Día: 15 de febrero de 2025

  • Grand Tour (Miguel Gomes – 2024)

    Grand Tour (Miguel Gomes – 2024)

    Grand Tour sucede en Rangún, Birmania, en 1917. Edward, funcionario del Imperio Británico, huye de su prometida Molly el día que ésta llega para casarse. Durante su viaje, sin embargo, el pánico da paso a la melancolía. Contemplando el vacío de su existencia, el cobarde Edward se pregunta qué habrá sido de Molly… Decidida a casarse y divertida por la jugada de Edward, Molly le sigue la pista a través de Asia.

    Mejor Dirección en el Festival de Cannes 2024
    Mejor Montaje en el Festival de Valladolid – Seminci 2024
    • IMDb Rating: 6,5
    • RottenTomatoes: 90%

    Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)

     

    Como tantas otras historias en Hollywood, todo comenzó en una fiesta. Robert J. Flaherty, que ya había filmado películas como Nanook of the North, en 1922, o Moana, en el 26, era un antiguo explorador de minas convertido, casi por azar, en el padre del documental. Su método etnográfico le llevaba a convivir con las personas a las que quería filmar y observarlas antes de proceder a estructurar su próximo proyecto. No es de extrañar que, al descubrir que se encontraba en la fiesta, Friedrich W. Murnau, cineasta que en ese momento planeaba filmar en la Polinesia Francesa, quisiera conocerle. Por aquel entonces, el alemán era ya uno de los directores más destacados del mundo y, con obras como Der Letzte Mann o Sunrise: A Song of Two Humans, tanto él como el cine de ficción habían alcanzado algunas de sus cumbres. Durante esa conversación entre copas, Murnau acabó por ofrecerle a Flaherty dirigir el proyecto polinesio conjuntamente. El rey de la ficción y el del documental se dieron la mano para crear uno de los filmes más influyentes de la historia: Tabu: A Story of the South Seas, en 1931.

    No es de extrañar que Miguel Gomes, que ya había filmado AAquele Querido Mês de Agosto, entrelazando y confundiendo documental y ficción, titulara Tabu a una película que bien podría ser un homenaje al encuentro de aquellos dos titanes. En su cine parece darse siempre el encuentro entre dos almas cuya relación, más o menos problemática, supone el motor de fondo que lo mueve. En Tabu, donde la fidelidad tanto del narrador como de las oyentes queda en entredicho, el director acude a un cine documental primigenio —el de los exploradores de los Lumière— poniéndolo al servicio de una narración que caricaturiza el romanticismo colonial. La ensoñación de la memoria envuelve al documento que se pretende real mientras que las formas de la ficción clásica, en las que el medio busca pasar desapercibido, nos acercan al día a día de tres mujeres ahogadas por lo cotidiano. Lo uno siempre contiene, así pues, la semilla de su contrario. Sin embargo, a diferencia de lo que cabría esperar de este diálogo de opuestos que se destruyen, el cineasta no busca atraer al espectador a un espacio cínico y relativista, sino arrastrarlo hasta un sueño.

    Grand Tour (2024) parte de una anécdota que el director encontró en las páginas de The Gentleman in the Parlour: A Record of a Journey from Rangoon to Haiphang de W. Somerset Maugham: la historia de un inglés que decide viajar por diferentes países asiáticos para escapar de su compromiso matrimonial. El Grand Tour, recorrido originalmente pensado como un rito de paso para que los jóvenes de familias pudientes se cultivaran antes casarse, se convierte, así, en el medio para escapar de dicho compromiso. En la primera parte de la película seguimos a Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario del imperio británico que prefiere escenificar una huida desesperada antes que enfrentarse a su prometida. No llega a especificarse la causa por la que no quiere casarse, lo que refuerza la huida como una pulsión en sí misma, como una necesidad que forma parte de la naturaleza del personaje. En una nueva inversión de la tradición del Grand Tour, durante sus viajes por Myanmar, Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, Edward no siente en ningún momento la revelación del sitio al que llega, sino el peso del lugar del que escapa. Estamos en 1918 y, lo sepa o no, Edward representa a una sociedad que vive sus estertores y que solo puede realizar con culpa el camino que sus predecesores recorrieron como victoria.

