En Cruising un policía se infiltra en los ambientes gays más sórdidos de Nueva York para atrapar a un asesino de homosexuales.

  • IMDb Rating: 6,5

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Miren lo que es una coincidencia. En 1979 William Friedkin rodó Cruising, una película sobre asesinatos de homosexuales. El director, además de en una novela, se inspiró en una serie crímenes que había cometido un año antes un radiólogo, Paul Bateson, acusado de despedazar homosexuales y tirar los trozos al río Hudson. El asesinato que le delató fue el de Addison Verrill, un crítico de cine, al que había aplastado la cabeza en su domicilio con una sartén. Cuando le detuvieron, el periodista Arthur Bell escribió en el periódico The Village Voice que Paul Bateson tenía problemas para encontrar un trabajo estable. Uno de los pocos que había tenido antes de los crímenes fue el de figurante en The Exorcist. también film de William Friedkin. Arthur Bell, de remate, en 1979 lideró desde su diario una campaña en contra del rodaje de Cruising que casi se carga la película. Decía que incitaba a «matar y mutilar gais». Y a Nueva York tienen el valor de llamarla «Gran» Manzana.

Dice Antonio José Navarro en el libro El thriller USA de los 70 que Cruising cierra la etapa dorada del cine policíaco americano. Yo añadiría Prince of the City de Sidney Lumet en ese crepúsculo, aunque es del 81, pero que también retrata con gran placer para los sentidos, como ya hizo la oscarizada The French Connection de Friedkin, una Nueva York sombría, deprimente y a ratos repugnante. En fin, las cosas que nos gustan a los católicos.

En este caso, en Cruising, se trataba de la historia de unos crímenes cometidos en el contexto más desconocido de la ciudad, los ambientes sadomasoquistas homosexuales. Pero no era tanto una trama policíaca, que es ambigua y desdibujada, como un viaje a través de la mente del protagonista, un agente infiltrado que al sumergirse en esos círculos sumamente sórdidos, él, tan italiano, tan madero y tan furiosamente heterosexual, termina sintiéndose atraído por el jaleo.

Inicialmente, Phil D’Antoni, productor de la cinta sobre el gran Popeye Doyle, le pasó a Friedkin la novela Cruising de Gerald Walker para que la adaptara. Pero al director no le gustó nada. No encontró nada con nervio. La obra estaba enmarcada en el ambiente gay de los años sesenta, que ya nada tenía que ver con el panorama de desenfreno que había dejado la revolución sexual en los setenta. D’Antoni intentó entonces que la rodara Spielberg, que sí que se interesó por el asunto, pero al final fue imposible. Habría que haber visto esta historia, la verdad, rodada por el padre de E.T. y The Goonies.

El caso es que le volvieron a insistir a Friedkin y lograron que se involucrase. Una serie de crímenes espantosos en Nueva York le habían dado la idea de por dónde podían ir los tiros. El asesino, como hemos dicho, había trabajado en una de sus películas.

Friedkin habló con su abogado y se reunió con él en la cárcel de Rikers Island. Le preguntó qué había pasado y el asesino le explicó que la policía le había ofrecido un trato si se confesaba autor de una decena de crímenes que estaban sin resolver, además del que no había duda que había cometido él. Otras fuentes cuentan que el asesino se había jactado en prisión de ser el famoso descuartizador. Pero lo importante es que al autor de The French Connection le fascinaban los crímenes sin resolver. Al igual que Alan Moore, estaba fascinado por Jack El destripador. Los personajes contradictorios, las investigaciones que fracasan, la imperfección del mundo, en definitiva, eran los grandes motores de su cine. Y no quería demostrar teorías políticas con ello, solo depositarle en el coco las contradicciones al espectador a modo de marrón y que sacase sus conclusiones «sean cuales sean», precisan en El thriller USA de los 70.

Además, resultó que un amigo del cineasta, Randy Jurgensen, policía de nueva York, se había tenido que infiltrar años atrás en los ambientes homosexuales de Manhattan porque había dos individuos que se hacían pasar por policías y extorsionaban a los gays. De la experiencia de este detective salieron todas las ideas y recursos que empleó Al Pacino en su actuación. Incluso el motel y el apartamento que aparecen en la película son los que este policía usó durante su investigación real. También, dos agentes que aparecen al principio de la película que exigen a dos travestis que les hagan sendas felaciones estaban inspirados en ese caso real. Hasta el detective negro de dos metros que pegaba bofetadas en los interrogatorios ataviado solamente con un sombrero de vaquero y un tanga también existió en Nueva York, cuenta Jurgensen en el making of de Cruising.

