Grand Tour sucede en Rangún, Birmania, en 1917. Edward, funcionario del Imperio Británico, huye de su prometida Molly el día que ésta llega para casarse. Durante su viaje, sin embargo, el pánico da paso a la melancolía. Contemplando el vacío de su existencia, el cobarde Edward se pregunta qué habrá sido de Molly… Decidida a casarse y divertida por la jugada de Edward, Molly le sigue la pista a través de Asia.
Mejor Dirección en el Festival de Cannes 2024Mejor Montaje en el Festival de Valladolid – Seminci 2024
- IMDb Rating: 6,5
- RottenTomatoes: 90%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)
Como tantas otras historias en Hollywood, todo comenzó en una fiesta. Robert J. Flaherty, que ya había filmado películas como Nanook of the North, en 1922, o Moana, en el 26, era un antiguo explorador de minas convertido, casi por azar, en el padre del documental. Su método etnográfico le llevaba a convivir con las personas a las que quería filmar y observarlas antes de proceder a estructurar su próximo proyecto. No es de extrañar que, al descubrir que se encontraba en la fiesta, Friedrich W. Murnau, cineasta que en ese momento planeaba filmar en la Polinesia Francesa, quisiera conocerle. Por aquel entonces, el alemán era ya uno de los directores más destacados del mundo y, con obras como Der Letzte Mann o Sunrise: A Song of Two Humans, tanto él como el cine de ficción habían alcanzado algunas de sus cumbres. Durante esa conversación entre copas, Murnau acabó por ofrecerle a Flaherty dirigir el proyecto polinesio conjuntamente. El rey de la ficción y el del documental se dieron la mano para crear uno de los filmes más influyentes de la historia: Tabu: A Story of the South Seas, en 1931.
No es de extrañar que Miguel Gomes, que ya había filmado AAquele Querido Mês de Agosto, entrelazando y confundiendo documental y ficción, titulara Tabu a una película que bien podría ser un homenaje al encuentro de aquellos dos titanes. En su cine parece darse siempre el encuentro entre dos almas cuya relación, más o menos problemática, supone el motor de fondo que lo mueve. En Tabu, donde la fidelidad tanto del narrador como de las oyentes queda en entredicho, el director acude a un cine documental primigenio —el de los exploradores de los Lumière— poniéndolo al servicio de una narración que caricaturiza el romanticismo colonial. La ensoñación de la memoria envuelve al documento que se pretende real mientras que las formas de la ficción clásica, en las que el medio busca pasar desapercibido, nos acercan al día a día de tres mujeres ahogadas por lo cotidiano. Lo uno siempre contiene, así pues, la semilla de su contrario. Sin embargo, a diferencia de lo que cabría esperar de este diálogo de opuestos que se destruyen, el cineasta no busca atraer al espectador a un espacio cínico y relativista, sino arrastrarlo hasta un sueño.
Grand Tour (2024) parte de una anécdota que el director encontró en las páginas de The Gentleman in the Parlour: A Record of a Journey from Rangoon to Haiphang de W. Somerset Maugham: la historia de un inglés que decide viajar por diferentes países asiáticos para escapar de su compromiso matrimonial. El Grand Tour, recorrido originalmente pensado como un rito de paso para que los jóvenes de familias pudientes se cultivaran antes casarse, se convierte, así, en el medio para escapar de dicho compromiso. En la primera parte de la película seguimos a Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario del imperio británico que prefiere escenificar una huida desesperada antes que enfrentarse a su prometida. No llega a especificarse la causa por la que no quiere casarse, lo que refuerza la huida como una pulsión en sí misma, como una necesidad que forma parte de la naturaleza del personaje. En una nueva inversión de la tradición del Grand Tour, durante sus viajes por Myanmar, Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, Edward no siente en ningún momento la revelación del sitio al que llega, sino el peso del lugar del que escapa. Estamos en 1918 y, lo sepa o no, Edward representa a una sociedad que vive sus estertores y que solo puede realizar con culpa el camino que sus predecesores recorrieron como victoria.
Animada por su espíritu antropológico, la voluntad de Flaherty de evitar guiones e ideas previas a fin de no forzar los hechos, su creencia de que la presencia detrás de la cámara puede reducirse hasta casi desaparecer, puede parecernos, hoy por hoy, un tanto ingenua. Pero eran tiempos en que el optimismo caracterizaba a los inicios del cine y la inocencia, no lo olvidemos, la compartía el creador con su público. Para filmar su película, Gomes recorrió algunos de los países en que transcurre la acción, en otros, a causa de la pandemia del COVID-19, hubo de delegar el trabajo. Partiendo de ese guion mínimo y anecdótico, la grabación de las secuencias documentales que puntean la parte ficcional no obedeció a un plan previo. El encaje y diálogo de estas imágenes con las otras filmadas en estudio se establecería después. A veces en color, a veces en blanco y negro, estas secuencias contemporáneas fueron realizadas, como haría Flaherty, sin guion previo, confiando en la capacidad de la cámara de captar el mundo. No obstante, a diferencia de aquel, el metraje logrado es consciente de su incapacidad para penetrar en las sociedades filmadas más allá de su apariencia. Conscientemente, las imágenes documentales de Gomes no son las de un antropólogo: son las de un turista.