    Animada por su espíritu antropológico, la voluntad de Flaherty de evitar guiones e ideas previas a fin de no forzar los hechos, su creencia de que la presencia detrás de la cámara puede reducirse hasta casi desaparecer, puede parecernos, hoy por hoy, un tanto ingenua. Pero eran tiempos en que el optimismo caracterizaba a los inicios del cine y la inocencia, no lo olvidemos, la compartía el creador con su público. Para filmar su película, Gomes recorrió algunos de los países en que transcurre la acción, en otros, a causa de la pandemia del COVID-19, hubo de delegar el trabajo. Partiendo de ese guion mínimo y anecdótico, la grabación de las secuencias documentales que puntean la parte ficcional no obedeció a un plan previo. El encaje y diálogo de estas imágenes con las otras filmadas en estudio se establecería después. A veces en color, a veces en blanco y negro, estas secuencias contemporáneas fueron realizadas, como haría Flaherty, sin guion previo, confiando en la capacidad de la cámara de captar el mundo. No obstante, a diferencia de aquel, el metraje logrado es consciente de su incapacidad para penetrar en las sociedades filmadas más allá de su apariencia. Conscientemente, las imágenes documentales de Gomes no son las de un antropólogo: son las de un turista.

    Espectáculos, restaurantes, espacios extravagantes, juegos, karaokes, etc. Los lugares comunes, en fin, de quien no ha tenido tiempo para alterar el recorrido planificado o quien, quizás, no lo ha buscado, hacen de contrapunto a la historia de ficción enfrentando la experiencia turística con la del viajero decimonónico. Lo que no supone, por supuesto, una exaltación de la opresiva práctica colonial. En Grand Tour no se esconde que las personas lugareñas son, en forma de mayordomos, criados y sirvientes de todo tipo, relegados a un papel de secundarios que orbitan alrededor de la privilegiada vida de los protagonistas europeos.

    Tras mostrar la ruta de Edward, Gomes pasa a narrar el viaje de su prometida, Molly (Cristina Alfaiate), que, siempre días u horas después, sigue los pasos del escapista recorriendo los mismos países y espacios. Movida por una confianza ciega hacia su prometido, Molly no acepta que pueda estar evadiéndose de ella y cada vez que alguien le plantee esta posibilidad responderá con una sonora pedorreta: risa que caracterizará al personaje y que, como la de otros personajes de la historia del cine —pienso, por ejemplo, en la Claudia Cardinale de Il Gattopardo (Luchino Visconti, 1963) o Geraldine Chaplin en Ana y los Lobos (Carlos Saura, 1973)—, irrumpe abruptamente para ilustrar a un sujeto fuera de lugar. No es que las mujeres fueran extrañas en el Grand Tour, pero debían ir acompañadas de una institutriz o familiar que velara por su virtud. Molly hace sola su camino y desoye a todo aquel que le invite a abandonar su misión. Por oposición a Edward, en lugar de escapar, persigue y, además, en lugar de marcharse, llega a los lugares y disfruta de ellos. Uno mira al pasado, la otra al futuro. Gomes no construye con Molly a una mujer repleta de valores contemporáneos que pueda ser incrustada en el pasado a modo de heroína: ella, que sigue, punto tras punto, los pasos de un hombre, tiene de empoderada y resuelta lo mismo que de dependiente. Y en su disfrute de los placeres exóticos, no resulta mejor que cualquier otro aventurero colonial.

    Ya en su Tabú de 2012, Gomes había dividido la película en dos partes cuyos títulos cogía, invirtiendo el orden, del Tabu de 1931: Paraíso Perdido y Paraíso. Esta partición obedece más a la visión cinematográfica de Murnau, planificadora y controladora de todos los elementos que surgen en la pantalla, que a la de Flaherty. Y es que, pasados unos meses de rodaje, Murnau se apropió del proyecto conjunto poniendo de su bolsillo el dinero que no les enviaba la productora Colorart. Impuso su idea de una película en blanco y negro y una trama que Flaherty consideraba manida y occidentalizada. Flaherty acabó por vender su parte de la película a Murnau y abandonó el rodaje. El encuentro entre el documental y la ficción es siempre de difícil equilibrio y, en aquella ocasión, la última acabó por hacerse con las riendas. Lo mismo sucede en Grand Tour, donde el documental ocupa un lugar pequeño en comparación a las secuencias filmadas en estudio. Si tanto en las ya mencionadas Tabú y Aquel querido mes de agosto o, también, en la trilogía de As Mil e uma Noites, el director juega con el diálogo entre ficción y documental, quizá sea la película actual aquella en que el papel del documental es menor.

