Procès de Jeanne d’Arc transcurre en la Edad Media, durante la guerra de los Cien Años (1339-1453). Después de ser capturada en una batalla contra las tropas inglesas que habían invadido Francia, Juana de Arco, la Doncella de Orleáns, que contaba sólo 19 años, fue encarcelada y procesada por un tribunal eclesiástico que la acusó de brujería y la condenó a morir en la hoguera. Durante los interrogatorios, la joven afirmaba haber tenido visiones y oído voces que le encomendaron la misión de salvar a Francia de los invasores ingleses.

Premio Especial del Jurado y Premio OCIC en el Festival de Cannes 1962
Espiga de Oro a la Mejor Película en la Semana Internacional de Cine de Valladolid – Seminci 1962

  • IMDb Rating: 7,4
  • RottenTomatoes: 100%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Es bastante probable que Procès de Jeanne d’Arc sea una de las películas más desnudas de cuantos formaron parte de la ya de por sí austera filmografía del gran realizador francés Robert Bresson. Sexta de las películas por él dirigidas –tres años después de la espléndida Pickpocket (1959)-, en esta ocasión el eje de su propuesta cinematográfica se reduce a un objetivo prioritario: la versión que el francés ofrece a partir de la lectura de las actas de los interrogatorios que sufrió Juana de Orleáns en el siglo XV y las recapitulaciones efectuadas un cuarto de siglo después de su condena de la hoguera, para favorecer la revocación de dicha sentencia. Es por ello que la base dramática sobre la que se desarrolla la película es inusualmente escasa, en la medida que en sus títulos precedentes albergaban una mayor libertad de acción. No importa. Con una duración escueta que apenas supera la hora de duración, Bresson despliega su rigurosa dramaturgia a partir de apenas un par de marcos escénicos esenciales –la celda en la que se encuentra presa la acusada y el recinto donde esta es juzgada y se desarrollan los interrogatorios-, que solo tendrán otro nuevo escenario en los minutos finales, donde se lleva a cabo la doble condena final de Juana –inicialmente esta se retracta y pide perdón- con la culminación de su muerte en la hoguera.

Esa ascesis que demuestra el fascinante tratamiento visual de Procès de Jeanne d’Arc, tiene en esta ocasión un elemento de gran significación, puesto que esa querencia en el tratamiento dramático basado en fuera de campo, se expresa incluso en la génesis de la película. Contra lo que habían ofrecido ilustres precedentes como el film de Dreyer La Passion de Jeanne d’Arc (1928) o la muy cercana Saint Joan (1957. Otto Preminger), Bresson renuncia a ofrecer una visión general de la importancia y la evolución que marcó la andadura vital de la protagonista. En una decisión sin duda arriesgada –sobre todo de cara a una viabilidad de su resultado fuera de las fronteras francesas-, opta por ceñirse a esa estricta base dramática, y dando por sentado que el espectador está al corriente de lo acaecido hasta que la película centra sus imágenes. Es por ello que de forma deliberada el director sitúa al espectador en un estado de situación al que obliga a asistir a un auténtico desnudo espiritual de Juana de Arco –interpretado por una nueva “modelo” de Bresson, (Florence Delay)-, en su lucha dialéctica en la oposición a los métodos esgrimidos por los representantes de la iglesia católica, para lograr encarnar en ella un símbolo del mal que atienda sus intereses en relación con los representantes ingleses que en todo momento quieren derribar su símbolo entre determinados sectores del pueblo francés.

