En Gremlins Rand es un viajante que un día regala a su hijo Billy una tierna y extraña criatura, un mogwai. El inocente regalo, sin embargo, será el origen de toda una ola de destrozos en un pequeño pueblo de Estados Unidos. Todo empieza cuando son infringidas, una tras otra, las tres reglas básicas que deben seguirse para cuidar a un mogwai: no darle de comer después de medianoche, no mojarlo y evitar que le dé la luz del sol.

  • IMDb Rating: 7,3
  • RottenTomatoes: 86%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

A pesar de que la década del 80 fue el comienzo concreto de la era de los blockbusters que pretenden comerse a los distintos segmentos del público internacional incorporando ítems que satisfagan a cada uno de los mortales, una fórmula que se extiende hasta nuestros días vía una profundización cada vez más alarmante debido a que para colmo hay que sumarle la sincronización cultural producto de la globalización y la paranoia con la piratería digital, tampoco se puede pasar por alto el hecho de que aquellos 80 fueron también el último período en el que a Hollywood “se le escapó” una serie de anomalías increíbles que pretendiendo responder a la obsesión con los tanques family friendly de la etapa terminaban abriéndose hacia una riqueza y un bello abanico de interpretaciones a priori impensables viniendo de films destinados al mercado masivo. De hecho, Gremlins (1984), en términos prácticos el gran debut mainstream en el terreno de los largometrajes de Dante, puede leerse como un calidoscopio que dispara diferentes sensaciones que obedecen al punto de vista considerado, todo dentro de una gloriosa tendencia a lo revulsivo socarrón de cadencia tan terrorífica como irreverente: si se la categoriza como una simple película de monstruos, es realmente una de las mejores y más imaginativas de la historia del séptimo arte, si se la juzga como una comedia negra de inclinación agridulce o gore, resulta una de las más malvadas y demenciales que hayan salido del acervo hollywoodense, y finalmente si se la piensa como una sátira del consumismo, la dependencia tecnológica, la mediocridad cultural, la voracidad capitalista y las miserias e hipocresías de los pueblos pequeños de Estados Unidos, es precisamente una de las más inspiradas, deslumbrantes y certeras de su tiempo. Tomando elementos de las leyendas urbanas sobre criaturas malévolas que se reproducen en las sombras, de los latiguillos cómicos de los pilotos británicos durante la Segunda Guerra Mundial -en torno a monstruitos que les saboteaban los aviones- y del célebre libro homónimo para niños de 1943 de Roald Dahl sobre esa misma mitologización autoburlona de la Real Fuerza Aérea y con vistas a constituir la base para una película de Walt Disney que finalmente quedó trunca, el guión original del todavía muy inexperto Chris Columbus -con claros aportes posteriores de Joe Dante y del productor principal Steven Spielberg– gira alrededor de la destrucción de Kingston Falls durante la víspera navideña, un pueblito controlado en su conjunto por la maquiavélica Ruby Deagle (Polly Holliday), dueña de casi todo el lugar y tendiente a dejar a todos en la calle y/ o sin trabajo a través del cierre de fábricas, la no renovación de alquileres, la ejecución de hipotecas y la supresión de servicios públicos como el quitanieves de Murray Futterman (el querido Dick Miller, actor fetiche del director), un veterano de la Segunda Guerra Mundial que despotrica contra los vehículos de fabricación extranjera y que denuncia la existencia de gremlins en las máquinas importadas y demás. Es el estrafalario inventor Randall Peltzer (Hoyt Axton), un sujeto que no deja ni por un segundo de tratar de venderle a cualquiera que se cruce en su camino alguna de sus inútiles y siempre descompuestas creaciones, quien trae la semilla del desconcierto al pueblo, específicamente un mogwai (“demonio”, en cantonés), un diminuto ser peludo, benevolente, tranquilo, parlante y muy sabio que en uno de sus viajes le compra a un niño del Barrio Chino neoyorquino (John Louie), con el objetivo de regalárselo a su hijo por su cumpleaños, luego de que el abuelo del purrete, el Señor Wing (Keye Luke, famoso por haber interpretado al Maestro Po en Kung Fu, con David Carradine), se negase de lleno a venderlo. Así las cosas, Randall se lo entrega a su vástago Billy (Zach Galligan), cajero en un banco local siempre a punto de ser echado porque su perro Barney tiende a “meterse” con la propiedad de la Señora Deagle, como su muñeco de nieve importado, mínimo destrozo que prefigura lo que está por venir: una a una se irán rompiendo las tres reglas/ normas que el muchacho le dijo a Peltzer que eran fundamentales para el cuidado del mogwai, quien es bautizado Gizmo por Randall, léase no exponerlo a la luz (la madre ama de casa del joven, esa Lynn de Frances Lee McCain, le quiere sacar una foto con una cámara con flash y así lo asusta), no mojarlo ni darle agua bajo ninguna circunstancia (uno de los amigos