En Ana y los Lobos, José es autoritario, coleccionista de trajes militares, pobre de espíritu. Fernando, perseguidor incansable de la unión mística con Dios. Juan, escritor de cartas enloquecidamente eróticas. La madre añora antiguos esplendores. Las niñas que, entre juegos, encuentran muñecas enterradas y torturadas. Y en medio de esta atmósfera tan extraña e inquietante está Ana, la institutriz inglesa de 25 años que acaba de llegar a trabajar a la casa.

  • IMDb Rating: 7,5

Película (Calidad 1080p)

 

Desde la primera secuencia, comienzan las posibles interpretaciones alegóricas del filme. Ana, una joven institutriz inglesa (Geraldine Chaplin, que luego repitiria con Saura en Cría Cuervos), una suerte de Caperucita Roja “avant la lettre”, que viste a la moda de principios de 1970’s, minifalda y blusa de colores, llega a una impresionante mansión de dos pisos con amplios corredores y balcones en la planta alta. Enseguida, la alegoría cede el paso a la analogía. La casona está aislada, sin vecinos cercanos o distantes, en un vasto paisaje de Castilla: en lo alto de un promontorio, rodeada de tierras agrestes en las que solo crecen matorrales espinosos. Es, diríamos, una prolongación doméstica en el territorio de Castilla de otros tantos célebres edificios monumentales erigidos con caracter fúnebre-burocrático en la historia de España: El Escorial, edificado por Felipe II en el siglo XVI como monasterio, castillo real y mausoleo de una treintena de monarcas y El valle de los caídos, edificado por Francisco Franco en el siglo XX, como gigantesca tumba colectiva de los cientos de miles de víctimas de la guerra civil (1936-1939).

Dentro de la casona solitaria, por supuesto, para seguir con la línea argumental alegórica del relato de Caperucita Roja, habita una abuela enferma. En este caso, una suerte de mater-familia (actriz Rafaela Aparicio), aquejada de múltiples dolencias que van de la epilepsia a la gota, pero que si se juzgan científicamente, parecen ser el resultado de un buen montaje de ficción hipocondríaco. A estas alturas de Ana y los Lobos, podríamos preguntarnos, ¿cuando aparece en pantalla el lobo de la fábula de Caperucita Roja?; al responder, encontraremos variantes introducidas por Carlos Saura que se alejan del esquema original. Por ejemplo, en la fábula original, el lobo habita en un bosque cercano a la casa de la abuelita y asume el rol de la abuela enferma a la llegada de Caperucita. En el filme, debido a la soledad y aridez extrema del paisaje, es inconcebible que el lobo habite en el bosque, pues no existe. Pero sí, inusual y atípicamente, puede estar alojado dentro de la casa. Y, en este caso, no se trata de un lobo sino de tres, todos hijos de la mater-familia (la abuela de la fábula).

De nuevo la alegoría cede el paso a la analogía. Aunque nunca es bueno para los espectadores que se les adelante cómo termina una pelíؙcula, Ana y los Lobos se aparta del final de la fábula de forma diametralmente opuesta a cómo se cuenta en Caperucita Roja. En la versión original, Caperucita está a punto de ser triturada entre las fauces del lobo (léase violada en interpretación alegórico-sicoanalítica del cuento infantil) cuando aparece un cazador providencial que habita en el bosque. El cazador ha escuchado los gritos de la víctima. Irrumpe en la escena escopeta en mano, de un certero disparo, liquida al lobo malvado y la fábula cierra con happy ending. En el filme, también hay un cazador providencial que, supuestamente, acude en socorro de Ana, si bien no con escopeta, provisto de pistola. Pero, en lugar de disparar al lobo de la fábula, se une a sus hermanos lobos contra Ana. No conforme con haber sido partícipe de la infame violación, como buen cazador, extrae la pistola y dispara dos tiros al rostro de Ana, convirtiéndose no en el salvador sino en el victimario.

Siguiendo con el desarrollo lineal de la trama, Ana, la institutriz inglesa, viene a hacerse cargo de la educación de tres niñas: Natalia (actriz Nuria Lage); Carlota (actriz María José Puertas) y Victoria (actriz Sara Gil). Todas son hijas del matrimonio que forman Juan (actor José Vivó) y Luchy (actriz Charo Soriano). Pero, a su vez, en la solitaria mansión, viven los otros dos hermanos de Juan -solterones como él que frisan cincuenta años o más-, llamados José (actor José María Prada) y Fernando (actor Fernando Fernán Gómez). Y para completar el cuadro familiar, no podía faltar la sirvienta de la casona, de nombre Amparo (actriz Marisa Porcel). A lo largo de 102 minutos del filme, se reitera que el principio que rige puertas adentro de la casona es de rancia estirpe franquista: “Dios, Patria y Familia”. La presencia, entre existencial y hippie de la institutriz inglesa, joven y soltera, pone una nota discordante que contrasta con la única posible rival femenina, Luchy, la esposa de Juan, cuyo rol protagónico dentro del filme, se limita a reproducir, con opuesto sentido de significación, el lema misógino: “mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin”. La pobre Luchy, diría si le fuera posible: “sí, tengo marido, pero ni sé latín ni tuve buen fin al lado de Juan”, el hombre que escogió o tal vez escogieron para ella.