    A pesar de lo cual, las secuencias documentales guardan una de las ideas centrales de la película, pues, más que con las imágenes de ficción parecen ser una respuesta al monólogo en off. A lo largo del film, el director introduce la voz en off como un elemento disruptivo. La historia de Edward y Molly es narrada por mujeres y hombres que hablan, en cada momento, con el idioma del lugar en el que se desarrolla la acción. Si el exotismo fue un medio de dominación cultural que sirvió para justificar los actos de la parte opresiva bajo un supuesto atraso social e intelectual del oprimido, aquí se invierte la parte del exotismo, es decir, de la dominación. La aventura del hombre que huye y la mujer que le persigue se convierte, así, en un cuento que nos recuerda que, pese a quien pese, la historia de la barbarie colonial pertenece a quienes la sufrieron. Aunque brusco y controlador, Murnau fue un director valiente y comprometido. Finalizó Tabú casi arruinado y no llegó a verla estrenarse ya que un accidente de coche le costaría la vida con tan solo 42 años. La película queda como un hito emblemático de la complicada relación entre ficción y documental que ha recorrido la historia del cine desde sus inicios hasta hoy. El documental empleado por Gomes introduce, en oposición a un entorno de estudio perfectamente controlado, un punto de descontrol. Al igual que esas voces que narran a los ocupantes occidentales, el documental nos muestra un mundo contemporáneo que, por fortuna, no nos pertenece. (Ramón H. Sosa – CineDivergente.com)

  • La Cérémonie (Claude Chabrol – 1995)

    La Cérémonie (Claude Chabrol – 1995)

    En La Cérémonie Sophie, una mujer eficiente pero fría y calculadora, entra a trabajar como ama de llaves para la exigente señora Lelièvre. Un día, conoce a Jeanne, una empleada muy fisgona del servicio de Correos de Saint-Maló, y entre ambas se establece una relación muy especial.

    Mejor Interpretación Femenina en el Festival de Cine de Venecia 1995
    Mejor Actriz en los Premios Cesar 1995
    Mejor Película Extranjera 1995 para la Asociación de Críticos de Los Angeles

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 87%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080)

     

    Claude Chabrol fue uno de los tantos cineastas pertenecientes a la nouvelle vague, uno que destacó por, parafraseándolo, preferir las tramas concisas con personajes complejos. Era minucioso y siempre estaba calibrando el ritmo y las señales de sus obras al milímetro para que el espectador pudiese anticipar lo que estaba por venir, y también era un devoto fan de Hitchcock, a quien llegó a dedicarle un extenso artículo en una época en la que su cine no estaba tan reconocido como ahora.

    Para él lo importante era hacer películas, daba igual de qué tipo, por lo que nunca le tuvo aversión al calificativo “comercial” que recibieron algunas de sus obras y que muchos de sus contemporáneos (Godard, ejem, ejem) veían como algo negativo. A lo largo de su obra, Chabrol se dedicó a diseccionar a la burguesía y a dejar al descubierto sus trapos sucios, alcanzando en La Cérémonie (1995) una de las cumbres de toda su carrera.

    A partir de aquí hay spoilers en el texto, por si queréis ver la película antes de seguir leyendo.

    La Cérémonie, aparte de ganar algunos premios, le valió varios galardones por mejor actriz a Isabelle Huppert, quien interpreta a Jeanne, una empleada de correos independiente, mentirosa e impulsiva que traba amistad con Sophie, la nueva empleada del hogar de la acomodada familia Lelièvre, que se introducirá en un mundo ajeno y casi extraterrestre para ella.