de Billy, Pete Fountaine en la piel del inefable Corey Feldman, derrama accidentalmente un vaso de agua y de pronto surgen del lomo del animal cinco bolitas que se transforman en unos duplicados malvados de Gizmo) y nunca alimentarlo pasada la medianoche (el cabecilla de los mogwais perversos, Stripe, uno que tiene una hilarante cresta mohawk cual idiosincrasia punk, le sabotea el reloj a Billy para engañarlo y lograr que les dé de comer pasada la hora límite, lo que provoca que entren en un estado de pupa/ crisálida semejante a la metamorfosis de las mariposas y que del capullo surja la tremenda criatura titular, un monstruo muy travieso parecido a los reptiles y con una irrefrenable vocación malévola libertaria que desconoce todo autocontrol). En un principio la debacle se condensa en el colegio de Kingston Falls, donde Billy lleva a uno de los duplicados y genera otro más con una gota de agua para que pueda ser estudiado por el ex profesor de ciencia del joven, Roy Hanson (Glynn Turman), quien termina asesinado por el engendro, pero luego el asunto se extiende a la residencia de los Peltzer, vía una Lynn desesperada que debe matar a los gremlins en el contexto mundano de su cocina mediante una licuadora, cuchillazos y hasta el horno microondas. Billy llega a su casa justo en el momento en que su madre estaba siendo estrangulada por un gremlin con las guirnaldas del árbol de Navidad del clan, consiguiendo decapitarlo de un corte furioso con una espada decorativa que envía a la cabeza del bicho hacia el fuego de la chimenea, no obstante el muchacho no logra detener a un Stripe que ingresa en un natatorio y se lanza campante en el agua, generando un ejército de nuevos gremlins que saquean, asesinan y destruyen los edificios, bípedos, productos, costumbres y clichés de la sociedad de Kingston Falls, amén de atormentar al pobre de Gizmo y arrojarlo por el ducto de la ropa sucia. Mientras Randall está en una ridícula convención de inventores, a la que asistió además para dejar a Barney en la casa de la abuela de la parentela luego de que los mogwais malévolos colgasen al perro de unas luces de colores y a la gélida intemperie nocturna, Billy y su interés romántico, Kate Beringer (Phoebe Cates), una compañera de trabajo del banco que detesta la Navidad y la emparda a la depresión y los suicidios, deberán hacerle frente a la situación porque las autoridades policiales vernáculas, el Sheriff Frank (Scott Brady) y el Ayudante Brent (Jonathan Banks), resultan ser unos cobardes absolutos que salen huyendo apenas ven el pandemónium homicida de las calles. La película mantiene en todo momento una estructura muy férrea de fábula paródica para con la irresponsabilidad de los seres humanos, el conformismo y la apatía ante los atropellos que padecen a diario, el afán de explotación o cosificación de la naturaleza y la lisa y llana estupidez suicida de los occidentales y el capitalismo a nivel macro, aquí representado en la arpía de Ruby Deagle y su propensión a amargarles las vidas a sus vecinos en una jugada a mitad de camino entre el placer sádico autocontenido y la mentada acumulación de poder y dinero teniendo como fondo anímico a la angustia de los sectores bajos y medios de la comunidad, quienes se ven expulsados de sus moradas y trabajos de manera sistemática y reciben su ansiada venganza asesina de la mano de los chiquilines revoltosos cuando le sabotean a la bruja la silla mecánica -a lo ascensor de escaleras- de su generosa mansión repleta de gatos. En este sentido, el ataque de los gremlins constituye una arremetida totalizadora, democrática y profundamente nihilista porque los chiflados verdes desparraman delirio, violencia y burlas hacia todas direcciones por igual, de modo implícito equiparando a toda la humanidad y haciéndola responsable de su propia destrucción mediante el detalle de no respetar lo natural, a Gizmo, un ser ancestral que definitivamente antecede a las metrópolis humanas, sus artilugios tecnológicos y la hipocresía de los rituales consuetudinarios, como las mismas fiestas de fin de año en las que la mayoría sonríe cuando por dentro odia al prójimo o lo envidia en esto o aquello. El extraordinario diseño de Chris Walas en materia de los mogwais y los gremlins, alegoría sobre la duplicidad benévola/ maléfica de cada hombre y mujer, se complementa de maravillas con la mano maestra de un Dante que por un lado juega con la frontera entre la comedia y el horror, algo por cierto simbolizado en el legendario soliloquio tragicómico de Kate acerca de cómo descubrió el cuerpo del paparulo de su padre en la chimenea, quien se había disfrazado de Santa Claus para darles una sorpresa a ella y a su madre pero resbaló dentro del conducto edilicio y se rompió el cuello, y por el otro lado da rienda suelta a su pasión cinéfila con citas explícitas a It’s a Wonderful Life, de Frank Capra, Orphée, de Jean Cocteau, To Please a Lady, de Clarence Brown, Invasion of the Body Snatchers, de Don Siegel, Forbidden