Todos los personajes que encuentra Ana en casa, están dominados por “demonios internos”. Todos ellos, con sus fobias, atavismos, patologías, manías y represiones, podrían ser objeto de estudios de casos en textos sicoanalíticos de Freud, Jung o Krafft-Ebing. La presencia de Ana en la casa, pone a los lobos en estado de shock. Se revuelven, catalizan y precipitan en varias direcciones los “tabúes” acumulados, a cual de ellos peor y todos con trágicas consecuencias. Pareciera entonces que de nuevo la alegoría cede el paso a la analogía. Esta vez, por distante que parezca en el tiempo, el contenido analógico viene de la Antigua Grecia. Platón, en “La República”,4 se nos muestra como “supremo filósofo” que censura la moral y las costumbres de la época y plantea un rígido y utópico sistema clasista de gobierno. Esgrimiendo sus ideas como una suerte de “lectore in fabula”, a la usanza de Umberto Eco, Platón “condenará a todo tipo de literatura porque agita a las pasiones en lugar de instruir al intelecto”. Es decir, tanto la lectura de novelas y la asistencia a las representaciones teatrales en el pasado, como la visualización del cine en el presente, podrían “destapar”, en opinión de Platón, “los demonios” de la lujuria, el deseo, el dolor y la cólera. Algo similar a lo que ocurre con la entrada a la casona de Ana, devenida “diablesa”, que tienta con su sonrisa, su vestimenta y su cuerpo, al trío de hermanos de mentes enfermizas y tosudamente anacrónicas.

¿Cuál es la caracterización sicológica de cada uno de ellos que linda con los manuales de las sicopatologías y los internados en hospitales de dementes?

Aunque en el filme de Saura como en los de Buñuel, se mezclan diferentes pasiones ocultas, se podría resumir en tres, las actitudes distintivas de los hermanos: Juan, representaría la represión sexual; José, el militarismo “machista” y misógino de la era franquista y Fernando, la fe religiosa, en su variante mística y contrareformista5.

Juan se enamora de Ana a primera vista, ya bien sea porque está casado y le seduce la idea del adulterio o es un reprimido en cuestiones de amor que se dedica a enviar cartas sin firmas a Ana. Para que resulten más atractivas, las envía desde dentro y fuera de España. Las cartas contienen declaraciones de amor y descripciones eróticas y llevan estampados sellos de exclusivas colecciones de filatelia. El misterio se resuelve cuando José -el hermano mediano-, le explica a Ana que él ha leido antes esas cartas y que el autor anónimo es su hermano Juan, enamorado de ella, pero incapaz de declarar su pasión. En una mezcla de atracción simulada y rechazo efectivo, Ana escapará de los brazos de Juan varias veces a lo largo del filme. Lo más que le puede arrancar casi a la fuerza Juan a Ana es un beso, pero la institutriz amenaza con decírselo a la esposa y Juan, escondido tras la puerta, tiembla ambiguamente de deseos y temores. Cada escapada a tiempo de Ana de los brazos de Juan, que intenta aprisionarla, suma una nueva frustración del apetito sexual reprimido que, al no tener salida, se volcará -siempre en lectura sicoanalítica de su pasión- hacia elementos mórbidos o aberrantes, como meterse en la habitación y en la cama de Ana cuando no está presente, o encerrarse en el cuarto de la servidumbre con Amparo, la criada, a ver juntos películas pornográficas.

José aborda a Ana enseguida que entra a la casona para hacerle ver que, del trío de lobos, él es, en propiedad, el único que ostenta el título de “macho alfa” y gobierna la casa6. Los trastornos sicológicos de José -según se cuenta en el filme- comenzaron en la infancia. La madre lo vestía con ropas de niña en lugar de trajes de machito hispano. Al llegar a la adolescencia, el recuerdo de la vestimenta femenina infantil, le provocó un serio trastorno sicológico, se le convirtió en una obsesión masculina y con el tiempo devino en autoritarismo, machismo y militarismo, como si con la tenencia de caballos y colecciones de uniformes militares, sables y pistolas, se pudiera borrar el ominoso recuerdo de sus años infantiles, trasvestido con baticas de rosa, el color favorito de las niñas. Entre otras “locuras machistas”, José, para impresionar a Ana, cabalga por la desierta pradera, al sol, vestido de general. Y no conforme con el exhibicionismo machista, la lleva a ver el salón en el que guarda su colección privada de uniformes militares, sables, fusiles y pistolas. Delante del espejo, Ana, mitad en serio mitad en broma, le prueba chaquetas y gorras militares y lo trata de general. José se siente complacido del trato que le prodiga la institutriz y le ofrece, mediante paga extra, hacerse cargo del museo militar. Se produce dentro del salón de armas y uniformes, un raro incidente que ilustra la proclividad de José por los gestos violentos: un pájaro de metal que se acciona a control remoto, golpea contra la ventana de la habitación repetidas veces. José, vestido de uniforme y gorra militar, extrae la pistola y dispara seguido hasta abatir al pájaro. Ana, entonces, irónicamente, lo recompensa con una medalla de la colección y le habla como si fuera un general.

