantes pero también de espacios en negro, de tugurios, oficinas, camerinos, despachos, dormitorios y callejones sumidos en sombras amenazadoras. Una ciudad donde los destellos de las marquesinas, los letreros luminosos y los faros de los coches que atestan sus calles no llegan a despejar de tinieblas los secretos de sus cloacas.
Es en esa nebulosa intersección entre el anonimato de la nada y el triunfo de la luz donde J. J. Hunsecker impone su tiranía. En otro momento, el periodista, observado de espaldas y en plano picado, otea, imperial, la ciudad desde la amplia balconada de su lujoso apartamento situado en un elevadísimo piso de uno de los rascacielos que coronan Broadway. La ciudad del espectáculo se extiende, sumisa y humillada, a sus pies. Los deseos de Hunsecker, cielo o infierno, vida o muerte, como César de su particular circo romano, son órdenes para cientos, tal vez miles de personas que aguardan un salvador gesto suyo en la misma medida que temen un desprecio que suponga su automática condenación. Basta una mención positiva en su columna del periódico o una alusión casual en su programa de televisión para proporcionar una oportunidad en los escenarios, quizá una carrera teatral completa, lo mismo que una crítica negativa o un comentario aparentemente azaroso pueden significar el prematuro y forzoso abandono de la profesión, enterrar para siempre un nombre en lo más profundo e inaccesible de las listas del sindicato. En Broadway, el gusto y la voluntad de J. J. Hunsecker son las únicas leyes. La ciudad que nunca duerme es terreno abonado para la pesadilla.
El origen de esta espléndida película de las postrimerías del ciclo negro americano (1941-1959) se encuentra en la novela corta Tell me About it Tomorrow, del escritor y guionista Ernest Lehman, publicada por la revista Cosmopolitan y titulada inicialmente The Sweet Smell of Success. Lehman, colaborador de cineastas como Robert Wise (Executive Suite, West Side Story, The Sound of Music), Billy Wilder (Sabrina), Alfred Hitchcock (North by Northwest, Family Plot), Mark Robson (The Prize), Mike Nichols (Who’s Afraid of Virginia Woolf?) o Gene Kelly (Hello, Dolly!), volcó en la novela su propia experiencia como agente de prensa y su relación con el todopoderoso columnista Walter Winchell, considerado el inventor de la moderna crónica de sociedad, o gossip column. Carente de todo escrúpulo, Winchell utilizaba sus artículos en el New York Daily Mirror, propiedad de otro tipo más que controvertido, William Randolph Hearst, y sus programas radiofónicos como herramientas de poder. Desde la mesa 50 del conocido Stork Club, en la que tenía instalada una máquina de escribir y un teléfono con línea exterior directa, Winchell elaboraba venenosos comentarios que podían suponer el ascenso o el ocaso de cualquier nombre de Broadway, incluso de los más consagrados. Tal vez por eso mismo, además de ser el periodista más temido y mejor pagado del país era también el más seguido; cada columna era leída por cincuenta millones de americanos. Winchell creó un nuevo lenguaje para referirse a los famosos, en el que predominaba el chismorreo y el tono despectivo, las frases cortas y directas, la difusión de rumores, escándalos y situaciones comprometidas sin necesidad de atenerse al rigor de la verdad, y la invención de toda clase de apodos y motes, señas de un estilo personal que sentó las bases del sensacionalismo periodístico. Su influencia se hizo notar en otras dos célebres lenguas viperinas de la crónica social, estas ubicadas en Hollywood, Hedda Hopper y, especialmente, Louella Parsons, y estaba tan presente en el día a día del público que este no tuvo mayor problema para identificarlo tras el ficticio Waldo Lydecker, el refinado y maquiavélico periodista que interpreta magistralmente Clifton Webb en Laura, de Otto Preminger.
Dado a toda clase de manías megalómanas, Walter se empecinó en desbaratar la boda de su hija Walda con el productor William Cahn, hecho que Ernest Lehman tomó cono nudo principal del drama de su novela. Winchell presionó lo indecible a los magnates de la industria del cine y logró impedir durante años que la historia pudiera llevarse a la pantalla, hasta que la compañía independiente Hecht-Hill-Lancaster anunció en 1955 la compra de los derechos. Orson Welles se perfilaba como posible protagonista, y el propio Ernest Lehman fue contratado como guionista y director. No obstante, una repentina enfermedad y su falta de experiencia en la dirección cinematográfica hicieron que los productores contrataran al dramaturgo Clifford Odets para la escritura del guión, en el que predomina la intención dramática de cada escena por encima de la literalidad del diálogo, y como director a Alexander Mackendrick, nacido en Boston pero criado y crecido en Escocia, brillante especialista en comedias dramáticas para la compañía británica Ealing (Whisky Galore!, The Man in the White Suit, Mandy y The Ladykillers, fuente del remake de los hermanos Coen en 2004), que debutó así en el cine de su país natal.
Sweet Smell of Success no es un film noir en sentido estricto, aunque sí una de sus muestras más apabullantes y desoladoras. El cine negro de corte criminal fue mutando progresivamente en la segunda mitad de los años cincuenta desde la desesperación violenta de los humildes sin salida hacia la denuncia de la corrupción de los poderosos, ya fueran políticos, financieros, periodistas o mandamases del mundo del espectáculo. En la película no hay armas sino mentiras, no hay atracos o asesinatos pero sí coacciones, extorsión, implacable amenaza de violencia, de muerte o de una vida vivida como ruina. El resultado, además de compartir atmósfera con los clásicos del género (entorno urbano, rodaje en localizaciones reales de Nueva York, fotografía –obra de James Wong Howe– en blanco y negro muy contrastada, la omnipresencia de la corrupción, personajes corroídos por un código moral repulsivo, la sugerente ambientación que otorga la música de jazz compuesta por Elmer Bernstein para la banda sonora…), se revela como uno de los más devastadores e impactantes del ciclo negro clásico. Porque en Sweet Smell of Success, centrada en los ambientes periodísticos más sucios de la gran ciudad, de la capital del mundo, la auténtica víctima es el amor en su más excelsa manifestación, el verdadero crimen se comete contra la inocencia y el deseo de felicidad de un ser bueno, bello, de corazón puro.
El argumento sigue de manera lineal, durante una noche y el día siguiente, la evolución de la relación entre dos individuos sin moral, J. J. Hunsecker y Sidney Falco. El primero, el todopoderoso columnista, ejerce un dominio total sobre el segundo, gris agente de prensa de ambición desmedida y grandilocuentes proyectos de futuro. La autoridad de Hunsecker sobre Falco se sustenta en una extorsión continua pero aceptada, una simbiosis oscura y repugnante: a cambio de unas simples migajas (la cita, siempre prometida y casi nunca materializada, de algunos de sus representados en algún párrafo de su exitosa columna), Hunsecker utiliza a Falco como perro de presa, el hombre que le hace el trabajo sucio, el tipo que le saca la basura, entrega sus mensajes, extiende sus redes, siembra, en definitiva, el terror, siempre en su nombre, en las largas noches de Broadway. El servilismo de Falco respecto a Hunsecker (los cristales de sus gafas se untaron de vaselina para conferir a su mirada mayor profundidad y un aire amenazador) es mostrado magistralmente por Mackendrick en la secuencia del Club 21 en que el periodista se regala el lujo de humillar a un político que le pide el favor, casi le suplica, de introducir en el mundo de las variedades a su última y rubia amante. Basta el ademán de Tony Curtis encendiendo el cigarrillo de Burt Lancaster para que la posición de sumisión total de Falco hacia Hunsecker quede indeleblemente asentada para todo el metraje.
Tal es así, que cuando J. J. se irrita al tener noticia de la relación que el guitarrista de jazz Steve Dallas (Martin Milner), estrella del The Chico Hamilton Quartet, mantiene con su adorada hermana pequeña, Susan (Susan Harrison), por la que siente un amor y a la que le une un afán de posesión que son de carácter más incestuoso que fraternal, encarga a Falco que, apañándoselas como pueda y con licencia concedida para saltarse todos los límites que crea conveniente superar bajo la protección de la ley que dicta desde su máquina de escribir, evite toda posibilidad de que ese amor acabe en matrimonio. Si la miseria moral de Hunsecker es indescriptible, la postura de Falco llega a lo inconcebible. Falco, con falsas promesas de contratos y ganancias, logra que una de sus representadas, Rita (Barbara Nichols), aspirante a actriz que mientras persigue el éxito se emplea como cigarrera en un club, venda sus favores sexuales a otro periodista, Otis Elwell (David White), como pago de que este publique un artículo que relacione a Steve Dallas con el comunismo y el consumo de marihuana. El teniente Kello hará el resto, manipulando la prueba crucial no con intención de que la justicia tome cartas en el asunto, sino para que Hunsecker pueda demostrar ante su hermana que nadie, ni siquiera su amado Steve, la quiere ni, sobre todo, le conviene, tanto como él.
Naturalmente, una historia de semejante cariz (incesto, comunismo, drogas, corrupción policial) levantó las suspicacias de la oficina del Código de Producción, entidad gestora de los mecanismos de regulación que los estudios de Hollywood instauraron para su autocensura en 1934, aunque nada comparable a la reacción del propio Walter Winchell, que además también tuvo que vérselas con las alusiones que a él se hacían en A King in New York (Charles Chaplin, 1957). No obstante, el fracaso comercial y de crítica que Sweet Smell of Success cosechó en su estreno en el Loew’s State Theatre de Nueva York disipó pronto la polémica. Probablemente los dóciles espectadores del Hollywood del technicolor y los finales felices no estaban preparados para películas protagonizadas por personajes negativos, corruptos, que no solo no luchaban contra sus debilidades y perversiones sino que se regodeaban en ellas, en la persecución de sus reprobables objetivos mediante el chantaje y el tráfico de influencias, y con frases de diálogo como “la integridad es como el sarampión, como un barril de pólvora esperando el fósforo”, personajes repugnantes que ansían el ascenso a la cima de una sociedad corrompida sin aspirar a regenerarla, sino dispuestos a aprovecharse de ella, a sacarle todo el jugo posible en provecho propio. Solo el personaje de Susan escapa a ese ambiente abyecto, poseedora de sueños, ilusiones y emociones positivas, humanas. Tal vez fuera demasiado poco para el público. Mackendrick tenía dónde fijarse, tal vez también consolarse: otro tanto le había sucedido a Billy Wilder unos años antes a causa de Charles Tatum, el periodista sin ética ni principios que interpreta Kirk Douglas en Ace in the Hole (1951), uno de sus más sonoros fiascos por más que el tiempo haya convertido la película en un clásico fundamental sobre el mundo del periodismo. Dice Alexander Mackendrick: “los dos personajes principales son odiosos y al final te acabas identificando con el peor de los dos, Tony Curtis, que en el fondo es mucho peor que Bust Lancaster”. Sin embargo, Hunsecker es un soberbio que no perdona el desprecio que una pareja de jóvenes, en nombre de algo tan etéreo e incierto como el amor, algo tan diminuto, tan ridículo para él, hace del criterio superior de alguien a quien siguen devotamente decenas de millones de personas de todo el país. Su venganza, más producto de un amor propio herido, de una posición profesional puesta en duda, que del desmoronamiento del dominio que ha ejercido históricamente sobre su hermana, ha de ser, por fuerza, terrible, tiene que arrastrar a todos con él, propiciar incluso su autodestrucción. Poco precio supone a cambio de salvar su orgullo.