Espectáculos, restaurantes, espacios extravagantes, juegos, karaokes, etc. Los lugares comunes, en fin, de quien no ha tenido tiempo para alterar el recorrido planificado o quien, quizás, no lo ha buscado, hacen de contrapunto a la historia de ficción enfrentando la experiencia turística con la del viajero decimonónico. Lo que no supone, por supuesto, una exaltación de la opresiva práctica colonial. En Grand Tour no se esconde que las personas lugareñas son, en forma de mayordomos, criados y sirvientes de todo tipo, relegados a un papel de secundarios que orbitan alrededor de la privilegiada vida de los protagonistas europeos.
Tras mostrar la ruta de Edward, Gomes pasa a narrar el viaje de su prometida, Molly (Cristina Alfaiate), que, siempre días u horas después, sigue los pasos del escapista recorriendo los mismos países y espacios. Movida por una confianza ciega hacia su prometido, Molly no acepta que pueda estar evadiéndose de ella y cada vez que alguien le plantee esta posibilidad responderá con una sonora pedorreta: risa que caracterizará al personaje y que, como la de otros personajes de la historia del cine —pienso, por ejemplo, en la Claudia Cardinale de Il Gattopardo (Luchino Visconti, 1963) o Geraldine Chaplin en Ana y los Lobos (Carlos Saura, 1973)—, irrumpe abruptamente para ilustrar a un sujeto fuera de lugar. No es que las mujeres fueran extrañas en el Grand Tour, pero debían ir acompañadas de una institutriz o familiar que velara por su virtud. Molly hace sola su camino y desoye a todo aquel que le invite a abandonar su misión. Por oposición a Edward, en lugar de escapar, persigue y, además, en lugar de marcharse, llega a los lugares y disfruta de ellos. Uno mira al pasado, la otra al futuro. Gomes no construye con Molly a una mujer repleta de valores contemporáneos que pueda ser incrustada en el pasado a modo de heroína: ella, que sigue, punto tras punto, los pasos de un hombre, tiene de empoderada y resuelta lo mismo que de dependiente. Y en su disfrute de los placeres exóticos, no resulta mejor que cualquier otro aventurero colonial.
Ya en su Tabú de 2012, Gomes había dividido la película en dos partes cuyos títulos cogía, invirtiendo el orden, del Tabu de 1931: Paraíso Perdido y Paraíso. Esta partición obedece más a la visión cinematográfica de Murnau, planificadora y controladora de todos los elementos que surgen en la pantalla, que a la de Flaherty. Y es que, pasados unos meses de rodaje, Murnau se apropió del proyecto conjunto poniendo de su bolsillo el dinero que no les enviaba la productora Colorart. Impuso su idea de una película en blanco y negro y una trama que Flaherty consideraba manida y occidentalizada. Flaherty acabó por vender su parte de la película a Murnau y abandonó el rodaje. El encuentro entre el documental y la ficción es siempre de difícil equilibrio y, en aquella ocasión, la última acabó por hacerse con las riendas. Lo mismo sucede en Grand Tour, donde el documental ocupa un lugar pequeño en comparación a las secuencias filmadas en estudio. Si tanto en las ya mencionadas Tabú y Aquel querido mes de agosto o, también, en la trilogía de As Mil e uma Noites, el director juega con el diálogo entre ficción y documental, quizá sea la película actual aquella en que el papel del documental es menor.
A pesar de lo cual, las secuencias documentales guardan una de las ideas centrales de la película, pues, más que con las imágenes de ficción parecen ser una respuesta al monólogo en off. A lo largo del film, el director introduce la voz en off como un elemento disruptivo. La historia de Edward y Molly es narrada por mujeres y hombres que hablan, en cada momento, con el idioma del lugar en el que se desarrolla la acción. Si el exotismo fue un medio de dominación cultural que sirvió para justificar los actos de la parte opresiva bajo un supuesto atraso social e intelectual del oprimido, aquí se invierte la parte del exotismo, es decir, de la dominación. La aventura del hombre que huye y la mujer que le persigue se convierte, así, en un cuento que nos recuerda que, pese a quien pese, la historia de la barbarie colonial pertenece a quienes la sufrieron. Aunque brusco y controlador, Murnau fue un director valiente y comprometido. Finalizó Tabú casi arruinado y no llegó a verla estrenarse ya que un accidente de coche le costaría la vida con tan solo 42 años. La película queda como un hito emblemático de la complicada relación entre ficción y documental que ha recorrido la historia del cine desde sus inicios hasta hoy. El documental empleado por Gomes introduce, en oposición a un entorno de estudio perfectamente controlado, un punto de descontrol. Al igual que esas voces que narran a los ocupantes occidentales, el documental nos muestra un mundo contemporáneo que, por fortuna, no nos pertenece. (Ramón H. Sosa – CineDivergente.com)
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