    Chabrol pone en marcha un argumento de suspense que se mueve lento pero que tiene la mirada fija en un baño de sangre final que está grabado en piedra desde el inicio de la película, como una revolución contra la autoridad ya anunciada. Y lo desenvuelve a través de los ojos de Sophie, un personaje frío que se ve arrastrado por las circunstancias y que adquiere un rol casi de observador. Ya desde la escena en la estación de tren al principio nos pone sobre aviso de que hay algo que no encaja en este personaje para más tarde descubrir su oscuro pasado.

    El suspense surge a partir de situaciones aparentemente mundanas pero que para Sophie son estresantes, ya que es iletrada, algo que le causa mucha inseguridad y vergüenza. Algo tan simple como leer la lista de la compra que le ha dejado la familia, revisar las tareas diarias o firmar un pedido son situaciones generadoras de una tensión que se va acumulando sobre Sophie, haciéndola más abierta a las sugerencias de Jeanne de enfrentar a la familia que la emplea.

    El realizador es inteligente al evitar caer en el aleccionamiento, algo que habría sido muy sencillo y que habría desestimado en gran parte el comentario social que tiene La Cérémonie. Decide enseñar lo justo y dar la información necesaria para que cada espectador saque sus propias conclusiones sobre el enfrentamiento de clases que se presenta. Por otra parte, esto también puede jugar en contra de la cinta, ya que es muy fácil hacer una lectura superficial (y totalmente lícita) y resumir el argumento en “ricos se encuentran con dos desequilibradas mentales y son asesinados sin muchos motivos”.

    Sin muchos motivos porque, aparentemente, no se nos dan causas para odiar o sentir aversión hacia la anodina familia. Son los pequeños detalles, que se manifiestan verticalmente, de arriba abajo, los que van resquebrajando el cristal protector alrededor de Sophie y los que hacen que me cuestione hasta qué punto tenemos ciertos roles y tratos condescendientes interiorizados. Por ejemplo, en un punto de la cinta, la hija de los Lelièvre ayuda a Jeanne a arreglar un problema del coche y le pide un pañuelo para limpiarse las manos de aceite. Ha prestado su ayuda sin esperar nada a cambio y blandiendo una sonrisa, pero después de limpiarse le tira el pañuelo sucio a Jeanne sin siquiera dar las gracias y se va con prisa a seguir su camino, gesto que deja claro el clasismo con el que trata al personaje encarnado por Huppert, a la que ha ayudado porque estaba necesitada para después dejar de ser su problema, resaltando la burbuja paternalista en la que vive esta gente.

    Una situación muy similar se da cuando la misma hija se entera de que Sophie no sabe leer y se ofrece de inmediato a enseñarla, ¿es un acto de bondad o es un papel de salvadora que adopta porque es lo que corresponde a su posición privilegiada? Esta confusión entre sentir empatía o lástima, una inhabilidad de socializar correctamente de esta élite, deja claro el abismo que separa a la familia de Sophie, y Chabrol se encarga de resaltar este espacio, y de dejar claro que no se puede cruzar así como así, a lo largo de toda la película.

    La deshumanización de ambas protagonistas es una constante a lo largo de la obra y es otro detonante que llevará a la violencia final, porque, parece que deja caer Chabrol, cuando nos quitan el componente humano, lo único que queda son los impulsos animales presentes en todo ser humano que no requieren para su activación más que unas circunstancias concretas y la pulsación de la tecla adecuada. Recuerda esto a la reflexión que se hace anteriormente en Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971).

    Como no podía ser de otro modo en una película francesa, en La Cérémonie la cultura es una parte fundamental del argumento y en este caso está al servicio de resaltar ese espacio ya mencionado. En lugar de elevar a los personajes como los culturetas definitivos, el hecho de que Sophie no sepa leer ni escribir, que se mantenga lejos de los libros de la casa (que son unos cuantos, tienen biblioteca propia), que encuentre refugio en la televisión de su cuarto (viendo telenovelas mientras sus empleadores ven una ópera) o que el asesinato final se produzca con una ópera de fondo y la familia vestida de etiqueta, no hacen sino agravar la opresión que siente la protagonista estando en un ambiente hostil para ella. La cultura como alienante, indicador de clase y una forma, directa o indirecta, de opresión. No por nada Sophie destruye los libros a escopetazo limpio al final de La Cérémonie, como si eso le permitiese liberarse de una condición de inferioridad que le ha sido impuesta desde siempre.