Sweet Smell of Success transcurre en su mayor parte de noche, en Times Square y Broadway iluminados, sus luces reflejadas en los charcos, los escaparates y los cristales de los coches, y en locales atestados, masas de personas que van de un lado a otro, que llenan bares, teatros, restaurantes y aceras, que circulan en taxis y colapsan las avenidas, que gritan para hacerse oír por encima de la música de jazz a todo volumen. De noche Hunsecker se ríe de un senador, negocia con sus policías a sueldo, lanza a Falco contra la incipiente carrera musical de un joven que no ha hecho daño a nadie; de noche Susan repudia a su odioso hermano, destapa su mundo de trampas y mentiras, renuncia a seguir viviendo ante la imposibilidad de tener al hombre que ama; de noche Falco teje la tela de araña del imperio de Hunsecker, sueña con el poder y la gloria, prostituye a una inocente… En el amanecer de Times Square, sin embargo, no se abre paso la luz. Falco no verá ese mundo de éxito e influencia que ambiciona, al menos no todavía. La derrota de Hunsecker es su derrota, los platos rotos serán sus costillas. La luz del nuevo día no va acompañada de una nueva esperanza. Es solo el neón que, como en las marquesinas de Broadway, como el blanco y negro del film noir, rubrica la oscuridad más terrible. (39Escalones.Wordpress.com)
Sbatti il Mostro in Prima Pagina sucede cuando faltan pocos días para las elecciones generales, la hija de un conocido profesor es encontrada muerta. El señor Bizanti, editor jefe de «Il Giornale», de acuerdo con el propietario Montelli, decide encargar el seguimiento de la noticia al novato Roveda y al veterano Lauri.
IMDb Rating: 7,4
RottenTomatoes: 89%
Película / Subtítulos (Si bien el torrent de la peli contiene subs en español, los mismos están defasados. Usar los que están en el link)
Por muy honestas que sean las causas que le impulsan, existe siempre en el cine militante el peligro de que la película en cuestión acabe enterrada bajo mensajes y consignas políticas, o dicho de otra forma, que el mensaje haga descuidar la forma. Es cierto que en casos como el que nos ocupa hoy uno siente el impulso de ser más benévolo contra esa tendencia al tratarse de una obra producida en un contexto realmente convulso como es la Italia de principios de los años 70. ¿Por qué andarse con matices cuando esas injusticias estaban sucediendo en esos instantes y era ése el momento de denunciarlas? Eso implica no obstante el peligro de que la obra en cuestión quede demasiado anclada a un tiempo muy concreto y que quede caduca, pero dudo que eso fuera algo que le importara a Marco Bellocchio mientras rodaba Sbatti il Mostro in Prima Pagina, un filme que por otro lado sigue siendo dolorosamente vigente en muchos de los temas que critica.
El protagonista es Bizanti, el editor jefe de un diario de tendencia conservadora, que decide aprovechar la noticia de una chica que ha sido violada y asesinada para darle toda la cobertura posible y así desviar la atención del público de un escándalo que afecta al propietario del diario, Montelli, en una época cercana a las elecciones. No solo eso, cuando Bizanti descubre que el principal sospechoso del asesinato era su novio Mario, un militante de izquierdas, decide utilizar todos los medios a su alcance para que la policía lo inculpe y atrape, sirviéndose para ello de un periodista novato, Roveda.
Desde sus primeras imágenes, Sbatti il Mostro in Prima Pagina nos impregna del inestable clima político de la época, con multitud de partidos que manejan todo tipo de consignas diferentes a favor o en contra de cualquier tendencia que se les ocurra (las palabras fascismo, comunismo, catolicismo y socialismo se combinan de forma creativa entre sí dando pie a diferentes partidos políticos). Y de entrada, si algo puede decirse a favor de Marco Bellocchio es que, pese a que se nota que su tendencia política es claramente de izquierdas, en la película no busca hacernos simpatizar con ningún bando. De hecho los jóvenes militantes de izquierda resultan tan demagógicos e irritantes como los contrarios, y no podemos dejar de deplorar que los compañeros de partido de Mario le proporcionen a éste una falsa coartada insultando y denigrando para ello a la amante de éste (una inestable mujer de mediana edad que estaba encariñada con el joven pese a que éste la desprecia).
Pero la clave de la película y lo que la mantiene tan vigente hoy día es su acertada crítica al mundo periodístico y los intereses que defiende. Sbatti il Mostro in Prima Pagina es bastante clara (puede que incluso demasiado) a la hora de mostrar cómo una noticia sensacionalista puede utilizarse con propósitos políticos y la necesidad del público de este tipo de material. En una de sus escenas más interesantes, Bizanti le reprocha a Roveda el titular que ha escrito para una noticia sobre un padre de familia sin trabajo que se ha suicidado, y se lo hace recomponer convirtiendo ese hecho dramático que en su titular da a entrever un problema social en un hecho intrascendente para el lector del diario. Ni siquiera se trata de una manipulación en el sentido estricto (el titular nuevo que le proporciona Bizanti no contiene información falsa) sino de una cuidadosa selección de las palabras y adjetivos en busca de orientar la noticia hacia cierta interpretación, que es la forma más peligrosa que puede tener el periodismo de manipular la realidad a sus intereses.
Pero, tal y como indiqué al principio, si bien acierta en su denuncia a la manipulación y los intereses de la prensa, a cambio se le puede reprochar a Bellocchio de una excesiva claridad en sus intenciones, dejando todo demasiado masticado al público, casi como infravalorando su capacidad para juzgar las imágenes. En cierta escena Bizanti mira con su familia un debate televisivo grabado en que aparecía él mismo, y tras oír los vacíos halagos de su mujer acaba insultándola tildándola de ignorante. La idea es clara: ni el propio Bizanti cree en lo que dice o hace, sabe que no es más que una herramienta del poder, y le molesta que su propia esposa sea tan necia que en lugar de ser cómplice de su situación le admire; pero resulta un poco forzado ese tenso diálogo en que la insulta delante de su hijo por ese motivo.
Del mismo modo el giro final en que se descubre al verdadero culpable está muy cogido con pinzas, de igual modo que el papel de Roveda como periodista joven y honesto que decide rebelarse contra su jefe resulta muy previsible. Pero a cambio hay algo que la exonera y es el no abandonar nunca el tono pesimista: no veremos como Roveda se enfrenta al diario exhibiendo la verdad, ni tampoco asistiremos a la redención de Bizanti que quizá podría intuirse mediante algunos planos como los de la misa. Si algo me gusta del cine político de esa época es que, si bien a veces es demasiado obvio en sus intenciones, a cambio nunca traiciona su tono desencantado, dándonos a entender que las convicciones políticas de sus autores no les hacen perder el contacto con una realidad que en el fondo saben que no van a poder cambiar. Quizá el plano final de las aguas residuales circulando por Milán resulte una metáfora demasiado obvia, pero lo encuentro un desenlace fiel a las intenciones del filme y a la denuncia de una situación que, efectivamente, hoy día podemos seguir viendo totalmente vigente. (ElGabineteDelDoctorMabuse.com)
A Private War cuenta la historia de Marie Colvin, una periodista reconocida mundialmente por su trabajo en distintos conflictos bélicos. Testigo de algunas cruentas batallas recientes, especialmente de lo sucedido en Oriente Medio, contaba con el respeto tanto de los lectores como de sus compañeros de profesión por su enorme valentía y humildad. Sin embargo, su personalidad era caótica y autodestructiva. Tras recibir el impacto de una granada en Sri Lanka, comienza a llevar un distintivo parche en el ojo mientras se sienta a beber rodeada de la alta sociedad londinense a la que aborrece, hasta que un día recibe una misión extremadamente peligrosa, que acepta junto a su prestigioso fotógrafo de guerra, Paul Conroy. Juntos viajan a Siria para cubrir lo que sucede en la ciudad de Homs, donde aprenderá el verdadero coste de la guerra, tanto física como psicológicamente.
Dicen que dijo Marie Colvin que en la guerra hay periodistas viejos y periodistas valientes, pero no periodistas viejos y valientes. Ella fue valiente. Desde la guerra civil de Sri Lanka hasta el sitio de Homs en Siria, Colvin se hizo un nombre cubriendo conflictos bélicos para el ‘Sunday Times’ y una imagen gracias a su voz grave y cascada, sus maneras firmes y directas y el parche ‘pirata’ que tapaba el ojo que había perdido a causa de una granada siguiendo los combates de la guerrilla tamil. En un gremio tan eminentemente masculino como es el del periodismo de guerra, Colvin se hizo un hueco a base de riesgo y astucia. Y queda demostrado en una de las escenas de A Private War, en la que la reportera engaña a las tropas fieles a Sadam en Irak haciéndose pasar por enfermera mostrando como documentación el carné de su gimnasio londinense que lleva la palabra ‘health’, es decir, salud.
Sin salirse de la convención de los ‘biopics’, A Private War retrata las contradicciones de una profesión tan ingrata y arriesgada como adictiva como es el periodismo de guerra. Colvin podría encuadrarse dentro de las superestrellas del gremio; la mayoría de los periodistas y fotógrafos que cubren la información bélica son poco más que un nombre a pie de foto y alcanzan un reconocimiento efímero una vez que han muerto. «David Blundy. Se fue a ‘The Telegraph’ antes de que tú llegaras. Yo me quedé con su puesto. Lo mataron dos años después en San Salvador. Joao Silva perdió las dos piernas a la altura de la rodilla en Kandahar trabajando para ‘The New York Times’. Coincidí con él en Afganistán. Safa Abu Seif. Era una niña palestina de 12 años a la que una bala perdida le perforó el corazón. Vi cómo sus padres la sostenían mientras se desangraba. Llevaba pendientes de perlas. Seguramente ese día pensó lo guapa que estaba», enumera la protagonista en otra secuencia. «Yo veo esas cosas para que no tengáis que verlas vosotros”. Para Colvin, lo principal era encontrar el enfoque humano en la barbarie.