Y es a través de los diálogos, de una puesta en escenas que valora en todo momento la elaboración de los encuadres, del uso de las sombras o la potenciación de una iluminación que sabe expresar los tonos sombríos o destacar aquellos instantes en que se represente la inocencia de la encausada –su imagen es expresada en unos planos entre las blancas sábanas de su celda-. Esa maestría y singular personalidad, es definida igualmente en la duración de los planos o la utilización de fundidos encadenados o en negro, o en ese uso de la banda de sonido, que tiene unos momentos de extraordinaria fuerza, precisamente con una presencia que sabemos de antemano es plasmada con falsedad escénica –me estoy refiriendo a los gritos de la muchedumbre en contra de Juana, en las secuencias de las condenas públicas en la parte final-. Unos instantes que me recordaron en su génesis diversos momentos exteriores de la muy posterior Lancelot du Lac (1974) del propio Bresson, caracterizados igualmente por ese deliberado falseamiento de la banda de sonido, que no hacen más que acrecentar la personalidad de su conjunto. Y es que queda muy claro que Bresson, como todo artista que se precie, no hace más que servirse del riguroso análisis de un hecho para dar su visión personal del mismo. Es así como los rostros de Procès de Jeanne d’Arc son siempre severos y sombríos -¡que pocas sonrisas o momentos de alegría ha mostrado su cine!-. Sus secuencias se desarrollan con la magia de un ritual, de una ceremonia de espiritualidad en la que el cineasta francés comienza a apostar por la pureza de la espiritualidad, en su oposición a aquellas formas de opresión a la verdadera expresión del ser humano. En cualquier caso, a la hora de tratar esta, como cualquier otra de sus películas, incidir en el terreno discursivo de sus propuestas, no es más que una manera de no hacer justicia a una experiencia extraña y fascinante, tan lejana de nuestros modos de hacer frente a la convención cinematográfica, como propia de unos de los creadores más rigurosos que ha dado el cine europeo. Asistir a la ceremonia que nos ofrece Procès de Jeanne d’Arc no es más que ratificar el magisterio de un hombre que dominaba y reinventaba el hecho cinematográfico, que sabía expresar con el juego de una mirada furtiva –como las que el abad desvía o sigue hacia la condenada, o las que evita constantemente el obispo Cauchon-, todo un sentimiento, un estado de ánimo, una comprensión, o la sensación de desasosiego que por momentos les marca el asistir y/o aprobar un proceso injusto y desde el primer momento determinado por intereses políticos. Una farsa en la que los representantes ingleses no dejan de azuzar, en la que incluso representantes de la iglesia de otras zonas muestran su desaprobación, y a la que incluso Juana no dudará –en su ingenua rebeldía con los injustos representantes del poder religioso-, en considerar como sus enemigos.

Hay dos rasgos que me interesaron especialmente en esta excelente película –quizá más dura de asumir que otros títulos del director, precisamente por esa desnudez dramática-. Por un lado está la dignidad interior que proporciona al personaje del obispo. En sus declaraciones, Bresson hablaba al menos de intentar comprender –nunca compartir- las razones de su comportamiento, y ello se traduce en esa ya señalada dignidad de sus expresiones y la relativa comprensión que demuestra en algunos de sus gestos o decisiones. Hay un asomo de humanidad soterrada, un recóndito lugar para la identificación con una joven a la que contribuye a condenar, aunque estamos convencidos que en el fondo de su alma no comparte esa decisión, que quizá por cobardía o por evitar la pérdida de su poder e influencia, no es capaz de expresar y transmitir. Y en otra vertiente, en Procès de Jeanne d’Arc se da de nuevo esa manifestación del gusto por el detalle en la investigación cinematográfica desplegada por el maestro francés. Algo que se manifiesta en aspectos ya señalados, pero que podemos destacar en esos insertos de la mirada de los vigilantes de la celda escorados tras unas grietas de la misma, esa travelling que se desliza al compás del torpe traslado descalza de la condenada a la hoguera, el instante previo en que los ingleses ordenan retirar de su celda todos los enseres personales de Juana –“que no quede ni un pelo”-, que posteriormente serán incorporados a la pira-, para evitar con ello la utilización de cualquiera de ellos como elemento para mitificar por parte de sus adeptos, o detalles ya revestidos de mayor dramatismo, como el plano del estremecimiento de las manos encadenadas de la condenada en la pira momentos antes de ser quemada, o esa cruz que sacerdotes elevan al viento, con el aparente deseo de convertir el humo que despliega la quemada, en algo santificado al cielo. Y entre ese humo, Juana morirá y su cadáver desparecerá en esa ascesis a la santidad en que se convierte el tronco carbonizado en que ha sido encadenado su cuerpo. Una vez más, Bresson nos impone su visión de artista riguroso y personal, en una de sus películas más desnudas y ascéticas, pero también una demostración evidente de la coherencia y el altísimo nivel que rigió su andadura como director, y que se tendría su prolongación cuatro años después con Mouchette (1967). (TheCinema.Blogia.com)