En Il Profumo Della Signora in Nero una mujer se encuentra con una trama de magia negra y apariciones fantasmales. No sabe si es especie de su locura u ocurre de verdad.

  • IMDb Rating: 6,7
  • FilmAffinity: 6,2

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Obra mayor pero aún hoy poco conocida y comprendida del cine italiano de la década de 1970, el debut en la dirección de Francesco Barilli a simple vista parece situarse en la órbita de los giallo característicos de la época, aunque nada más lejos de la realidad: reminiscencias del cine de Roman Polanski puntúan una trama pausada, incluso melancólica, que tanto asimila elementos de Repulsion (1965) y Rosemary’s baby  (1968) como anticipa ideas y recursos de Le Locaitare (1976), manteniendo en todo momento una radical idiosincrasia propia. Il Profumo Della Signora in Nero constituye, de hecho, una de las más absorbentes aproximaciones a la psicosis femenina, la locura y el sentimiento de culpa del cine europeo de la época, y puede considerarse sin demasiados problemas como uno de los mejores filmes de terror italianos del último tercio del siglo XX.

Nacido en Parma en 1943, Francesco Barilli había hecho algunos pinitos como actor y ayudante de dirección a finales de la década de 1960, pero no sería hasta 1972 que firmaría sus dos primeros trabajos importantes como guionista, ¿Quién la ha visto morir? (Chi l’ha vista Morire?), de Aldo Lado, y El país del sexo salvaje (Il Paese del Sesso Selvaggio), de Umberto Lenzi. El primero es un giallo hasta cierto punto canónico que muestra con inusitada crudeza la monstruosidad oculta bajo la superficie aparentemente impoluta de la sociedad italiana de la época (pedofilia, prostitución, asesinatos), criticando de paso el papel jugado en la misma por la Iglesia Católica; el segundo es un filme de aventuras que se considera un precursor de la temible “fiebre caníbal” que inundaría las pantallas europeas a finales de esa década, con títulos tan polémicos como Mundo Caníbal (L’ultimo mondo cannibale, 1976) y Holocausto Caníbal (Holocausto Cannibale, 1979), de Ruggero Deodato, Comidos vivos (Mangiati vivi, 1980) y Caníbal feroz (Cannibal ferox, 1981), del propio Lenzi, aunque en realidad no va más allá de una pedestre explotación comercial de Un hombre llamado caballo (A man called horse, Elliot Silverstein, 1970).

Los dos filmes auguraban una carrera larga e interesante para Barilli, aunque desgraciadamente después de Il profumo della signora in nero sólo escribiría y realizaría una película más, estrenada en España con el desafortunado título de La Violación de la Señorita Julia (Pensione paura, 1977). Pese a lo que se ha escrito a menudo –y también pese a su título original, traducible por algo así como “La Pensión del Miedo”–, el filme poco o nada tiene que ver con el terror, tampoco con el giallo, constituyendo un escabroso y admirable drama psicológico con numerosos puntos de contacto con su ópera prima, de la estilizada creación de una extraña atmósfera de irrealidad (la acción transcurre en un destartalado hotel perdido en medio de la nada durante las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial) al retrato, tan ambiguo como terrible, de los terrores de un personaje femenino que no parece tener presente ni futuro (Leonora Fani).

A diferentes niveles y de distintas maneras, ¿Quién la ha visto morir? y El país del sexo salvaje anticipan algunos elementos de Il Profumo Della Signora in Nero, si bien el mérito del realizador y guionista italiano reside en la manera en cómo utiliza recursos argumentales y estilísticos del cine italiano de género en boga en esos años –especialmente del thriller y el horror psicológico– para transformarlos, desvirtuarlos incluso, proponiendo algo sensiblemente distinto. El despiadado retrato de la protagonista femenina (extraordinaria Mimsy Farmer, en una de sus más bien escasas incursiones en el género) parece situarse en un extraño punto intermedio entre el de la Catherine Deneuve de Repulsion (una mujer virgen cuya lucha entre la atracción que siente por el sexo y su represiva educación católica derivará en locura homicida) y la Mia Farrow de Rosemary’s Baby (una mujer embarazada que empezará a sospechar que el niño que está esperando es el hijo de Satanás y que todos los que la rodean, incluido su marido, forman parte de una secta satánica dispuesta a todo para conseguir que dé a luz), aunque determinadas ideas del filme –principalmente la existencia de un complot destinado a hacer enloquecer al/la protagonista y la idea de una realidad siniestra, de un secreto inconcebible oculto bajo la superficie– entroncan a no pocos niveles con otras producciones italianas coetáneas, como Una Lucertola con la Pelle di Donna, de Lucio Fulci o, de manera especial, Tutti i Colori del Buio, de Sergio Martino. Tanto por el cúmulo de premoniciones, oscuras casualidades y detalles extravagantes que mueven el desarrollo de la acción como por su atmósfera de negra fatalidad, Il Profumo Della Signora in Nero se sitúa también en la órbita de la obra maestra de Nicolas Roeg, Don’t Look Now.