Rosamund Pike ha conseguido embrutecer su elegancia innata y sus maneras suaves y pulcras para interpretar a una mujer en permanente conflicto, tanto externo como interno: su interpretación de Colvin es el de una mujer que sufre entre su deseo de tener una vida personal estable, con pareja e hijos, y una realidad extrema en la que la muerte está normalizada. «Odio estar en zona de guerra, pero también me siento obligada a verlo con mis propios ojos», explica en un momento de la película. «Me da miedo hacerme vieja, pero también me da miedo morir joven».
Y precisamente por su trascendencia y su posibilidad de cambiar los focos por las ruinas de una ciudad bombardeada, esta neoyorquina radicada en Londres es el ejemplo perfecto de las contradicciones de un trabajo que conjuga recepciones y fiestas sofisticadas con el testimonio del estadio de mayor bajeza del ser humano y de la sociedad: los crímenes de guerra. El filme, en el que el documentalista Matthew Heinemann adapta el perfil sobre Colvin publicado en ‘Vanity Fair’, reproduce de manera verosímil el escenario de guerra sin recrearse en plano detalle —pero presentes en un segundo término— con los cuerpos de las víctimas, los miembros cercenados, la carnicería humana.
El retrato de Colvin sirve como pie para reconocer la labor de quienes intentan llegar adonde todos huyen, pero plantear también los claroscuros de la personalidad de quienes deciden vivir de guerra en guerra y de los medios de comunicación que se lucran de la gloria mientras sus trabajadores calientan su trasero en una silla ergonómica a miles de kilómetros de las bombas. Si bien en el consciente se libra una cruzada en favor de la libertad y los derechos de los abandonados, de los débiles, y en contra de las injusticias, en el inconsciente queda la necesidad de una excitación, de mantener las dosis de adrenalina que proporciona una vida al borde del abismo.
¿Puede uno follar después de haber visto una pila de cadáveres en descomposición? ¿Puede uno asistir a una fiesta lujosa después de haber visto a la población civil morir de inanición por culpa de una guerra? El personaje de Colvin, cobertura tras cobertura, muestra las tasas psicológicas y emocionales que pagan los reporteros, que muchas veces caen en el alcoholismo y las adicciones para aplacar el estrés postraumático, las pesadillas, o la incapacidad de adaptarse a una vuelta a la rutina.
Sin embargo, A Private War deja la sensación de que los propios reporteros de guerra son responsables de sus propias desdichas. Parece que en su ánimo de llegar más lejos que nadie, de encontrar la historia definitiva o conseguir el reconocimiento, son ellos mismos los que se ponen en riesgo a pesar de las advertencias de sus contratadores o de su equipo. Pero no se habla de la precariedad del gremio, en el que muchos tienen que sobrepasar los límites, precisamente, para conseguir que sus jefes, bien cómodos en sus despachos, presten atención a reportajes que los lectores, además, ignoran. Hay guerras mediáticas, otras no. Y las víctimas de las segundas lo son doblemente.
Aun así, A Private War logra sumergir al espectador en la caída en barrena de una mujer obsesionada por su trabajo que a cada viaje ve más deteriorada su salud, mental y física. Y también en la duda de un director que se pregunta hasta qué punto es necesario y útil el sacrificio que plantea este tipo de reporterismo. Eso sí, una cuestión que queda finalmente despejada es que no, Jamie Dornan no tiene sangre en las venas. (Marta Medina – elconfidencial.com)
The Post trascurre en 1971, donde los principales periódicos de EEUU, entre los que se encontraban The New York Times y The Washington Post, tomaron una valiente posición en favor de la libertad de expresión, informando sobre los documentos del Pentágono y el encubrimiento masivo de secretos por parte del gobierno, que había durado cuatro décadas y cuatro presidencias estadounidenses. En ese momento, Katherine Graham, primera mujer editora del Post, y el director Ben Bradlee intentaba relanzar un periódico en decadencia. Juntos decidieron tomar la audaz decisión de apoyar al The New York Times y luchar contra el intento de la Administración Nixon de restringir la primera enmienda.
Mejor Película, Mejor Actriz y Mejor Actor 2017 para NBR National Board of Review
The Post, la nueva película del realizador de Schindler’s List se centra en un episodio fundamental de la historia del periodismo estadounidense, cuando el gobierno de Richard Nixon quiso censurar la publicación de los Papeles del Pentágono, documentos que revelaban secretos de la guerra de Vietnam. Meryl Streep, Tom Hanks y un gran elenco recrean estos hechos desde la experiencia de la redacción de The Washington Post en una película intensa, urgente y muy entretenida.
La historia dice que en medio de la posproducción de su inminente Ready Player One –película de ciencia ficción que atravesaba un largo periodo de creación de efectos especiales–, a Steven Spielberg le llegó el guión de The Post, escrito por Liz Hannah, una desconocida en la industria. Tomando en cuenta la actualidad del espinoso tema de la relación entre el poder y la prensa en el gobierno de Donald Trump, Spielberg decidió poner manos a la obra y filmarla en ese hueco de tiempo. Esto, dicen, fue en febrero pasado. En nueve meses, la película estaba lista para ser estrenada.
No muchos directores en el mundo pueden armar una producción de esta envergadura –reconstrucción de época, un elenco impresionante reunido a último momento– en tan poco tiempo, algo que sí solía hacerse en la Epoca de Oro del Hollywood clásico. Pero un veterano admirador de esa era y con la experiencia, la sabiduría y el poder de convocatoria de Spielberg sí puede y The Post es la prueba clara de su talento para pensar y crear sobre la marcha. Y de su compromiso político para hacer una película que él considera relevante en este momento.
The Post se alinea claramente con sus recientes Lincoln y Bridge of Spies. Son, todas ellas, películas acerca de personas que deben tomar decisiones incómodas, difíciles y no muy populares en momentos políticos complejos, una línea temática que recorre la carrera del realizador y cuyos mejores ejemplos son probablemente Schindler’s List y Saving Private Ryan. Son historias acerca de actos de heroísmo, mayores o menores, de personas muchas veces comunes (no en el caso de Lincoln, claro) en circunstancias extraordinarias. Son historias de gente que, ante situaciones imposibles, elige por la decencia, lo que es justo y correcto, ateniéndose a las consecuencias.
De este grupo, Katharine Graham (Meryl Streep, siempre impecable, en su primer trabajo para el director) es la primera mujer. Ella es la viuda del dueño de The Washington Post (cualquier parecido con la prensa argentina es pura casualidad), una mujer que tuvo que hacerse cargo de la empresa cuando su marido se suicidó, pero nunca le ha prestado demasiada atención al día a día del trabajo, que lo manejan otros gerentes y, fundamentalmente, el editor en jefe Ben Bradlee (En el que se basa el documental The Newspaperman The Life and Times of Ben Bradlee, aquí interpretado por Tom Hanks). Ella se ha dedicado más a socializar con gente rica y poderosa de Washington, incluyendo varias personalidades políticas y nunca se ha metido en las decisiones editoriales.
Pero, en 1971, dos cosas la obligan a tomar imporantes decisiones y a hacerse cargo de su futuro y el del diario. Por un lado, la problemática situación económica de The Post (que, en esos tiempos, no tenía la mítica reputación que logró tras Watergate) lleva al directorio de la empresa a volverla pública. Es decir, a hacerla cotizar en Bolsa, con las ventajas y riesgos que eso puede tener en función de los vaivenes de las acciones. Y, fundamentalmente, por la aparición de los célebres Papeles del Pentágono, una enorme serie de documentos que fueron filtrados a la prensa y que revelan secretos de la política estadounidense en la Guerra de Vietnam desde los años ‘50. Son documentos que prueban, fundamentalmente, que hace años que los distintos gobiernos norteamericanos sabían que esa guerra estaba perdida y seguían mandando soldados al frente.
Los “Papeles” en cuestión fueron publicados primero por The New York Times pero el gobierno del entonces presidente Richard Nixon (cualquier similitud con Donald Trump no es pura casualidad) forzó a ese diario a detener sus revelaciones acusándolos de dar a conocer secretos de seguridad nacional. Y mientras se debatía la legalidad o no de esa medida en relación a la constitucional libertad de prensa, el Post debía tratar de conseguir ese material y, llegado el caso, atreverse a publicarlo con todas las posibles complicaciones implícitas: pérdida de amistades, potenciales problemas con la cotización en Bolsa, un posible cierre del diario y hasta la cárcel.
Graham es el centro de la trama –el personaje cuyo arco dramático organiza el filme– y todo el relato circula alrededor de ella. Bradlee es el editor old school de esos que están 24 horas pendientes de las noticias. Y detrás de ellos hay tanto periodistas del Post haciendo lo que mejor saben hacer, como Ben Bagdikian (Bob Odenkirk) y Meg Greenfield (Carrie Coon, de Fargo y The Leftovers), los más temerosos/cuidadosos ejecutivos y abogados del periódico (Bradley Whitford, Tracy Letts, Jesse Plemons), los dueños del New York Times (Michael Stuhlbarg), el tristemente célebre Secretario de Defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood) y el que “filtró” los documentos, Daniel Ellsberg (Matthew Rhys, de The Americans). A este elenco hay que sumarle a Alison Brie (Mad Men) como la hija de Graham y a Sarah Paulson (The People vs. O.J. Simpson y Blue Jay) como la mujer de Bradlee, en un elenco de reconocidas caras del cine y la TV.
The Post se construye como un thriller de suspenso a partir del conflicto generado por este cruce de factores, con el siempre apropiado y conveniente cierre de edición como generador de tensión dramática. Pero detrás de eso Spielberg se hace preguntas que siguen siendo relevantes ahora, o acaso lo sean aún más: ¿Se debe publicar algo aún cuando se corra el riesgo de afectar la seguridad nacional? ¿Cuál es el límite ético de las relaciones entre los dueños de los medios y los grupos de poder, incluyendo el político? ¿Puede un gobierno entrometerse en lo que publica un medio? ¿Debería haber algún límite para la libertad de prensa? Y, por último, aunque no menos importante: ¿Para quién se escribe un diario? ¿Para quiénes escribimos?
