La Patota es una remake del clásico del cine argentino que en 1961 dirigió Daniel Tinayre, con Mirtha Legrand como protagonista. Paulina es una joven abogada que regresa a su ciudad para dedicarse a labores sociales. Trabaja en un programa de defensa de los derechos humanos en zonas humildes de la periferia de la ciudad. Tras la segunda semana de trabajo, es interceptada y atacada por una patota.

Gran Premio Semana de la Critica en el Festival de Cannes 2015

Premio FIPRESCI en el Festival de Cannes 2015

Mejor Actriz en los Premios Fénix 2015

Película

La aparición de Santiago Mitre (La Cordillera) en el cine nacional es bastante inusual y, por eso mismo, bienvenida. Si el llamado Nuevo Cine Argentino parecía tener una debilidad era su temor a enfrentarse con los Grandes Temas, especialmente los ligados a la política. Era entendible: la generación que empezó a hacer cine en los ’90 venía de sobrevivir a una serie de películas que, en los años ’80, parecían más dictados telefónicos sobre temas del momento que, bueno, que películas. Más allá de la justificación lógica de ese momento ligado al acceso democrático tras la dictadura, son muy pocas las películas de esos años que perduran por sus valores cinematográficos. El NCA de entonces eligió “opinar” políticamente desde la sutileza (La Ciénaga, El Custodio), de manera tangencial (Pizza, Birra, Faso, El Bonaerense) o bien ignorándola por completo (sobran los ejemplos). Si durante los ’90 la “culpa” fue esa herencia ochentosa, durante la década siguiente –digamos, a partir de 2003– fue que los cineastas se volvieron cada vez más “alineados” políticamente a las distintas vertientes del kirchnerismo por convencimiento ideológico real o, acaso, por temor a quedar fuera de un sistema de subsidios, premios y concursos. Lo cierto es que, por uno u otro motivo, el cine argentino de los últimos 20 años fue pocas veces directamente político.

Flash-forward a El Estudiante, de 2010, una película que parece echar por tierra todas esas limitaciones. Es un cine nuevo, ágil, moderno y clásico a la vez, pero más que nada es uno que se atreve a volver a mencionar al “elefante” en el medio de la habitación: la Argentina es un país politizado y las universidades son el lugar donde se cuecen esos futuros dirigentes nacionales. Mitre se metía a fondo en ese mundo y salía de ahí con un protagonista modificado, ese que logró entrar al mundo de los pasillos, escritorios y arreglos y decidió parar la pelota en el momento justo. O en el que a él le pareció “límite”. La Patota es, en cierto modo, una continuación de esas temáticas, solo que llevadas al cuerpo, a lo personal y a decisiones también importantes que tienen que ver con los límites que manejamos y los que manejan los otros. A diferencia del personaje de Lamothe en El Estudiante, Paulina es una chica preparada para ese mundo. En cierto sentido, podría ser tranquilamente una versión del personaje de Romina Paula (se llama Paulina, ¿ok?), con un muy elocuente manejo del discurso militante y una confianza y seguridad en sí misma sorprendentes. Paulina está estudiando para un doctorado en abogacía y se espera que siga el camino de su padre, un reconocido e influyente juez. Pero, de entrada, en una escena de casi diez minutos filmada en plano secuencia donde queda claramente expuesto (acaso demasiado claramente) el conflicto entre ambos personajes, Paulina decide dejar el doctorado y ser parte directa de un programa de educación en escuelas rurales de las zonas más pobres de Misiones en lugar de quedarse, como aconseja su padre, manejando el programa detrás de escritorios y siguiendo con su carrera. El considera que los verdaderos cambios se hacen desde los puestos de poder. Ella quiere meterse en el barro.

La Patota es, como se sabe, una remake de un filme de 1960 de Daniel Tinayre. Su punto de partida narrativo es conocido y similar, llevando a la maestra de turno a dar clases en una escuela de bajos recursos en donde la situación se le vuelve más complicada de lo que pensaba. Primero, por el desinterés de los alumnos en lo que tiene para enseñar (en este caso, lo que Paulina da es una clase de algo parecido a Educación Cívica en versión Laurent Cantet) y, segundo, porque en una noche en la que Paulina vuelve en moto un poco alcoholizada de una reunión con una amiga, es parada por “la patota” en cuestión y violada. Mitre establece dos puntos de vista y dos líneas narrativas paralelas para contar la historia. Hasta la violación llegamos con el punto de vista de Paulina, para luego contar la situación de Ciro (el “violador”) previa a ese momento, con sus propios conflictos (una “amigovia” que lo deja bastante perturbado) hasta llegar de vuelta a la violación, apreciada en esa reiteración con más detalle (pero jamás de manera morbosa) y como una suerte de evento en el que la confusión se mezcla con el alcohol, los celos y la bronca. Ciro no es alumno de Paulina –los demás, sí– y el uso de una remera y una moto similares a los de su “novia” disparan el conflicto.