El espléndido trabajo de puesta en escena de Barilli, en todo caso, apunta en una dirección sensiblemente distinta a la de los filmes citados: lejos, muy lejos del manierismo característico del giallo, por lo general más efectista que efectivo, y apoyado en todo momento en la extraordinaria banda sonora de Nicola Piovani, Il Profumo Della Signora in Nero hace gala de principio a fin de un tempo pausado, melancólico, al mismo tiempo que renuncia a cualquier tipo de subrayado; aquí lo importante no es el descubrimiento de la identidad de ningún asesino (o asesinos), ni siquiera el descubrimiento de la verdad: el descenso al infierno de la locura de Silvia Hacherman, una joven y triunfadora ingeniera química de vida metódica, quizá demasiado metódica, se muestra primero a partir de pequeños detalles, de gestos sin importancia, de anécdotas más o menos misteriosas, para después convertirse sin grandes estruendos en una pesadilla en la que resulta imposible distinguir lo real de lo que no lo es. Al adoptar no sólo la visión, sino también las sensaciones y experiencias de la protagonista, Barilli puede mostrar de forma aparentemente tramposa hechos que sólo tienen lugar en su mente, sus miedos, sus traumas de la infancia, sus deseos más inconfesables: ninguna lógica racional, de hecho, sostiene la narrativa del filme, que avanza desde la más estricta realidad hacia el sin sentido cada vez más inquietante en el que vive atrapada Silvia. Y decimos de forma aparentemente tramposa porque el realizador y guionista en ningún momento oculta sus cartas: una conversación aparentemente trivial casi al principio del metraje, nos da ya buena parte de las claves de su desarrollo, al mismo tiempo que sitúa en el centro de la acción a un personaje decisivo para su resolución. “En cada rincón de África, ya sea en la jungla, en la sabana, en los pueblos, en el río, o incluso en los rascacielos de nuestras ciudades modernas, el viento es portador de miedo, un antiguo miedo que recibe diferentes nombres: magia negra, brujería, supersticiones, ritos y delitos misteriosos, sacrificios humanos…” exclama enfervorecido el profesor Andy (Jho Jenkins) durante la celebración de una fiesta en la que participa Silvia: “En nuestro país existen todavía ciertos cultos que eligen a sus víctimas sin que ellas lo sospechen, víctimas que mediante pociones y prácticas demoníacas son llevadas a la locura y luego asesinadas. Es como un desafío a la muerte, a lo oculto, a lo tenebroso: la víctima debe morir según un antiguo sacrificio. Pero esas prácticas requieren mucho tiempo y paciencia, son una prueba de la fuerza mental del hombre sobre su propia debilidad”. La risa del personaje después de tan acalorado discurso, afirmando que sus palabras no eran más que una broma, no tranquilizarán a Silvia, presa a partir de este momento de una ansiedad que derivará lenta pero inexorablemente hacia un miedo irracional.

Barilli disemina aquí y allá indicios y pistas progresivamente macabras destinadas tanto a aumentar la confusión de la protagonista como la de los espectadores, forzados a contemplar los hechos desde su perspectiva, en apariencia perfectamente normal pero en realidad deformada, desquiciada. De la misteriosa foto familiar sobre la que aparecen los títulos de crédito, que Silvia tiene en el tocador de su habitación y que poco después aparecerá rota en el suelo, a la afición de su compañero sentimental Roberto (Maurizio Bonuglia) por la taxidermia y las mariposas disecadas, pasando por el clima fantasmagórico que se respira en el lujoso edificio en el que vive, casi un personaje más –las relaciones entre los diferentes vecinos son cualquier cosa menos corrientes, como si las personas que allí viven fueran los títeres de una pesadilla surrealista–, todo en Il Profumo Della Signora in Nero va encaminado hacia la insinuación de un horror oculto e innombrable, un horror que Barilli guarda para la estremecedora escena final pero del que nos ofrece antes algunas pequeñas muestras, caso de los dedos humanos que se asoman entre la carne cruda que comen los gatos de un vecino de Silvia, el Sr. Rosetti (Mario Scaccia). Hacia la mitad del metraje, de hecho, queda claro que Andy, Roberto, Rosetti y otros personajes secundarios como la médium ciega Orquídea (Nike Arrighi) forman parte de una especie de secta o culto extraño: el director los muestra llegando a lo que parece ser una estación de tren abandonada, y nos enseña también cómo se visten con una especie de mono azul de trabajo, adentrándose seguidamente en un túnel largo y tenebroso; inmediatamente después corta la escena sin más explicaciones, sin que el espectador pueda entender nada de lo que está ocurriendo pero atrapado por una creciente sensación de extrañeza y temor. Abundan a lo largo del filme elipsis, omisiones, montajes paralelos e incluso detalles de puesta en escena que en un primer momento pueden parecer arbitrarios, pero que van destinados a violentar de forma paulatina la realidad (o la concepción que hasta entonces pudiéramos tener de la misma en el contexto de la ficción).