    Estando así las cosas, no puedo culpar a Sophie por sentirse atraída hacia el caos que genera Jeanne, en la que ve una figura de poder y control (y por la que quizá siente otro tipo de atracción), que, por otra parte, no deja de ser manipuladora. Una figura que le permite salvar esa distancia entre dos mundos opuestos, distancia que se cimenta en la falta de oportunidades (la educación de Sophie) y no tanto en el odio por el odio a las clases altas.

    Chabrol presenta la ceremonia final como una respuesta extrema de la clase trabajadora y deja en el aire si ese es el camino a seguir en el momento en que la radio delata a las amigas. La Cérémonie es una película más interesada en poner el foco en lo interiorizado de algunos comportamientos y reglas no escritas que en la resolución del conflicto de clases y es una obra que, en un mundo en el que un hombre blanco millonario ha podido pagarse un viaje al espacio, sigue vigente más que nunca. (Sergio González – MilanaCine.es)

  • The Order (Justin Kurzel – 2024)

    The Order (Justin Kurzel – 2024)

    En The Order una serie de robos a bancos, operaciones de falsificación y robos de vehículos blindados cada vez más violentos aterrorizan a las comunidades del noroeste del Pacífico. Mientras los desconcertados agentes de la ley intentan encontrar respuestas, un agente solitario del FBI, destinado en la tranquila y pintoresca ciudad de Coeur d’Alene, Idaho, cree que los crímenes no son obra de delincuentes comunes con motivaciones económicas, sino de un grupo de peligrosos terroristas nacionales, inspirados por un líder radical nacionalista y supremacista, que planean una guerra devastadora contra el gobierno federal de Estados Unidos.

    • IMDb Rating: 6,8
    • RottenTomatoes: 89%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Muchas cosas eran distintas cuarenta años atrás. Entre 1983 y 1984, los años en los que transcurre The Order, no había teléfonos móviles ni computadoras personales y rastrear a una persona tomaba días de papeleos y trámites. Lo que sí había –y no eran muy distintos a los de ahora– eran neonazis, supremacistas blancos, personas que creían que su país estaba siendo «tomado» por los inmigrantes, los judíos o distintas minorías. Ese es quizás el cruce más inquietante que produce la nueva película de Justin Kurzel, director de origen australiano. Que más allá de los autos enormes, la tecnología obsoleta y miles de detalles específicos de la época, uno no puede evitar pensar que lo que se ve pudo haber sucedido ayer (algo no tan distinto, de hecho, sucedió) o podrá suceder mañana.

    Un thriller tenso, insidioso, que funciona como un western moderno y utiliza por lo general recursos clásicos de esos géneros, The Order es la película más enfocada, directa y en cierto modo concisa de este muy talentoso realizador australiano cuyo gusto por las tramas policiales/políticas violentas quedaba claro en sus anteriores The Snowtown Murdes, True History of the Kelly Gang o Nitram, muy potentes películas que tenían como principal defecto un gusto acaso excesivo por el show-off audiovisual, por la necesidad de generar impacto cómo sea. The Order es una película en ese sentido más modesta, más económica, que va a las raíces del género: violencia seca, gente áspera, más disparos que palabras.

    Todo transcurre en el Noroeste de los Estados Unidos, a través de los bellos y pintorescos estados de Washington, Idaho y Montana, cerca de la frontera con Canadá. Hacia el pueblo de Coeur D’Alene, Idaho, llega Terry Husk (un Jude Law «americanizado», con gruesos bigotes y algo excedido de peso), un veterano y solitario agente del FBI que monta allí la oficina de la agencia y pronto está siguiendo la pista de unos robos a bancos y de diversas explosiones en lugares como sinagogas y cines porno tratando de encontrar explicaciones. De a poco, con la ayuda de un joven policía local que conoce a mucha de la gente del lugar desde la infancia (Tye Sheridan, siempre excelente), va entendiendo que los organizadores son miembros de un grupo de supremacistas blancos.