Es cierto que muchas de esas preguntas, en un mundo ideal, tienen una respuesta correcta. Pero no siempre es posible ser fiel a ellas en el mundo real. Y eso es algo que la película pone en primer plano. Si en algo falla el filme de Spielberg, tengo la impresión, es que su guión es un tanto esquemático y didáctico en sus conflictos y en su desarrollo dramático, como si el apuro por filmar la película les hubiera impedido hacerle un par de revisiones y volverlo un poco más sagaz e inteligente. No digo a un nivel Aaron Sorkin –de hecho, creo que el combo Sorkin/Spielberg no sería del todo bueno ya que el guionista intentaría imponer su ingenio para los diálogos por sobre el clasicismo humanista del director, quien sabe decir más con su cámara que con ese tipo de monólogos en serie que son marca registrada del escritor–, pero creo que los personajes podrían haber sido un poco menos “funcionales” a la trama y más complejos como personas.
De todos modos, Spielberg se maneja sin problemas dentro de ese esquema, si se quiere, clásico. La forma en la que la historia avanza por carriles más o menos previsibles (es un hecho real, después de todo) permite al espectador observar sus recursos de puesta en escena, como la genial manera en la que la cámara se acerca lentamente a sus personajes y les permite revelar mucho sobre sí mismos casi sin decir nada, o la precisa y compleja coreografía de personajes (en la redacción, en la casa de Bradlee, en eventos sociales) que el director arma en largos planos que no anuncian su virtuosismo con letras de neón pero que son geométricamente impecables. Y, por supuesto, la manera casi imperceptible en la que consigue que la emoción brote en el espectador como si fuera una respuesta mecánica y casi pavloviana ante cualquier plano dirigido por él.
Por último, en cada plano detalle de las rotativas, de los viejos y analógicos mecanismos de cierre, publicación e imprenta de los diarios (máquinas de escribir, páginas diseñadas en papel con lápiz y escuadra, gente corriendo para llegar con un texto bajo el brazo), The Post se convierte en un homenaje al periodismo y a los periodistas de entonces. Para los que llegamos a atravesar la última etapa analógica de los medios –y hemos visto pegar textos en talleres con plasticola, corrido por pasillos con alguna nota para ser tipeada o cortar algún sobrante con un simple cutter–, la emoción es doble. Spielberg sabe que esa ética de trabajo no tiene porqué haber desaparecido. Y esa obligación de hacer responsables, con nombre y apellido, a los poderosos por los delitos que puedan cometer, tampoco. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
Bradlee, uno de los hombres de prensa más célebres de todos los tiempos, es el eje de este apasionante retrato que, obviamente, rescata sus participación en el caso Watergate, aunque también algunos traspiés personales y profesionales.
Más allá de esos dos muy buenos exponentes de ficción, la trayectoria de Bradlee merecía un documental como el que finalmente dirigió John Maggio (Looking for Lincoln). El resultado es The Newspaperman The Life and Times of Ben Bradlee, que HBO está emitiendo estos días. En tiempos en que The New York Times y The Washington Post encabezan los cuestionamientos a la administración de Donald Trump recuperar la obstinada, titánica tarea de Bradlee (1921-2014) durante la época de oro del periodismo de investigación en los Estados Unidos resulta más que pertinente.
The Newspaperman The Life and Times of Ben Bradlee es clásico en su estructura y hasta por momentos algo torpe en su musicalización subrayada, pero es también una auténtica clase de periodismo, con un excelente trabajo de archivo que incluye momentos de enorme emoción como cuando Bradlee se despide de sus colegas de la redacción del Post, y testimonios de quienes trabajaron o lo conocieron: desde Bob Woodward y Carl Bernstein hasta Robert Redford, Jim Lehrer y Henry Kissinger.
El corazón del film es la voz del propio Bradlee a partir del audiolibro A Good Life, su testamento autobiográfico. Lo que hace valioso al documental de Maggio es que, más allá del merecido homenaje a la figura del protagonista, también expone unas cuantas miserias personales (sus ex exposas no estaban particularmente felices con sus sucesivos comportamientos, sus compañeros dan cuenta de sus arranques de furia) y profesionales (como el papelón del Post a su cargo cuando publicó una investigación de la periodista afroamericana Janet Cooke sobre un niño negro de ocho años adicto a la heroína que ganó el premio Pulitzer y que luego se comprobó era completamente falsa).
Su infancia, su vida familiar, sus años formativos, su muy cercana amistad con John Fitzgerald Kennedy, la fama adicional que le generó el estreno de All the President’s Men, el film de HBO cubre los aspectos esenciales -y otros íntimos- de una figura insoslayable y fundamental a la hora de acercarse a la historia grande del periodismo gráfico. (Diego Batlle – OtrosCines.com)
La Crisis Causó 2 Nuevas Muertes analiza y reconstruye la Masacre de Avellaneda, ocurrida el miércoles 26 de junio de 2002, en la que Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron asesinados por la policía. Se centra en los hechos e indaga en las maniobras políticas del gobierno de Eduardo Duhalde y en la manipulación de la información por parte de los grandes medios de comunicación, especialmente en la publicación matutina Clarín.
Patricio Escobar, graduado en Ciencias de la Comunicación de la UBA, y Damián Finvarb, egresado de la Escuela de Cine de Avellaneda, realizaron La crisis causó dos nuevas muertes, un documental que apuntó a mostrar la “manipulación de la información que ejercen los medios de comunicación”. La obra fílmica reconstruyó y analizó los asesinatos de Kosteki y Santillán, y el manejo de la información por parte de los medios de comunicación nacionales.
El diario Clarín les dejó servido el título de la película: “La Crisis Causó 2 Nuevas Muertes”. Después de tres años de trabajo finalizaron esa obra “totalmente independiente y sin ningún tipo de apoyo, pues criticamos en él al multimedio más poderoso de la Argentina como es el grupo Clarín”, según las expresiones de Escobar.
La Crisis Causó 2 Nuevas Muertes tiene dos partes. La primera relata cómo mataron a Kosteki y Santillán y analiza la forma en que se diseñó la represión policial, que empezó a las 12 y concluyó a las 17 horas del miércoles 26. La segunda trata de explicar “qué sucedió con la secuencia fotográfica de Pepe Mateos en la redacción de Clarín, y así demostrar que hubo manipulación de la información en el diario argentino más importante”, según los documentalistas.
Al justificar el título Escobar señaló que “nos daba a entender lo que realmente había pasado. Y a su vez, dejaba vía libre al discurso de Duhalde en ese momento, que decía que se habían matado entre ellos”. El documental de 85 minutos comienza con un testimonio del editor jefe del diario Clarín, Julio Blanck.
En La Crisis Causó 2 Nuevas Muertes, Blanck mira durante un buen rato la tapa del Clarín del 27 de junio de 2002 y termina por aceptar: “Es cierto, ese título no dice la verdad”. “Cometimos un error con este título”, dice quien para esa fecha era editor de Política Nacional del diario, y lanza un par de preguntas que, seguramente, no buscaban respuestas: “¿Qué tengo que hacer? ¿Cortarme las venas?”. (ExplicitoOnline.com)
En All the President’s Men, dos jóvenes periodistas del diario The Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, comienzan a investigar lo que parece ser un simple allanamiento del cuartel general del Partido Demócrata en Washington. Sus descubrimientos desencadenan el llamado ‘caso Watergate’, que provocó la dimisión del presidente Richard Nixon.
Mejor Actor de Reparto y Mejor Guión Original en los Premios Oscar 1977
Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor de Reparto 1976 para el Círculo de Críticos de Nueva York
Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor de Reparto 1976para la National Board of Review
IMDb Rating: 8,0
RottenTomatoes: 93%
Película El torrent viene con varios subs en distintos idiomas, incluido el español.
Los thrillers políticos casi siempre son perfectos. Es una realidad que ya sea en cine o televisión, quien sea que se atreva a escribir historias enmarcadas en lo político casi siempre acierta y nos entrega historias sumamente interesantes (claro está para aquellos que disfrutamos de estas películas que muchas personas tildan de aburridas). Además de eso es interesante que no siempre deben ser basadas en hechos reales; solo deben estar inmersas en un entorno realista para poder ser efectivas. Pero si son hechos reales, y que han estado a luz pública, ¿cómo pueden ser tan cruciales y amenazantes para poder formar una película en torno a eso, sobre todo un thriller?
All the President’s Men retrata de forma hiperrealista todo lo que ocurrió durante el escándalo de Watergate. Todo empieza cuando en las oficinas del partido opositor de Richard Nixon consiguen a unos ladrones que no tenían por qué robar. Un periodista curioso empieza a investigar el por qué y, por el bien de aquellos que no conocen la historia de Watergate, no me atrevo a decir más. Solo deberían saber que después de todo, Nixon tuvo que renunciar a su cargo, siendo el único presidente de Estados Unidos que lo ha hecho.
Voy a ser atrevido y voy a decir que All the President’s Men es la primera y la pionera de estas propuestas que son tan puras como el género en el que se encasillan: thrillers políticos. Pero lo que realmente llama la atención es que nunca se trata de políticos siendo fieles y otros siendo unas piltrafas. Aquí se trata de que la verdad siempre será del dominio público y la labor de quien nos lo comunica es lo trascendental del asunto. Basada en las historias de dos periodistas que estuvieron a cargo, All the President’s Men, es el recuerdo perfecto de la época en la que los medios se negaban a ser manipulados.
Escrita por William Goldman (y por Robert Redford y Alan J. Pakula quienes no fueron acreditados), la película retrata el mórbido mundo de la política como un cristal fuerte pero rompible. Pero la historia no sería nada sin el aporte fundamental de sus dos figuras centrales: Robert Redford y Dustin Hoffman, quienes interpretan los roles más importantes de sus carreras. Ambos son tenues en sus actuaciones y permiten que la historia sea creíble cuando las características típicas del thriller se apoderan de la película. Son tan perfectos en sus personajes que parece mentira que no hayan sido periodistas de verdad en algún momento.
No puedo dejar de destacar que All the President’s Men es una película hermosa en lo técnico. Su puesta en escena es extraordinaria. Parece mentira que en algún momento de la historia del cine, este tipo de propuestas eran oportunidades perfectas para quienes deseaban experimentar con lo visual y tomar técnicas para apoyar el entorno dramático. Las influencias de grandes directores se nota mucho en All the President’s Men y esto termina siendo un placer para quienes no crecimos en esta época. Una obra maestra. (Federico Furzan – Cinelipsis.com)
The Newsroom muestra los entresijos de una importante cadena de televisión por cable, centrada en la redación y en la parte de una TV que no ven los espectadores. Los protagonistas son un veterano presentador, la nueva productora ejecutiva y otros miembros del equipo.