Una vez aceptado el proyecto, a continuación, el director contactó con sus conocidos en la mafia para averiguar quiénes eran los dueños de los locales gais más extremos de Nueva York y ponerse un poco al día de cómo estaba el ambiente. Conoció a los propietarios y también a los clientes. Durante un tiempo estuvo frecuentando los garitos, IMDB dice que acudía vestido solo con un suspensorio, y reunió una troupe de homosexuales para que fueran los extras de la película. «No hubo figurantes del gremio, todos estos tíos fueron pagados como extras, pero solo estaban ahí haciendo lo que les molaba», explicó Friedkin en una entrevista en Venice Magazine, donde también supuso que el 90 % de los extras debieron morir en los siguientes diez años, al menos a parte del equipo de rodaje sí que se los llevó el SIDA, confesó.

De modo que las célebres escenas en el interior de ese garito sadomasoquista, con todo el mundo sobándose encuerado y algún fist fucking de nada un poco más atrás, Al Pacino las tuvo que hacer comiéndose sus prejuicios porque esa gente no estaba actuando, se lo estaba pasando pipa y encima cobrando. Friedkin ha admitido que el actor se sintió bastante incómodo, pero de eso iba la película precisamente. El director confesó que previamente Al Pacino estaba loco por interpretar el papel, pero yo creo que se mofa: «estaba tan impaciente porque en realidad no sabía muy bien de qué iba a ir la cosa».

Cuando rodaban y Friedkin decía ¡corten! Al Pacino salía volando de la escena, pero los extras seguían, se quedaban ahí y no paraban de meterse mano. A la hora de montar la película, cuando los ejecutivos del estudio vieron el resultado se quedaron a cuadros. Obligaron al director a cortar cuarenta minutos, en su mayoría escenas de sexo, para que no fuese clasificada «X» y pudiera estrenarse en el circuito habitual.

Esos cuarenta minutos de metraje se han perdido. Los destruyeron. Pero Friedkin tampoco suspira mucho por esas escenas. De hecho, dijo que si las hubiese encontrado, no las hubiera metido en el DVD porque habría sido por motivaciones «lascivas», ya que, reconoce, «eran verdadera pornografía».

Pero el problema más duro con el que se toparon no fue el de la censura de los estudios ni la de los bienpensantes, sino los de la comunidad gay. La Gay Activist Alliance y la Gay Task Force se echaron encima del director. Decían que la película era una «provocación homófoba», que solo serviría para que los gais sufrieran más agresiones, que retrataba a los homosexuales de forma estereotipada. Otros gays, en cambio, los amantes del cuero, estaban contentos de que se filmase una película sobre sus aficiones.

Durante el rodaje, hubo agresiones a técnicos. Piquetes que se pasaban el día gritando y haciendo ruido alrededor para que no pudieran registrar el sonido. Les lanzaron botellas, piedras. Tuvieron que estar protegidos por guardaespaldas y trescientos policías. Había activistas que se subían a los tejados cercanos y con espejos arruinaban la iluminación. Friedkin recibió amenazas de muerte. Muchos bares en los que se iba a filmar rompieron sus acuerdos. A alguno de los productores dejaron de hablarle sus amigos gais durante meses.

El argumento de los activistas era «No es una película sobre cómo vivimos, sino sobre por qué tienen que matarnos». Un grupo de periodistas y profesionales le pidió al alcalde demócrata Ed Koch que revocara los permisos de rodaje. Ronald Gold, del National Gay Task se quejó de que siempre tenían que luchar contra fanáticos que exigían su derecho a la libertad de expresión para manifestar el odio que sentían por los gays. Y especificó: «No pedimos censura, solo le pedimos a Hollywood que se aplique la misma autocensura que tiene con otras minorías». Y citó como ejemplo a la comunidad negra: «¿Irían a rodar a Harlem algo como The Birth of a Nation?» Andy Humm, de Dignity, el movimiento de los gais católicos, sentenció también en esa línea: «No estamos en contra de que se haga el film, pero no en nuestras calles y con nuestra gente».

En un artículo en New York Magazine, Friedkin le dijo al redactor, Vito Russo, que había leído la biografía de Montgomery Clift de Patricia Bosworth y ahí ya aparecían el tipo de bares que él estaba retratando. Hasta en la etapa cuando estuvo documentándose encontró clubes a los que iban mujeres maduras vestidas de cuero a ser sobadas por jovencitos. A esa temperatura estaba la noche en aquellos años, los últimos de esa libertad cercenada por el SIDA. Y no entendía cómo podían pensar que una película como esa iba a provocar violencia contra los gays. El hombre, honestamente, creía mostrar lo que había en la calle realmente, lo que él mismo había visto.

Le dijo al periodista que si alguien conseguía explicárselo razonadamente abandonaría el proyecto al día siguiente. El problema, como manifestó luego en el documental The Story of Cruising, es que a su juicio los movimientos gays estaban siendo teledirigidos por políticos a los que realmente sí que les molestaba un derecho a la libertad de expresión que permitiera una película de esa clase. Les estaban haciendo el trabajo sucio al establishment más reaccionario. Una vez estrenada, también hubo piquetes gais en los cines amenazando a los espectadores.