Planet, de Fred M. Wilcox, y desde ya Snow White and the Seven Dwarfs, eje de una escena sarcástica imborrable para todos aquellos que crecimos durante los 80, cuando la deliciosa caterva de gremlins está toda reunida dentro del cine del pueblito viendo el clásico de Walt Disney y cantando al unísono la recordada Heigh-Ho de Frank Churchill y Larry Morey, transformando sin medias tintas a aquella candidez infantil en una revolución de alegre malicia y esplendorosa independencia colectiva que viola todo lo considerado sagrado sin que importe nada la corrección política ni las apariencias de todos esos imbéciles cuyos cadáveres están juntando moscas a lo largo y ancho de Kingston Falls (asimismo se agradece la utilización de Christmas (Baby Please Come Home), de Jeff Barry, Ellie Greenwich y Phil Spector y en la voz de Darlene Love, para la secuencia de apertura, Do You Hear What I Hear?, de Noel Regney y Gloria Shayne e interpretada por Johnny Mathis, en ocasión del suspenso del acecho a Lynn, y Out Out, de Peter Gabriel, para la festichola ultra anárquica en la taberna reglamentaria, una propiedad del veterano Dorry de Kenny Davis). Dante ya había demostrado su enorme amor por la Clase B de los 50 y 60 mediante obras radicales como The Movie Orgy (1968), Hollywood Boulevard (1976) y Rock ‘n’ Roll High School (1979), en la que dirigió diversas escenas sin aparecer en los créditos oficiales, y en trabajos cáusticos aunque al mismo tiempo más clasicistas como Piranha, The Howling, y su segmento de Twilight Zone: The Movie,  It’s a Good Life, el mejor de los cuatro que componían el film, un homenaje en clave de largometraje a la mítica serie televisiva de Rod Serling, The Twilight Zone, la cual a su vez incluía una de las primeras apariciones de una criatura infernal símil gremlin en el episodio Nightmare at 20,000 Feet (1963), protagonizado por William Shatner -como un pasajero de un avión, Bob Wilson, que veía a un bicho del espanto destruir la nave- y adaptado para la película de los 80 por George Miller en el otro segmento interesante del lote, en aquella oportunidad con John Lithgow en el rol del núcleo de la incredulidad masiva. Muchas veces al hablar del opus, y por el maravilloso trabajo en títeres y animatronics, se pasa por alto que la obra maestra de Dante cuenta con una genial toma en stop motion, aquel plano amplio de los gremlins emergiendo desde la oscuridad de Kingston Falls, y hasta detalles en animación tradicional que pueden verse en las supuestas sombras sobre la pantalla en blanco de la sala cinematográfica a medida que los engendros avanzan amenazantes sobre Billy, Kate y el pequeño Gizmo, en los instantes previos a la explosión de gas que los susodichos prepararon aprovechando que los gremlins están distraídos con Blancanieves y los Siete Enanos y en pos de resguardarse de la -para ellos mortífera- luz solar. El desenlace de Gremlins, en la tienda por departamentos, precisamente luego de una noche de farra que incluyó desde monstruos exhibicionistas, fanáticos del breakdance y enajenados proclives a electrocutarse hasta borrachines, fumadores, jugadores de cartas, adeptos a los videojuegos y deprimidos crónicos cual galán del film noir, anticipa el tono sardónico anticapitalista, antitecnológico y anticonsumismo de la también prodigiosa secuela de 1990, Gremlins 2 The New Batch, todavía más salvaje en su planteo mordaz y más cercana al cariño de siempre de Dante hacia animadores de la talla de Chuck Jones y Frank Tashlin, artífices fundamentales de los Looney Tunes y las Merrie Melodies de la Warner Brothers. Pasan los años pero Gremlins continúa siendo una de las cimas inalcanzables del entretenimiento popular bien entendido, ese que está dirigido a las familias aunque motivando la autorreflexión y en gran medida saboteando la parafernalia lobotomizadora baladí de un mercado que multiplica basura estandarizada al mismo ritmo en que expulsa a los trabajadores bajo mentiras vinculadas al eficientismo, la tecnocracia y el progreso científico, una sarta de gansadas que se vienen abajo -como siempre en las comunidades humanas- cuando la fuerza de la naturaleza toma la forma de pequeños seres incontrolables que se ríen tácitamente o de manera explícita de todo nuestro orden social, nuestras “conquistas” y/ o nuestros tristes recaudos. Aquella coda final, con el Señor Wing presentándose en el hogar de los Peltzer para llevarse a Gizmo, por cierto un gran cantor vía tiernos susurros, y para de paso acusarlos de irresponsables, es una de las moralejas más hermosas que haya dado el casi siempre hueco e insustancial cine norteamericano, coyuntura en la cual Dante no puede consigo mismo y por ello cuela el gesto irónico de Randall regalándole al chino uno de sus absurdos “ceniceros quitahumo” que inundan cualquier lugar con monóxido de carbono, dando a entender que hasta cuando quieren hacer un bien los occidentales terminan embarrándolo todo a puro patetismo fatuo. (Emiliano Fernández – MetaCultura.com)