El archivo torrent viene con subs en inglés. Recomendamos borrar esos subs una vez descargada la serie y antes de descomprimir los subs en español para evitar confusiones.
Es innegable que el mundo del cine y la televisión está lleno de grandes y gratas sorpresas. Personalmente, soy de aquellos que suelen juzgar un libro por su portada, al menos por un corto período de tiempo, para luego terminar metiéndome de lleno en su historia, en sus líneas, y terminar muy sorprendido, en muchas ocasiones preguntándome: ¿por qué tardé tanto en darle una oportunidad?
Justamente eso me ha pasado en la televisión con dos series, la primera House of Cards, la segunda The Newsroom. En ambas ocasiones me he asegurado que no hay nada que me interese ver en un drama de políticos norteamericanos o sobre un programa de noticias y su producción, ni siquiera por el amor al arte. En ambos casos terminé riéndome de mi mismo, estaba muy equivocado.
The Newsroom la comencé a ver a inicios de este año durante esa temporada de sequía de series y nuevos episodios, dándole una oportunidad, simplemente porque es de Aaron Sorkin, el genial escritor de The West Wing, The Social Network y un nombre que sencillamente pesa en la industria. La serie te atrapa desde el primer momento, y de nuevo, no puedo creer que haya esperado tanto para verla. O tal vez fue lo mejor, para poder devorarla en apenas un par de semanas.
Porque puede que The Newsroom sea vista, de una manera muy errada, como una serie sobre «periodistas, un programa de noticia, y un drama de amoríos entre compañeros de trabajo». No, sencillamente no. ¡No! Ni HBO ni Sorkin fallan, y nos trajeron un drama que se basa realmente en dos grandes cosas: valores y ética.
La manera forma en la que The Newsroom desarrolla sus personajes tiene la firma de Sorkin por todos lados. Estamos ante una serie llena de abundantes diálogos, a una gran velocidad que te obligarán a retroceder algunos segundos en más de una ocasión para saber a ciencia cierta qué fue lo que dijo esa persona antes que le respondieran con otro discurso más. Aaron Sorkin disfruta de hacer muy elaborados y complicados a sus personajes, con diálogos fuertes y discursos de peso, llenos de valores y sentimientos, para bien o para mal.
Su historia nos narra la vida de Will McAvoy, un conocido, exitoso y millonario presentador de noticias en un canal por cable que se ha mantenido siempre muy independiente políticamente, neutral, sin mojarse de lleno para bien o para mal en críticas, tratando de ser objetivo y dedicarse simplemente a dar las noticias con su toque personal, que es lo que lo ha hecho famoso.
Pero luego de colapsar y abrir por completo su pecho y opinión en un evento público, sobre su país, sobre su gobierno y sus cuestionables acciones militares, el programa da un giro por completo gracias a su jefe y su nueva productora ejecutiva que resulta ser una chica que trabajó con Will y llegaron a tener un romance y ahora es muy incómoda la relación entre ellos, entre trabajo y despecho. Incómoda, pero interesante, y que da grandes resultados en su trabajo.
El renovado News Night (nombre del programa de McAvoy) le dará las riendas a MacKenzie McHale (su productora) para que le de un lavado de cara por completo. Ahora, los verdaderos protagonistas, serán las noticias y la ética profesonal por el bien común. Nada de aligerar los hechos, nada de proteger intereses de políticos ni mantenerse neutrales. Si hay que tirarle tierra a los republicanos, se hace, ¿a Obama? también, Siempre cumpliendo su objetivo de decir la verdad, sin pelos en la lengua y por más dura que sea.
En los Estados Unidos (y en cualquier país del mundo) esto es algo muy raro de ver en un canal o programa de televisión, de hecho, es prácticamente imposible. Los canales, o medios de comunicación tradicionales en general, siempre tienen intereses políticos y un discurso (que llaman línea editorial) preestablecido. De esto conozco bastante, dado que vivo en Venezuela, y hasta hace poco tiempo cambiar de un canal nacional a otro era tan drástico como ver que uno decía que «Pedro tenía un caballo blanco» y el otro que «Pedro tenía un caballo negro», o que lo mató, o que nunca tuvo. Así son las cosas.
Y en medio del drama y los problemas que les ocasiona el simple (pero complicado) hecho de querer revolucionar las noticias sencillamente dándolas también se desarrollan problemas personales, relaciones entre empleados (sí, otro cliché) pero que no son del todo romántica en muchas ocasiones, sino drásticas. De hecho, quizás la relación más sobrante allí es la de Will y Mac, aunque repito, en ella se basan los fundamentos de su trabajo en conjunto. Son sus discusiones las que hicieron un programa único.
The Newsroom está llena de maravillosos personajes. Además de Will (Jeff Daniels) y Mac (Emily Mortimer) tenemos al gran Sam Waterston interpretando a un inquebrantable Charlie Skinner que lleva el peso sobre sus hombros de haber dado luz verde a este cambio radical en su programa de noticias estrella, que no contentó para nada a los directivos ni accionistas, entre ellos la genial Jane Fonda.
Tenemos a Dev Patel como un Neal Sampat que más allá de estar encargado de la parte «digital y online» de las noticias, vemos cómo nace un activista, como se forma un reportero y cómo esta nueva generación de periodistas de la que es parte ve cosas que los demás no, desde Wikileaks hasta otros activismos antes de que todos los demás le dieran importancia.
Maggie Jordan (Alison Pill), Jim Harper (John Gallagher) y Don Keefer (Thomas Sadoski) son la columna vertebral del programa como productores que dan todo por conseguir la noticia, mientras que a la vez luchan con sus propios problemas (y dramas que también son un poco cliché) personales. Y finalmente tenemos a Olivia Munn interpretando a una Sloan Sabbith que quiere desmentir muchos clichés, como el hecho de que chica bella y con cuerpo de modelo solo sale en la TV por eso, por su cuerpo. Sloan es brillante, una economista increíble y tiene un carácter muy fuerte que intimida a muchos, y aunque sí, el canal en parte la quiere por su aspecto, ella logra demostrar que eso no es nada, que eso no la representa, y que su cerebro es un trofeo para ese canal, no sus piernas.
The Newsroom está lleno de luchas por mantener la ética y el periodismo de investigación en su estado más puro. Da gusto, mucho gusto, ver cómo funcionaría un programa de noticias si se mantuviese firme en su postura, independiente ante la insoportable politiquería que parece dominar al mundo. Sorkin no falla, y por ello me despido extrañando esta serie, y con muchas ganas de finalmente terminar de ver The West Wing.
En Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, Ron es el presentador de noticias más famoso de San Diego en los años setenta. Cuando se entera de que una reportera feminista y ambiciosa, va a trabajar con él, Ron está de acuerdo mientras la nueva se ocupe de las exposiciones de gatos, cocina y otras especialidades «femeninas». Pero Veronica no está dispuesta a ser un florero: quiere sentarse detrás de la mesa del presentador. A partir de ese momento, ya no se trata de un enfrentamiento, sino de una guerra abierta entre los dos.
Cuando Adam McKay, Judd Apatow y su extensa factoría de talentos, Adam Sandler, Ben Stiller o Todd Phillips estrenan alguna de sus películas generalmente se cae en encasillar a las obras de estos directores/productores/actores dentro de la Nueva Comedia Americana, cuando sin dudas los films de estos autores son imposibles de comparar debido a sus distintos matices e ideas sobre la nombrada NCA.
La dupla conformada por Adam McKay y Will Ferrell, eleva la NCA a límites inclasificables (como bien enuncia Diego Lerer en su muy buen blog Micropsia) por lo absurdo que proponen sus propuestas y es justamente por esto, creo yo, que ninguna de sus cuatro colaboraciones ha pasado por nuestras carteleras yendo todas directo a DVD. En The Other Guys parten de un universo conocido, para llevarlo al inverosimil más absurdo (el salto de los “policías ejemplares y condecorados” del edificio no es más que una pequeña muestra de esto), pero siempre sin dejar de lado la crítica y la burla de las instituciones o el ambiente que rodea a los protagonistas, como también lo hacen aquí en Anchorman: The Legend of Ron Burgundy
Luego de esta introducción paso a contarles que la brillante Anchorman: The Legend of Ron Burgundy nos contará cómo la vida del reportero Ron Burgundy, el presentador de noticias estrella de San Diego, se ve trastocada cuando la hermosa y ambiciosa periodista Veronica Corningstone ingresa al canal para trabajar junto a él y se va ganando poco a poco su lugar.
Siempre me parece interesante como Adam McKay (The Big Short) propone plantear un universo conocido por el espectador y plantar allí personajes totalmente inverosimiles e increíbles, que encima son los encargados de sostener el relato que por momentos se convierte en una locura total, citando como ejemplo más inolvidable del film la gran batalla entre los reporteros en ese playón abandonado. Es justamente esa locura la que termina dejando afuera de su disfrute a mucha gente que no compra este tipo de comedia y esto es algo totalmente válido, aunque los que si podemos ingresar entramos en un camino de ida que termina siendo de lo más gracioso que uno puede ver en la comedia actual. A excepción de Corningstone, ninguno de los personajes principales de este film son creíbles, solo el machismo (elevado a la máxima expresión, fiel a su costumbre para poder encomillar y resaltar mucho más su crítica y su humor) resulta el único elemento en el cuál podemos apoyarnos para intentar creerles a estos participantes. Hasta incluso se da el lujo de críticar la liviandad con la que el director del programa se toma “las travesuras” de su hijo en la escuela.
Will Ferrell, Christina Applegate, Paul Rudd, Steve Carell y David Koechner ponen las caras del discurso que quiere dar McKay y en donde todos comprenden a la perfección el rol que ocupa cada uno en la historia, pero sin dudas debo destacar como Ferrell no solo se dedica a realizar la actuación que el realizador le demanda sino también a aumentar el poderosamente cómico mensaje de McKay.