Para llegar al nudo dramático crucial de La Patota habría que revelar cuestiones de la trama que no deberían ser adelantadas por más que exista una película previa que fue similar en ese sentido. No hablaré de eso aquí (aunque veo que varios colegas sí lo han hecho) y los invitaré a debatirlo en unos spoiler-free comments porque, claramente, es un asunto que invita al debate, especialmente en esta época en la que casualmente en la Argentina el tema de la violencia de género cobró una presencia mediática tan inusitada como bienvenida. Lo que sí me interesa es analizar cómo trata Mitre –y el guión que escribió con Mariano Llinás– los cruces entre lo político, lo físico y lo ético. En especial, su visión del concepto de Justicia. Hay algo curioso en la relación ideológica entre La Patota y El Estudiante. Si bien hay una nueva puesta en escena del conflicto entre los dirigentes políticos que prefieren los manejos turbios y los arreglos de poder, y los jóvenes que, en este caso más obviamente que allí, ponen el cuerpo en los sectores sociales donde entienden que se necesita, allí el límite parecía estar marcado por la Ley. Dicho de otra manera: podemos discutir cuál actitud es la mejor o peor a tener ante un conflicto determinado, pero la Ley era una línea que nuestro protagonista no quería cruzar. Era el lado oscuro, allá donde no hay límites sobre qué se puede o no hacer. En La Patota es, más bien, todo lo contrario. Paulina entiende que la Justicia no está a la altura de las circunstancias ni de su situación y decide pasarla por alto, creyendo que su decisión es más certera en función de las circunstancias. Hay algo de extraño “iluminismo” o de delirio entre mesiánico y militante en el comportamiento de Paulina, y el filme da la impresión que se pone de su lado, que sostiene sus decisiones aún cuando no parecen ni justas ni lógicas.

Pero ahí es donde La Patota se vuelve doblemente interesante, ya que casi todos los coprotagonistas parecen tener opiniones sobre lo que le pasó a Paulina y lo que debería hacer al respecto que tienden a sonar más lógicas que las que ella va tomando. Y Mitre los pone a todos en igualdad de condiciones. ¿Es Paulina una heroína o enloqueció por completo? ¿Sus decisiones tienen sentido o son completamente absurdas? La película no lo dice claramente, pero toma partido por algo que podríamos definir como la “autodeterminación” de la protagonista: es su cuerpo, es su vida, tiene el derecho a tomar la decisión que le parezca con eso, más allá que en su mundo –tanto hombres como mujeres, aquí se excede la cuestión de género en un punto– le digan que está equivocada o que no la entienden.  Acaso involuntariamente, ahí la película retoma más de lo que parece las ideas centrales del original de Tinayre: las convicciones políticas de Paulina son muy similares a las religiosas de Paula (Mirtha Legrand en aquel filme). Hay una suerte de fundamentalismo que iguala a ambas protagonistas de una manera un tanto provocativa: ¿se puede entender a la militancia política como algo cercano a la devoción religiosa? ¿Son sus metas, sus búsquedas y slogans finalmente más similares de lo que parecen a las de, digamos, la Biblia, pese a estar aparentemente en zonas opuestas y hasta enfrentadas del espectro político? ¿Hay más ceguera que sensatez en esa tozudez de ser firme a ciertas ideas/convicciones políticas y/o religiosas cuando el mundo nos muestra que tal vez no sean del todo coherentes?

La Patota plantea todas estas cuestiones y no da respuestas. O, si las da, son más sinuosas y abiertas a las interpretaciones. De todos modos, una película es mucho más que sus lecturas ideológicas (al menos esa es mi forma de ver el cine) y en casi todos los aspectos del filme Mitre demuestra ser uno de los grandes directores argentinos de esta época: su dirección de actores es acaso la mejor del cine nacional actual, mientras que su combinación entre una narración clásica, realista y ciertos desvíos propios que revelan la marca autoral lo hacen superar al propio Pablo Trapero en su mismo (o similar) territorio, aún cuando por momentos –como pasa también en el cine del realizador para el que coescribió varios guiones– sea un poco “lagunero” en algunas cuestiones narrativas, o excesivamente circular. No es una película perfecta La Patota, pero sí una provocativa y frontal, que respeta la inteligencia del espectador y lo hace enfrentarse a sus propias convicciones, miedos y dudas. Si bien es visualmente impecable, el peso de la película recae más en los actores que en otra cosa, y aquí es donde Dolores Fonzi, literalmente, la rompe. Otra de esas actrices de las nuevas generaciones (digamos, menores de 40) que entiende que menos es más, que una mirada potente, un rostro crispado y un cuerpo permanentemente tenso pueden más que mil mohínes, también debe lidiar con un texto largo y complejo, que internaliza de una manera impecable al punto que uno imagina que Fonzi debe ser una persona de largas sobremesas discutiendo sobre “la problemática del campo social” o cosas similares… Oscar Martínez no se le queda atrás y en sus apariciones contundentes expresa la frustración y la bronca mezclada con una cierta admiración respecto al comportamiento de su hija. Lo mismo pasa con Laura López Moyano y el resto del elenco: a todos Mitre da su momento y todos entregan una verdad que puede convencer al espectador aún más que la de la propia Paulina.

Pero, al fin y al cabo, es su cuerpo, es su vida, es su “llamado”. Y entre el mesianismo religioso y las convicciones de buena parte de la militancia política –de Jesús hasta hoy– las diferencias siempre fueron bastante sutiles. Si me preguntan a mí, para lidiar con eso debería estar la Justicia. Mitre prefiere también cuestionarla y toma la sabia decisión de abrirle la pregunta a los espectadores… (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)