Fernando es, del trío de lobos, el de personalidad más compleja. Fernando es -o pretende ser- un anacoreta consumado. El único del trío de hermanos que se atreve a romper el orden matriarcal establecido y, contraviniendo la regla inflexible de la mater-familia, se va a vivir fuera de la casona. Este hecho dará lugar, a mediados del filme, a una secuencia memorable, cuando la madre, que no renuncia a la idea de recuperar al hijo pródigo, organiza una suerte de “partida de caza” con almuerzo incluido en la que toda la familia -Ana también, por supuesto- debe participar. Como si se tratara de un viaje de reyes por provincias, la partida familiar sale de la casa en largo cortejo que lleva en el centro una calesa en la que viaja la matriarca. El lugar de destino es una cueva que Fernando ha elegido como hogar. La única persona que Fernando acepta que lo visite en la cueva es Ana, con la que sostiene una relación de amor platónico que sazona con largos monólogos en los cuales trata de explicar a la incrédula joven, los motivos de su apartamiento del mundo, similares a los que sostuvo la Iglesia Católica en la lucha entre Contrareforma y Protestantismo. La composición visual de los objetos en el interior de la cueva, reproduce con exactitud las celdas de los místicos del cristianismo, forzados por el estado, la iglesia o voluntad propia, a apartarse del mundo. Fernando ha pintado de blanco el fondo oscuro de las rocas, en el centro ha colocado una enorme Biblia abierta en la que lee los versículos, y a su lado, una calavera que sostiene en la mano para meditar y que recuerda las pinturas de Ribera y otros pintores de santos asociados con la política contrareformista de la Iglesia Católica.

Durante las dos terceras partes de Ana y los Lobos, la relación que se establece entre Ana y los hermanos (lobos) , mueve a risa. Una risa mundana, compasiva, al ver cómo esa chica extranjera, proveniente de la “pérfida Albión”, de frágil y bella figura, “juguetea”, se “entretiene” y se “divierte” con el trío de chiflados y tarados hispánicos. Y si, en efecto, una risa oculta, de carácter irónico, se burla de lo que ocurre en pantalla y distancia a los espectadores de los desafueros de la razón del trío de enajenados mentales, permitiéndoles asumir una mirada más crítica y disfrutar de la alegoría política del franquismo que subyace en la “endiablada” familia de la madre-lobo y sus tres cachorros. En ese sentido, el filme Ana y los lobos, advertimos desde el principio, se ubica a plenitud dentro del canon del cine de humor negro.

Pero, faltaría un detalle para que fuera, con todo rigor, un filme que encuadra a la perfección en el género negro. Y ese detalle es el de la muerte, que por casi cien de los ciento dos minutos del filme, tarda en aparecer, pero que sabemos o intuimos, acecha y está próxima. Un elemento nos hace presumir que un desenlace trágico se avecina, y es cuando las tres niñas que Ana educa, se lamentan de la pérdida de la muñeca Dolly. Tras mucho buscar, la encuentran semienterrada en el fango, cubierta por un trapo y con el pelo troceado por tijeras.

En el momento más álgido del final del filme, esta imagen de la muñeca Dolly, se repetirá a escala humana. Los tres lobos, por una vez puestos de acuerdo, sacan de la casona a rastras a Ana y la llevan en medio de gritos y pataleos hacia los matorrales vecinos. Allí, darán rienda suelta a sus fobias largo tiempo reprimidas. Con la ayuda del militarote José y del místico Fernando, que la sujetan por los brazos y la cabeza, Juan, el reprimido sexual, desgarra en tiras las ropas de Ana y la viola delante de sus hermanos, quienes, a su vez, darán rienda suelta a sus fobias reprimidas: Fernado, le corta los cabellos con unas tijeras y José, al verla echada sobre la tierra, semiinconsciente, herida y llorosa, en lugar de auxiliarla como buen Quijote hispano, la mata de un par de certeros disparos en el rostro. (Alfredo Antonio Fernández – OtroLunes.com)