Anchorman: The Legend of Ron Burgundy representa uno de los puntos más altos en la filmografía de la dupla Adam McKay y Will Ferrell, llevando a la Nueva Comedia Americana a límites increíblemente cómicos y desopilantes. Entrar en este mundo no es complejo, lo complejo es salir del mismo sin una gran sonrisa en el rostro. (Nicolás Viademonte – FunciónAgotada.com)
Network trata sobre el poder de la televisión, que retrata un mundo competitivo donde el éxito y los récords de audiencia imponen su dictadura. Howard Beale, veterano presentador de un informativo, es despedido cuando baja el nivel de audiencia de su popular programa. Sin embargo, antes de abandonar la cadena, en una reacción inesperada, y ante el asombro de todos, anuncia que antes de irse se suicidará ante las cámaras, pegándose un tiro en directo. Este hecho sin precedentes provoca una gran expectación entre los televidentes y los propios compañeros de Howard.
Mejor Actor, Mejor Actriz, Mejor Guion Original y Mejor Actriz Secundaria (Premios Oscar 1976)
Mejor Director, Mejor Actriz, Mejor Actor y Mejor Guion (Premios Globo de Oro 1976)
Mejor Actor (Premios BAFTA 1977)
Mejor Guion Original Drama (Sindicato de Guionistas WGA 1976)
Pocas películas con una vigencia casi dramática dentro del mundo de las cadenas de televisión y los noticiarios de hoy, como Network, filmada en Estados Unidos en 1976 bajo la dirección de Sidney Lumet, uno de los grandes realizadores en la historia del cine norteamericano.
Cumpliendo 40 años en este 2016, la película ganó cuatro premios Oscar de los 10 a los que estaba nominada: Mejor Actor Peter Finch, Mejor Actriz Faye Dunaway, Mejor Guión Original Paddy Chayefsky y Mejor Actriz de reparto Beatrice Straight. Creo que la Academia cometió graves omisiones al dejar a un lado a William Holden en uno de los mejores personajes de su carrera, y al propio Sidney Lumet, pues Network es una de sus más logradas películas.
Network es una película coral impecable que completa su reparto con nombres como Robert Duvall, Ned Beatty y Wesley Addy. La trama, pone sobre la mesa la ambiciosa, y a veces sanguinaria, carrera sin control de los medios informativos por ganar exclusivas y competir por noticias amarillistas que eleven ratings. En esa década de los 70 el poder, el temido “cuarto poder” (expresión que se remonta a los años de la Revolución Francesa), lo ostentaban la prensa impresa y, en particular, la televisión.
Para el año 2016 ya no son el “cuarto poder” sino el primero, si acaso el segundo, y se le ha sumado la radio, pero con mucha mayor preponderancia, internet y las llevadas y traídas redes sociales.
La historia se inicia con la pausada voz de William Holden, quien interpreta a Max Schumacher, editor de noticias de UBS una cadena de televisión en severa crisis de rating, quien nos habla de su amigo y compañero Howard Beale, un explosivo e intenso Peter Finch, quien, por cierto, recibiera el Oscar póstumamente. Beale tuvo sus años de gloria como anchor man o conductor en horario estelar del noticiario de UBS y, como le pasa a la mayoría de los líderes en los medios, que de ser campeones del rating acaban olvidados por el público, Howard Beale va en declive. Schumacher nos cuenta que cayó en desgracia, su rating se desplomó y la cadena decidió despedirlo. En ese mismo año fallece su esposa de más de 30 años de matrimonio y no tiene hijos. El hombre se deprime y empieza a beber.
Pocos días antes de terminar su colaboración en el noticiario, sin avisar Beale cierra con esto: “Como ya he hablado de mucha mierda en esta cadena y mis jefes consideran que me ve poco público, me han pedido que deje el programa. Este noticiario es todo para mí, por lo tanto como ya no tengo nada en la vida, quiero anunciar que la semana entrante me pegaré un tiro en vivo y en directo desde este mismo set”.
Diana, una excepcional Faye Dunaway, es la encargada de contenidos. Mujer joven, bella, ambiciosa, sin escrúpulos, que descubre en la creciente locura de Beale la oportunidad de tenerlo al aire como a un predicador desquiciado, y con ello elevar el rating y por ende los ingresos económicos de la cadena.
O sea explotar el morbo. ¿Le suena? (Lucero Solórzano – excelsior.com.mx)
The Front Page sucede en Chicago, en 1929. Earl Williams, convicto del asesinato de un policía, espera en la cárcel el momento de su ejecución. Mientras tanto, en la sala de prensa del Tribunal Supremo, un grupo de periodistas espera el indulto o la confirmación de la sentencia. Hildy Johnson, el cronista de sucesos del Chicago Examiner, que tendría que cubrir la información, está a punto de contraer matrimonio y abandonar su trabajo; pero Walter Burns, el maquiavélico director del periódico, empeñado en retenerlo, tratará de impedir su boda por todos los medios.
Mejor Director y Mejor Actor Extranjero en los Premios David di Donatello 1974
Premio Especial del Jurado en la SEMINCI de Valladolid 1974
The Front Page se desarrolla en Chicago en 1929. Ewan Williams, convicto por asesinar a un policía espera en la cárcel el momento de su hora final por muerte en la horca. En la sala de prensa del Tribunal Supremo, un grupo de periodistas espera el indulto o la confirmación de la sentencia, para publicar la noticia en primera plana. Hiddy Johnson (Jack Lemmon), afamado periodista que tendría que cubrir la información, va abandonar la carrera y la cobertura de la crónica para contraer matrimonio. Pero Walter Burns (Walter Matthau) el director de su periódico, utilizará todo tipo de ardides y trucos maquiavélicos para retenerlo y que abandone la idea de casarse. En esta película Wilder parodia el mundo del periodismo con la genialidad en clave de humor y ácida ironía que siempre le caracterizó.
Se trata de la obra maestra de Billy Wilder basada en la obra teatral The Front Page, de Ben Hecht (también guionista con Oscar por La ley del hampa, 1927 y conocido con el sobrenombre de: “el Shakespeare de Hollywood”) y Charles MacArthur, quien colaboraba asiduamente con Hecht escribiendo obras teatrales: dos genios a dúo, amén de Wilder.
En esta película apenas hay exteriores. Estamos ante una comedia que se desarrolla prácticamente toda en la sala de prensa de un tribunal y poco más de exteriores; salvo, eso sí, el hilarante movimiento de coches de policía por las calles de Chicago, una concesión al cine mudo.
La dirección Billy Wilder es de auténtica excelencia, unida a la magnífica interpretación coral de todos sus protagonistas, donde destacan Jack Lemmon y su pareja de siempre jamás, Walter Matthau, que bordan sus papeles con una vis cómica inigualable. Es de destacar en el gran guión de Wilder y Diamond, los ímprobos esfuerzos de Matthau para que Lemmon no abandone el periodismo: ¡graciosísimo!; y no olvidemos a la excelente Susan Sarandon en el papel de novia de Lemmon. Pero el film tiene un elenco de actores y actrices de reparto extenso y a cual mejor en ese orfeón interpretativo, con figuras como Vincent Gardenia, David Wayne, Allen Gardfield, Austin Pendleton, Charles Durning, Herb Edelman, Martin Gabel, Harold Gould, Cliff Osmond, Dick O´Neill, Jon Korkes, Lou Frizzell o Paul Benedict por mencionar algunos, pero hay más, lo que da cuenta del rosario de actuaciones al unísono que ha de coordinar Wilder.
The Front Page es un puro sarcasmo donde no se deja títere con cabeza, como gustaba hacer al maestro Wilder. En esta burla mordaz se critica el sistema judicial, la política, la policía, el periodismo amarillo, y hasta la propia ciencia psicológica encarnada por un extravagante forense, el doctor vienés Eggelhofer, obsesionado por los traumas sexuales, sacado de las faldas de Freud, que dibuja una de las escenas más jocosas cuando está haciendo el estudio psiquiátrico del pobre reo y afirma que los americanos son unos “inverrrrtidos” y unos “marrrricas”. Genial la sátira del psiquiatra-psicoanalista haciendo gala de los disparates freudianos que Wilder va poniendo en su boca.
Las escenas de Matthau y Lemmon sólo tienen parangón con la extravagante pinta del reo Earl Williams, quien para jolgorio del espectador se alegra de que le ejecuten, sólo por poder salir de una celda en la que hace mucha corriente! Vamos, para tumbarse y quitarse el sombrero por esa mezcla de humor absurdo, Kafka y Buñuel.
Como creo haber dicho alguna otra vez que Willder no defrauda nunca con su principio: “No aburrirás”, y The Front Page es la última gran película del que sin apenas discusión podemos considerar el mejor director de comedia de la historia del cine norteamericano. Y a Lemmon y Matthau sus mejores intérpretes.
Hoy día, con la que está cayendo, con la inoperancia de políticos y salvapatrias, con la desazón rampante por tanta ineficacia y estupidez, este film debería ser de obligado cumplimiento en el Parlamento, junto a otros. Pues en él y de manera despiadada pero inteligente, se ponen en solfa las instituciones que son devastadas sin concesiones, lo cual como digo merece una profunda reflexión hoy: la prensa, la justicia, la democracia, la autoridad policial, penitenciaria y política, la izquierda turbadora, el psicoanálisis silvestre que también algunos practican; o sea, una sátira impetuosa que no pisa el freno, incorrecta, que pone en la figura de una pobre prostituta las únicas reacciones dignas y elevadas de toda la manada de mostrencos que inundan la pantalla.
En realidad, amigos, Wilder y Diamond nos arrojan a la cara una visión tan escéptica y sombría que de puro dislate alcanza el límite del ingenio, la causticidad y el humor, todo ello en un ritmo ascendente y desternillante. (Enrique Fernández Lópiz – OjoCrítico.com)
Good Night and Good Luck transcurre en 1953, y narra el enfrentamiento real que, en defensa del periodismo independiente, mantuvieron el famoso periodista y presentador de la CBS Edward R. Murrow, su productor Fred Friendly contra el poderoso senador anticomunista Joseph McCarthy, hecho que determinó el final de la «caza de brujas».
Mejor Actor, Mejor Guión y Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Venecia 2005
Mejor Película 2005 para la National Board of Review
Mejor Fotografía 2005 para la Asociación de Críticos de Los Angeles
Con Good Night and Good Luck, George Clooney pasa a formar parte, con todo merecimiento, de ese exclusivo club de actores cuya faceta de director logra superar a la de intérprete. Tras la notable Confessions of a Dangerous Mind, Clooney reivindica de nuevo su talento como realizador con esta sobria cinta, cargada de un palpable regusto a cine clásico. El acertado aprovechamiento del blanco y negro, su directa narrativa y el impresionante festival de parquedad del que hace gala su protagonista, convierten a la segunda película del Clooney director en un ejemplo de austeridad visual en el que lo realmente importante es su mensaje. Un controvertido mensaje, que pese a estar contextualizado en plena década de los 50, sigue estando de plena actualidad.
