En The Fog of War, el antiguo secretario de defensa durante el mandato de Kennedy y Johnson, Robert S. McNamara, concede por primera vez una entrevista al galardonado director Errol Morris en la que repasa los más íntimos detalles de algunos de los sucesos más transcendentes de la historia estadounidense contemporánea. Como jefe de las fuerzas armadas durante el período más delicado por el que atravesó Estados Unidos en muchos años, McNamara revela sorprendentes datos sobre el bombardeo de Tokyo, la crisis de los misiles con Cuba y las consecuencias de la guerra de Vietnam

Mejor Documental en los Premios Oscar 2003
Mejor Documental en el Festival de Cine de Toronto 2003
Mejor Documental en el National Board of Review 2003
Mejor Documental por la Asociación de Críticos de Los Angeles 2003
Mejor Documental por la Asociación de Críticos de Chicago 2003
Mejor Documental en los Premios Independent Spirit 2003
  • IMDb Rating: 8,2
  • RottenTomatoes: 98%

Película / Subtítulo 

«Si hubiésemos perdido la guerra nos hubieran juzgado como criminales. Y es cierto, nos comportamos como criminales». Semejante declaración, de boca del mayor artífice de la intervención norteamericana en Indochina, parece irreal. Dudo que Bush, Cheney o Rumsfeld tengan algún día el valor de hacer una confesión similar.

The Fog of War es un documental extraordinario. Erroll Morris recoge el terrible testimonio de un hombre en el ocaso de su vida. El documento fílmico resulta invaluable para comprender uno de los aspectos más paradójicos de la guerra: cómo hombres inteligentes y reflexivos, ciudadanos ejemplares, como Robert McNamara, pueden llegar a convertirse en promotores de los crímenes más atroces. Y no estamos hablando de un psicópata, sino de un puritano, de un hombre sensato, de un patriota convencido de la sagrada misión de redimir al mundo de la amenaza del comunismo.

En The Fog of War y ante cada pregunta de Morris, McNamara responde con palabras propias de un estratega militar. Reconoce sin remordimientos su papel en el macabro plan para incinerar a Japón con aviones B-29: “Para hacer el bien a veces tienes que involucrarte con el mal”, afirma impasible. Su narración de lo ocurrido el 10 de marzo de 1942, el día en que el general Curtis LeMay dio la orden de arrojar sobre Tokio 1700 toneladas de bombas incendiaras, es fría, cerebral. No hay lágrimas en sus ojos al recordar esa noche nefanda en la que más de 100 000 seres humanos fueron quemados vivos, en uno de los actos de terrorismo más atroces que registre la historia. En su mente táctica solo importa que las bombas incendiarias hayan resultado más efectivas que las mismas armas atómicas, pues la población en su mayoría vivía en casas de madera. Cuando Morris le pregunta por las consecuencias de sus actos, responde: “El problema era, y sigue siendo, delimitar las reglas de aquello que podemos y no podemos hacer en la guerra”. Y le sobra razón: LeMay jamás fue llevado a juicio por el genocidio. Por el contrario, se le honró como héroe nacional y recibió multitud de condecoraciones: la Legión de Honor Francesa, la Estrella de Plata y, como homenaje supremo a la ironía, la Medalla por Acciones Humanitarias.

McNamara y sus superiores vivieron la guerra de Vietnam desde sus oficinas confortables en Washington, donde grupos de estrategas se congregaban frente al tablero de operaciones para planear el “bombardeo saturado” de las aldeas norvietnamitas. Sobra decir que los cuarteles son harto diferentes de los escenarios inefables donde ocurre la carnicería. Lejos de ese mismo teatro de horror, los pilotos a cargo de las operaciones militares apenas podían oír las explosiones o ver el fuego y las ondas expansivas de las bombas asesinas.

El término “niebla de guerra” se debe al oficial prusiano Carl von Clausewitz, y es una expresión para referirse a la confusión reinante durante las batallas, frecuente en los conflictos bélicos de mediados del siglo XIX. Pero la metáfora bien podría acomodarse para describir ese retrato nebuloso e idealizado de la guerra, alejado del horror y del sufrimiento real. Los medios de hoy nos presentan una guerra aséptica, sin niños desnudos huyendo del fuego abrasador del napalm, ni cuerpos mutilados, ni cadáveres destrozados. Los Cheneys y los Rumsfelds bien saben que una foto desafortunada, como la de aquel prisionero de Abu Ghraib con la cara cubierta de excrementos, puede causar más daño que mil bombas enemigas. El cubrimiento de sus guerras criminales es tan amañado e irreal como esas idealizaciones ridículas de Hollywood en las que el mundo se divide entre héroes americanos y villanos foráneos.