    Para confirmarlo necesita varias cosas. En principio, un motivo. Y luego, pruebas. El guión de Zach Baylin, basado en el libro de no ficción The Silent Brotherhood, pone al espectador también del otro lado del previsible conflicto. De entrada conocemos a los miembros de este grupo autodenominado «La orden», un desprendimiento radical e insurrecto de la llamada Nación Aria, agrupación supremacista de la que forma parte pero a la vez se ha separado para armar un grupo militante y extremo cuyo fin último es derrocar al gobierno de los Estados Unidos. Para eso, precisamente, juntan dinero y usan otros hechos como tácticas de distracción.

    Liderados por Bob Matthews (Nicholas Hoult, en una trifecta perfecta de fines de 2024 que se completa con Juror #2 y Nosferata), el grupo opera desde una casa llena de parafernalia neonazi, toma como uno de sus enemigos a un conductor radial judío llamado Alan Berg (encarnado por Marc Maron, en un rol con el que tiene bastantes cosas en común en la vida real) y va juntando armas para ir literalmente a una guerra. Y la película irá apretando en espacio y en tiempo una persecución que se estiró durante bastantes meses y a través de varios estados.

    Intentando recargar dramáticamente los hechos, Kurzel ha editado la película como para dar la impresión que todo sucede relativamente en poco tiempo. Si bien las fechas aparecen sobreimpresas, The Order opera llevando al espectador a vivenciar los hechos como causas y consecuencias cuando en realidad se trató de una investigación más compleja y enredada. Y eso, si bien puede ser un tanto confuso, no modifica mucho el impacto ya que la película va juntando a los dos bandos, de manera convincente, en una serie de círculos concéntricos que los ponen cada vez más cuerpo a cuerpo.

    Para eso Kurzel construye algunas escenas de robos y de enfrentamientos de alto impacto y mucha pericia narrativa, que incluyen fusilamientos a sangre fría, robos bancarios, bombas, atracos a camiones blindados y los muy tensos enfrentamientos que van teniendo con los insurrectos con las autoridades. Directos y violentos, a veces usando un armamento propio de un pelotón de guerra (en un par de escenas resuenan ecos del Michael Mann de Heat), los combates son shockeantes por la sequedad de la violencia y por sus efectos. Kurzel no se mide en eso. Quiere que el espectador sienta en el cuerpo las consecuencias de esos actos.

    Si bien el guión no profundiza demasiado en los planes de insurrección y en la perturbada ideología de los neonazis (es bastante claro qué es lo que piensan con lo que vemos y lo que escuchamos al pasar, además de lo que leen en un libro que usan de guía), hay un particular discurso de Matthews, un llamado a las armas, en el que marca sus diferencias con pares suyos que prefieren dar esos cambios desde la acción política. Si bien ahí se lo muestra convincente y triunfando, lo curioso es que finalmente serían los otros –entonces liderados por un tal Richard Butler, de la llamada Nación Aria– los que probarían tener razón. Más allá de algunas diferencias, hoy son los que gobiernan el país.

    Kurzel intenta armar uno de esos choques psicológicos entre perseguidor y perseguido, mostrando ciertas similitudes entre ambos, pero con eso solo llega a una serie de metáforas animales un tanto irrelevantes. Lo que sí tienen en común ambos es su obsesividad y su dedicación al trabajo, esos tipos que dejan de lado por completo a sus familias (como es el caso de Husk) o la utilizan, como Matthews, para vender una imagen amable a sus seguidores. Un rol importante aquí tendrá Justine Smollett como una áspera y poco amigable agente afroamericana del FBI, igual de intensa y dedicada que Husk, con el que tiene una larga relación laboral previa.

    Kurzel hace bien en no reforzar en demasía la época en la que transcurre, más allá de lo que es inevitable. No hay canciones de los ’80 coladas en la banda sonido ni se exageran las diferencias con la actualidad como sucede en muchos films cuya intención es dejar en evidencia esas marcas. La intención es clara. Este grupo extremo de poca pero muy intensa gente sigue, con otros nombres y otras estrategias, existiendo, controlando y gobernando buena parte de los Estados Unidos, además de estar en franco crecimiento en el resto del mundo. No son una anécdota olvidada de aquella época sino un gravísimo problema de esta. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)