La controversia reivindicativa que el artista expresa en la película ataca desde dos frentes. El primero, y más evidente, es la defensa a ultranza de la libertad de expresión. Clooney aplaude la valentía de algunos medios informativos de la época, que incluso arriesgando su propia integridad profesional, plantaron cara a una persecución humillante, más repudiable si cabe por haber sido llevada a cabo desde las mismas instituciones políticas que deberían velar por las libertades de sus ciudadanos. La crítica a aquellos que amenazan con matar con sobredosis de amor a la democracia, es directa y honesta, al igual que lo es el tributo que rinde la cinta a las víctimas de la caza de brujas. La vigencia actual del tema podría dar lugar a miles de interpretaciones, de las cuales sacaríamos la triste conclusión de que hay guerras que se deben luchar día a día.
La segunda lectura de Good Night and Good Luck, es igual de clara pero puede quedar oculta bajo su naturaleza de épica periodística. Clooney se convierte sin rubor en el propio Ed Murrow, y su obra, a su vez, en aquel noticiario comprometido de la CBS. A través de la voz del hierático presentador, señala, con dedo acusador, a productores, directores, actores, periodistas e, incluso, a sí mismo. En una época de cine carente de compromiso, de entretenimientos suaves y evasión egoísta. En una era dominada por una televisión infestada de famosos por deméritos propios, cuestionables líderes de audiencia y programas más que superfluos, dañinos; Good Night and Good Luck denuncia a un medio dominado por los números, las estadísticas y el dinero. Pero sobre todo ataca la excesiva permisividad de un público ideológicamente acomodado, demasiado ocupado con sus propios problemas como para no pedir a gritos una dosis de blanda irrealidad. Tal vez sean esos los destinatarios del deseo de buena suerte con el que Murrow cerraba su programa cada noche. Tarde o temprano la vamos a necesitar. (Pablo Guetierrez – ZonaNegativa.com)
Christine es la historia real de una mujer que se encuentra a sí misma cayendo en una espiral de crisis entre su vida personal y su carrera. Ella siempre ha sido la persona más inteligente del lugar en la estación de noticias de Saratosa, Florida, donde se siente destinada a hacer cosas más grandes y es implacable en su búsqueda de una posición en el aire en un mercado mayor. Como aspirante a mujer de noticias, siempre con los ojos abiertos e interesada en la justicia social, se encuentra a sí misma constantemente chocando con su jefe, empeñado en reconducirla a historias más jugosas para televisión. Plagada de dudas y con una vida familiar tumultuosa, Christine alimenta esperanzas en su creciente amistad con su compañero, lo que se convierte en otro amor fallido. Desilusionada con un mundo que siempre le cierra las puertas, Christine toma un oscuro y sorprendente giro.
Cualquier guión que se precie trabaja a fondo dos preguntas: qué y cómo. Una es imprescindible en la primera visión, la otra justifica una o sucesivas revisiones. El desenlace de Christine conduce a un estado de perplejidad semejante al que dejaba Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1954). Finalizado el filme de Roberto Rossellini quedaba la pulsión de volver al principio. Tras una catarsis inesperada, no podíamos dejar de interrogar su origen. Ese abrazo que une a los viejos amantes, tan emocionante que cuestiona todo el odio vertido, ¿de dónde brota? El deseo de reinicio opera de forma distinta en Christine. Esta vez nuestro shock es tan fuerte que enseguida intuimos que todo lo presenciado anteriormente no puede ser más que una preparación, un conjunto de secuencias que desembocan en ese instante a primera vista inasumible. Y el caso es que, al volver sobre ella en busca de respuestas, descubrimos atónitos que la película nos estaba esperando. El primer plano ya es un guiño: una bobina girando. ¿Rebobinando, quizá? Y… ¡sorprendente! Las primeras palabras que suenan, que emite la protagonista, son: «…y estamos de vuelta.» Antes de ver directamente a Christine, recibimos su imagen prisionera, encajonada en un televisor. Pasado por el filtro catódico, su hermoso rostro queda blanquecino, cerúleo incluso. Sutil o subrepticiamente, estas imágenes de presentación expresan a su vez que la protagonista emerge, vuelve para cuestionar su desorden, para que asimilemos su lógica. Cada una de sus acciones forma parte de ese aprendizaje recibido que le lleva a tomar semejante decisión. Y en este ejercicio de relectura nos fijamos que el personaje empieza señalando un vacío. Cuando creemos, tal y como muestra el monitor, que Christine está entrevistando al presidente Nixon, situado supuestamente fuera de plano, éste se abre y revela que la silla del invitado está desierta. En medio de un plató de televisión, la protagonista ya nos está indicando el lugar del fantasma. Anuncia a su modo un relato que parte de un punto donde ya no se es. O, mejor dicho, un lugar donde sólo cabría existir como imagen.
Pero una imagen no es una identidad. Esa mirada sostenida a cámara del telediario no identifica a su locutor. Ningún telespectador que viera en 1974 a la presentadora de informativos Christine Chubbuck podía si quiera imaginar su gesto. Ese azote terrorista que propinó aquel 15 de julio fue una respuesta radical a su impotencia, al tiempo que un aviso amargo contra un medio de comunicación vendido a la tiranía de las masas, obsesionado con las cifras de audiencia. Una televisión que explota incesantemente imágenes y fabrica con ellas impacto, a costa de reducir la vida a escombros de banalidad. En La Société du Spectacle (1967), Guy Debord ya advertía que cuando la televisión deviene en espectáculo, se desdibujan los límites del yo y del mundo. Por eso Antonio Campos, al abordar una de sus víctimas, construye un retrato que la desplaza constantemente del centro. Tanto para el cineasta como para una soberbia Rebecca Hall, la verdadera Christine se halla en el fuera de campo de la imagen. Dentro sólo es pura tensión. Como dice el locutor líder, su adorado George, delante de las cámaras, cuando estamos en el aire, «es como si todos tuviéramos diferentes versiones de nosotros mismos compitiendo para llegar al verdadero». Una lucha interna que persiste en Christine. Su psicología responde a la figura del oxímoron, es decir, expresa una característica y su contrario. Es dura y frágil, reservada y explosiva, torpe y ambiciosa, impaciente y calculadora, triste y feliz. Su pensamiento tampoco parece lineal: en su cuaderno personal, anota y avanza; retrocede, subraya y tacha. No resulta raro que, como Holly Hunter en Broadcast News (Al filo de la noticia, 1987), se le ocurra alterar el montaje de un vídeo tres minutos antes de dar la noticia. Ni que, ante tanta contradicción, acabe saliendo de sí misma y acuda a la llamada del exterior, como hace la protagonista de un filme que contempla, Carnival of Souls (1962). Empeñada en impresionar con un reportaje y obtener un ascenso, sale a cazar el espectáculo más grande de todos: ¡la vida!, como decía Albert Brooks en Real life (1978). Pero no nos equivoquemos, aunque estén presentes, Christine no es la suma de todos estos referentes. Acoger las palabras de otros y considerar las opiniones ajenas, activa en su caso el impulso de anularse. Una tendencia más bien paranoica la conduce a reafirmarse en su negación. Pero… ¿cuál es esa imagen de partida que ella rechaza?
En una secuencia, un reproche banal se traduce en una crisis nerviosa. Christine exige unas flores reales para la mesa del plató y acto seguido se retira a llorar. Más que el motivo de su llanto, que entendemos por el curso de la trama, nos inquieta ese elemento activador. ¿Por qué unas flores? ¿Cuál es su relevancia dramática? En los títulos de crédito, su nombre, el título de este filme, se coloca encima de un ramo artificial. Como ese elemento decorativo, Christine se siente prescindible, accesoria, condenada a la no desfloración y la imposibilidad de crecer. Es el símbolo de ese amor que espera, de su maternidad frustrada, de un statu quo perenne. La heroína toma conciencia de que apenas avanza mientras todo el mundo progresa: el dueño de la emisora pacta con un magnate, George asciende, la auxiliar despunta, su madre relanza su vida sentimental… Por eso su itinerario vital no brilla y transcurre en lugares donde ni tan siquiera hay focos: los pasillos de la emisora, un despacho, un coche, una clínica, la comisaría, una tienda, un restaurante, su dormitorio… La auténtica Christine, la que quisiera ser, se ensaya a sí misma en un hospital para niños. Allí se coloca curiosamente detrás de un monitor de cartón, una televisión falsa desde el que proyecta un teatrito de marionetas. Pero más que distraerles, se confiesa. Les dice, se dice: «Sé audaz, sé valiente». Una postura que define esencialmente no sólo a Christine Chubbuck sino a un director de cine como Antonio Campos. Su escritura desnuda le coloca siempre en las antípodas de una dramatización afectada. Pero aquí su empeño sabe a milagro. Llegados a su desenlace, sentimos por un momento que este filme nos mira, sabe de nosotros, tiene en cuenta nuestra presencia al otro lado del espejo. Y por eso mismo apunta violentamente tambaleando nuestra pasividad de espectador, esa responsabilidad moral de nuestra mirada que el medio televisivo suele ignorar. Decía Pasolini que la televisión no hace otra cosa que mercantilizarnos y alienarnos, que se muestra incapaz de construir algo sincero. No hace falta bombardear la pantalla, ni seducir retinas a golpe de escándalo. Se puede lograr, como diría Godard, con una imagen justa. O justamente sin imagen. A Christine le han bastado unas palabras de Nixon. Así es. Cuando está a punto de expirar la proyección, escuchamos su discurso en un programa de televisión. E inmediatamente, cuando vemos que la cámara se desplaza evitando el monitor, percibimos que apenas importa ese rumor y que, pese a su posición, no es digno de clausurar el relato. Sólo entonces se revela el verdadero contraplano de la primera imagen del metraje. Efectivamente, ese interlocutor fantasma que invocaba Christine, con el que siempre quiso mantener un diálogo, no se encontraba en ningún plató. Éramos nosotros. (Daniel Gascó García – ElAntepenúltimoMohicano.com)
En Spotlight, un equipo de reporteros de investigación del Boston Globe destapó los escándalos de pederastia cometidos durante décadas por curas de Massachussets. La publicación de estos hechos, que la archidiócesis de Boston intentó ocultar, sacudió a la Iglesia Católica como institución.