Tras la visión de una misteriosa mujer vestida de negro perfumándose en un espejo de la casa de Roberto –en realidad su propia madre, “la señora de negro” del título–, la confortable cotidianeidad de Silvia empezará a resquebrajarse de forma irremisible: Andy le lamerá con la lengua la sangre de una herida que se ha hecho con el clavo de una raqueta de tenis, el responsable de una tienda de fotos le dirá que el carrete que había llevado a revelar ha desaparecido, su amiga y vecina Francesca (Donna Jordan) aparecerá muerta desnuda en la bañera de su piso, la dependienta de un anticuario tratará de hacerle entender que el jarrón que ella dice haber visto varias veces en el aparador nunca ha estado allí… Precisamente en esta pieza de porcelana reside uno de los principales puntos de inflexión del guión firmado por el propio realizador junto a Massimo D’Avak: es un florero idéntico al que tenía su madre, y su visión despertará en Silvia los recuerdos de un oscuro secreto del pasado que creía haber enterrado definitivamente pero que terminará devorando su presente. Incapaz aún de aceptar o de asumir los maltratos que le infligía el amante de su progenitora (y aún menos el asesinato de ésta, a la que habría arrojado desde la terraza de su casa), Silvia tratará de atenuar, amordazar su trauma regresando precisamente a su infancia con la aparición de una niña rubia y vestida de blanco, en realidad ella misma transmutada en una especie de variación perversa de la protagonista de ‘Alicia en el país de las maravillas’ (1865) de Lewis Carroll (no por casualidad su libro preferido, que lee e incluso recita en numerosas ocasiones). En contra de atenuar la sensación de desasosiego que pronto se va apoderando del relato, las intervenciones cada vez más recurrentes de la pequeña [1], acompañadas por la triste pero inquietante canción de cuna de Nicola Piovani que ejerce de siniestro leit motiv de la acción, marcan el principio del fin para Silvia en un proceso autodestructivo de regresión infantil del que tomaría buena nota Dario Argento para la construcción de Profondo Rosso, en 1975, sobretodo en la visita a la antigua casa de la familia Hacherman; entre los tristes recuerdos de sus paredes corroídas por años de olvido y abandono la protagonista estará a punto de ser violada por el amante de su madre (Orazio Orlando), que la ha seguido hasta allí tras reconocerla en una tienda. La mujer conseguirá desembarazarse de él golpeándolo en la cabeza con una piedra, inicio de una venganza sangrienta y sin sentido: de regreso a casa, asesinará salvajemente y a sangre fría al Sr. Rosetti y minutos más tarde también a Roberto, unos crímenes virulentos mostrados por Barilli con todo lujo de detalles porqué sólo tienen lugar en la mente ya definitivamente trastornada de la protagonista. Silvia ya no puede recuperar su niñez, ni vivirla de nuevo con la felicidad que le fue negada, y por ello ya nunca podrá ser feliz: atrapada en el otro lado del reflejo espeluznante visto por unos pocos segundos en el espejo, al personaje solo le queda morir, pero no de cualquier manera, sino de la forma más espantosa que se pueda imaginar. Tras los asesinatos “imaginados” del Sr. Rosetti y de Roberto, la larga y terrible escena final de Il Profumo Della Signora in Nero no sólo explica el verdadero objetivo de las misteriosas reuniones que se celebran en la estación de tren abandonada, una subtrama hasta entonces poco o nada relevante; con su truculencia salvaje e inesperada, constituye una de las más despiadadas y contundentes visualizaciones del primitivismo depravado de algún modo inherente a la naturaleza humana, del Mal que anida baja la aparente confortabilidad del mundo real, de la locura insondable que ha consumido a Silvia. (Pau Roig – Hermenaute.com)