Para Al Pacino, que ya estaba consagrado, enfrentarse a tanta polémica fue un shock. Venía de representar Ricardo III en Broadway y había cosechado críticas feroces y ahora le estaban machacando por una película que todavía no se había ni rodado. Una novedad para la estrella de The Godfather Él, cuando leyó el guión, en ningún momento pensó que fuera una historia antigay. Y puso el ejemplo de una película del año anterior, The Deer Hunter de Michael Cimino, que tras verla a la conclusión que había llegado fue que la guerra tenía que ser horrible, pero resulta que sectores de la crítica habían puesto el grito en el cielo porque la veían como «racista». También aplicó su propia lógica a la controversia. El mundo sadomasoquista es a los gais como la mafia a los italoamericanos, explicó sin mucho éxito.

En la única faceta de la película en la que Friedkin despreció la realidad fue en la banda sonora. La música que suena en Cruising no era la que se escuchaba en los bares gays. No obstante, Jack Nitzsche consiguió una colección de canciones memorable con grupos punks del momento como los Germs o los Cripplers y caballeros de la talla de John Hiatt o Willy DeVille. Para este último fue su primera incursión en el cine y de su aparición por el rodaje surgió la anécdota más, digamos, poética, y que mejor resume el sentir de los amantes del cuero. Así lo citó Carlos Zanón en su libro sobre el cantante:

Willy DeVille: Recuerdo que un amigo mío vino al rodaje y no podía entender ese rollo. Le preguntó a uno de ellos qué les podía gustar de meter el brazo por el culo a otro hombre, y el tipo contestó: «porque cuando meto el brazo por el culo a mi amante puedo sentir su corazón latiendo en mi mano».

Al final, la taquilla fue discreta y las críticas muy malas. Como película policíaca, nadie sabía al final quién era el asesino. Como viaje introspectivo, hay que decir que la sociedad del momento, y seguramente también la de ahora, no estaba preparada para ponerse en la piel del protagonista y empatizar con lo que le ocurre. Pero a cualquiera que le guste el mambo le resultará enternecedora la escena, mítica a mi juicio, en la que Pacino baila puesto de popper. La magia del Cruising reside sencillamente en eso. Y por cierto, nadie ha reparado en las aportaciones de este actor al mundo del baile. Con el de esta película y el que se marca en Scarface con Michelle Pfeiffer, somos muchos los profesionales del arado que ahora nos atrevemos a saltar a cualquier pista de baile sin complejos, sin miedo al qué dirán.

Pasaron muchos años hasta que la película despertó interés entre la crítica y el público. El año pasado en Sundance James Franco presentó Interior. Leather Bar. Una especie de documental experimental en el que con la premisa de volver a rodar los cuarenta minutos que se perdieron de Cruising, enfrenta a un actor casado y heterosexual a la misma situación que se encontró Al Pacino.

El hombre alucina un poco, en lo que parece más un sketch de cámara oculta, en la grabación de escenas de sexo gay explícitas que le sirven a James Franco para reflexionar sobre el tópico de que muy normal no es que nos deleitemos con una escena en la que, por ejemplo, le cortan una oreja a un tío y le prenden fuego, y luego si se muestra sexo homosexual hay a quien le dé dentera o directamente rechazo.

La casualidad es que, también el año pasado, llegó desde Francia la genuina heredera de Cruising. Una película de Alain Guiraudie, L’Inconnu du Lac, que aborda el cruising en sentido riguroso. Trata sobre un asesino de homosexuales en una playa dedicada a tal fin. Las escenas de sexo con desconocidos entre los matorrales son tan explícitas que uno se queda con la sensación de que tiene arenilla en los huevos después de verla. Pero lo curioso es que al final en lo que te fijas, con lo que te quedas, es con la historia de amor. Es ahí donde están las turbulencias. Las eyaculaciones silvestres, a la tercera, forman parte natural y lógica del paisaje como el ocaso en las pelis de vaqueros.

Si hubiese sido rodada en EEUU. tal vez habría llegado el escándalo, pero Guiraudie tiene ya una generosa filmografía y no ha pasado nada. Algunas de ellas, como Le Roi de L’évasion, harían las delicias de una tertulia de Intereconomía con Eduardo García. Es una comedia que trata de un homosexual que golpeado por la crisis de los cuarenta cambia de orientación y se fuga con una niña de dieciséis años y, sí, el sexo entre ambos también es explícito. O su preciosa Ce Vieux rêve qui Bouge, sobre un idilio a tres bandas entre obreros del metal en una fábrica que va a cerrar. Amor intenso entre profesionales metalúrgicos en el contexto de la desindustrialización europea, toma tomate. Son obras, las de Guiraudie, que han pasado desapercibidas pese a la artillería escandalosa que llevan y, a mi humilde entender, son maravillosas. Al final, parece que son víctimas de una censura mucho más eficaz que la moralista, la de la sobreabundancia de oferta audiovisual. (Álvaro Corazón Rural – JotDown.es)