Mejor Película y Mejor Guión Original Premios Oscar 2015
Spotlight narra la historia real de la investigación ganadora del premio Pulitzer llevada a cabo por el Boston Globe que sacudió la ciudad y causó una enorme crisis en una de las instituciones más antiguas y seguidas del mundo. Cuando el tenaz equipo de reporteros de la sección Spotlight ahonda en los alegatos de abuso dentro de la Iglesia Católica, descubren en su investigación el encubrimiento llevado a cabo durante décadas por parte de las altas esferas de organizaciones religiosas, legales y gubernamentales de Boston, desatando una ola de revelaciones alrededor del mundo.
Basado en un hecho real. Eso es su mejor guion. Tras el visionado de la película nos preguntamos: ¿cómo es posible que pudiera suceder una cosa así? Lo malo de todo esto es que hoy mismo sigue fallando algo en nuestra sociedad. Se siguen dando casos de abusos en colegios, religiosos o no, a la vuelta de las esquinas de nuestras casas. Solo hace falta abrir el periódico para darnos cuenta de que un pederasta ha estado, cerca de 35 años, abusando, presuntamente, de niños. Entregamos los corderos a nuestros lobos.
Tom McCarthy nos cuenta las peripecias de un grupo de periodistas en la investigación de los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica en la diócesis de Boston así como los tejemanejes del cardenal Bernard Law para proteger a esos curas pederastas. Este grupo pertenecía a la sección Spotlight del The Boston Globe. Los hechos en sí, el abuso a menores por parte de sacerdotes, son deleznables, pero también se descubre que se venían produciendo durante décadas y con el beneplácito de las altas esferas clericales que o bien sepultaban la denuncia o bien trasladaban al cura pedófilo a otra parroquia lejana.
La acción transcurre a comienzos del 2001 en un momento crucial en el mundo del periodismo. Las ediciones online empezaban a tener un peso muy importante y surgen cabeceras digitales. Los periódicos empiezan a perder lectores e ingresos publicitarios. The Boston Globe sufre su particular crisis. Para relanzar el diario, llega un nuevo director, Martin Baron (Liev Schreiber) que propone a Spotlight el seguimiento de un antiguo caso, acontecido en los años 70, en el que John J. Geoghan, un cura de Boston, ciudad ultracatólica, abusó de innumerables menores. El equipo lo forman el propio jefe de la sección, Walter V. Robinson (Michael Keaton) y los periodistas Mike Rezendes (Mark Ruffalo), Sacha Pfeiffer (Rachel McAdams) y Matt Carroll (Brian d’Arcy James). En la investigación contarán con una pieza clave: el abogado de las víctimas, Mitchell Garabedian (Stanley Tucci).
Siguiendo los pasos de los investigadores, el espectador irá descubriendo toda la información por medio de entrevistas a las víctimas, recortes de prensa, buceando en los archivos. Es decir, nos cuenta y muestra sin entrar a valorar. De esta manera irán encajando las piezas, todo ello con un aspecto neutro, aséptico e imparcial fruto de la investigación de los hechos, el mejor baluarte de Spotlight. No hay deseos de venganza o persecución a la Iglesia católica por ser tal, sino por ser una institución podrida, así se lo recuerda el director del periódico Martin Baron a sus redactores: «no os centréis en los curas, en los individuos, vayamos a por la institución, hay que apuntar contra los males del sistema». Hay una clara denuncia y un cuestionamiento del porqué sucedieron estos abusos a menores, del que no se salva ni la propia organización periodística que o bien por desidia o bien por olvido no trató el tema en su momento y se dejó pasar. ¿Por qué no lo investigó entonces? El director ahí deja la duda para que sea el propio espectador el que trate de contestar a ese interrogante que planea durante buena parte del metraje.
El planteamiento y estilo está a caballo entre la película de denuncia social como fue Erin Brockovich (Steven Soderbergh, 2000) y el filme que participa del thriller como es Argo (Ben Affleck, 2012), pero mirando de reojo a la película El Club (Pablo Larraín, 2015) quien también ha puesto el dedo en la llaga de los abusos por parte del clero, con otro enfoque distinto. Es una película que nos habla de periodismo en su aspecto más romántico; del amor hacia una profesión que ha tenido (y tiene) que adaptarse a las nuevas tecnologías y a nuevos modelos de financiación. Pero también nos habla de la libertad de expresión; del periodista casi como un empleado de un servicio público ante los casos de corrupción; del papel de la Iglesia Católica; de la fractura de la sociedad a partir de los hechos del 11-S; de la fragilidad de las clases desfavorecidas y de abogados y la burocracia que rodea a la justicia.
El reparto es uno de los mejores activos de Spotlight. La interpretación no abusa de la dramatización. Por encima de todos destacan los papeles sobrios que interpretan Mark Ruffalo y Liev Schreiber. El primero de ellos es el que está más desarrollado. Su papel es de una implicación que le lleva a la ruptura entre la línea que divide lo privado y lo profesional. Para él no hay vida más allá de la profesión. Quiere desvelar todo y que paguen los culpables. Sin embargo, Liev Schreiber es lo contrario. También tiene una mayor implicación pero es mucho menos visceral, es más racional, más pausado y que con un gran saber estar dirige, con corrección, hacia dónde tienen que encaminar sus pesquisas para «encerrar» a toda una institución.
Otra de sus mejores bazas es la manera de contarnos la historia. Incuso en los momentos más escabrosos como puedan ser las entrevistas a las víctimas, no hay escenas en las que se vea una violación, un tocamiento. Nada. No hay nada de eso. Incluso las palabras no se muestran violentas como sucedería con la citada El club. Pero sin dejar de mostrar una realidad brutal de unos hechos con la aquiescencia de la Iglesia católica, y de buena parte de la sociedad con algunos de sus más relevantes estamentos como es la judicatura. No hay que olvidar que Massachussetts es el estado de los Estados Unidos que cuenta con más católicos.
Hay una imagen que bien pudiera resumir el punto de vista con que el director nos cuenta la historia. Y es cuando el periodista Mike Rezendes en una de sus visitas al abogado que defiende a las víctimas de abusos, ve en la sala de espera a dos pequeños, dos inocentes críos. Con apenas unas miradas sabemos por qué están ahí. Sabemos que por mucho que se empeñe en su investigación el periodista, sigue habiendo más víctimas. Y eso te hierve la sangre y te revuelve el estómago a partes iguales. Y no han mostrado nada. Solo por el contexto lo sabemos. Genial forma de aludir a un hecho sin mostrarlo.
La dirección corre a cargo de Tom McCarthy (Win Win, 2011, The Visitor, 2007) autor también del guion (junto con Josh Singer –un reputadísimo guionista con trabajos en el cine y el TV en los que destaca la serie El ala oeste de la Casa Blanca o Ley y orden: Unidad de Víctimas Especiales-). McCarthy se muestra conciso y efectivo ofreciéndonos un producto inteligente, planteado de una forma sencilla en el que la historia avanza de forma cronológica desde que se hacen cargo de la investigación hasta la publicación del reportaje en 2002. El director se suma así a esos colegas que nos han dejado como legado grandes obras de «cine periodístico» como son Alan J. Pakula (All the President’s Men, 1976) o, más recientemente, George Clooney (Good Nights and Good Luck, 2005).
Spotlight llega en un momento crítico en el mundo periodístico. Cada vez se venden menos periódicos; hay multitud de recursos, formatos y plataformas donde se vierten constantemente noticias y la profesión de periodista está seriamente amenazada. Spotlight genera interés, nos hará reflexionar sobre la importancia de la libertad en los medios de comunicación muy por encima de los espurios intereses económicos. Nos hará tener fe en la investigación periodística caiga quien caiga y que el que la hace la tiene que pagar y que no vale esconderse bajo las sotanas o bajo el aforamiento. Eso lo cuenta muy bien Spotlight, de forma amena, a lo largo de más de dos horas, constituyendo un pequeño tributo tanto a todos aquellos que han sufrido el abuso de las personas en las que habían depositado su confianza y a todos aquellos que con su trabajo, el periodismo, han denunciado estos hechos. The Boston Globe reveló que una serie de sacerdotes (cerca de 90) abusaron de menores. A raíz de la publicación de estos hechos, en 2002, se denunciaron desmanes parecidos en muchas más ciudades, demasiadas. ¿Qué hubiera pasado si los periodistas de Spotlight no hubieran hecho bien su trabajo? Vayan al cine y… ¡compren periódicos! (LuiJo – RevistaAtticus.es)
En Nightcrawler y tras ser testigo de un accidente, Lou Bloom un apasionado joven que no consigue encontrar trabajo, descubre el mundo del periodismo criminalista en la peligrosa ciudad de Los Ángeles.
En un primer visionado Nightcrawler puede parecer, y de hecho es, un retrato brutal del periodismo criminalista estadounidense. Programas de televisión ávidos se sangre, violencia y muerte con los que disparar sus índices de audiencia impactando a los espectadores con material audiovisual lo más gráfico y explícito posible aunque para conseguir su fin tengan que pisotear los derechos más básicos de las víctimas a las que acosan con los objetivos de sus cámaras.
Pero este contexto de sensacionalismo periodístico y televisivo es sólo una excusa por parte de Dan Gilroy para retratar la figura de un parásito, uno de los ejemplares más bajos, rastreros y por el contrario inteligentes del hombre del siglo XXI. Lou Bloom es un ladrón, un timador apocado que da la impresión de padecer los síntomas del inefable Síndrome de Asperger y que es capaz de engañar, intimidar y hasta amenazar física o psicológicamente al prójimo sin levantar el tono de su voz. La presencia de un contenidísimo pero visceral Jake Gyllenhaal de mirada plácidamente psicótica hace el resto para dar forma al retrato de este estadounidense tipo, devorado por el deseo de éxito y reconocimiento, ese por el cual será capaz de cometer actos criminales que le ayuden a llevar a buen puerto tan difícil empresa, sin importar los medios empleados para ello. Un ratero venido a menos metido en trapicheos de medio pelo que ve el cielo abierto cuando descubre lo sencillo que es convertirse en un periodista freelance de sucesos criminales y sacar con ello sustanciosas sumas de dinero al vender el material audiovisual a las cadenas de televisión de la ciudad de Los Ángeles que saben cómo vender sus productos de cara a la audiencia. Un individuo que graba el sufrimiento ajeno para producir más del mismo de cara a las personas que ven dichos programas catódicos confirmándose como un ciudadano despreciable que disfruta con crear y capturar los peores momentos de la vida de sus semejantes.