Camille Claudel es internada en 1915 por su familia en un asilo de enfermos mentales del sur de Francia. Ya no volverá a esculpir, pero espera siempre la visita de su hermano, el escritor Paul Claudel.

  • IMDb Rating: 6,5
  • RottenTomatoes: 80%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Aquellos familiarizados con el cine de Bruno Dumont no podrán más que sentirse sorprendidos ante su última película. Aunque encontramos algunas de sus marcas de fábrica (los larguísimos silencios, los paisajes exquisitamente filmados), Camille Claudel 1915 parece, a priori, en las antípodas de cintas como Twentynine Palms (2003) o Hors Satan (2011). En realidad, y aunque sí contiene notables diferencias en la forma, en el fondo esta sigue siendo una película Dumont. Quien busque ver un biopic al uso sobre el personaje titular, mejor que opte por la película dirigida en 1988 por otro Bruno, en este caso Bruno Nuytten, y protagonizada por Isabelle Adjani (que fue nominada al Oscar por su trabajo) y Gérard Depardieu. Camille Claudel 1915 es otra cosa.

La película de Dumont nos conduce por unos cuantos días de la vida de Camille Claudel (Juliette Binoche) en 1915, mientras espera que su hermano Paul (Jean-Luc Vincent) la visite en su encierro en el manicomio de Montdevergues, en el sur de Francia. Para entonces, la genial escultora, otrora alumna, colaboradora y amante de Auguste Rodin, llevaba ya dos años internada por decisión de su madre y su hermano; jamás volvería a salir de su encierro, a pesar de que fueron varios los médicos que consideraron que podía valerse por sí misma, y, por supuesto, nunca volvió a esculpir. Paul Claudel, célebre poeta, diplomático del gobierno francés y devoto católico, se ocupó de buscar un lugar seguro donde enterrar a su conflictiva hermana en el olvido. Y ese es, precisamente, el tema principal de la película: el olvido, el abandono, la soledad. El cine ha retratado la soledad de muchas formas. En manos de Bruno Dumont, ésta es elevada a la categoría de arte, un arte terrible, doloroso, y, la mayoría de las veces, insoportable por su crudeza. Todo en la dirección de Dumont está enfocado a hacernos sentir el horrible vacío que supuso la vida de Camille Claudel durante sus treinta años de encierro, entre locos y disminuídos psíquicos, sin apenas visitas de su familia o amigos, y sin nadie con quien poder mantener siquiera una conversación normal. Sin nada que hacer salvo vagar por los pasillos de un lugar poco menos que muerto. La única banda sonora de la película son los sonidos de ambiente, lo que en la mayoría de los casos supone los gritos y lamentos constantes de los internos. La fotografía de Guillaume Deffontaines es inmisericorde: no disimula, ni embellece, a nada ni nadie. Las situaciones y los personajes se nos muestran en toda su descarnada crudeza, hasta el punto de querer cerrar los ojos en alguna que otra ocasión. Para que todo encaje en el tono naturalista de la película, Dumont no ha utilizado actores profesionales para interpretar a los internos, sino discapacitados psíquicos reales, que acentúan el contraste con Camille Claudel como alguien que no está loco, si bien es profundamente inestable (¿y quién no lo sería en semejante situación?).

Pero la baza principal de la película, el auténtico pilar sobre el que se sostiene, es la extraordinaria interpretación de Juliette Binoche. La protagonista de Copia certificada es la primera gran estrella que se pone a las órdenes de Dumont, y la apuesta ha merecido la pena. En sus manos, Camille Claudel se convierte en un personaje fascinante, enormemente complejo y alejado de la típica interpretación hollywoodiense —que era, por ejemplo, el caso de Isabelle Adjani—. Sus altibajos emocionales, su desesperación, su furia, son tan cercanos, tan realistas, que asustan. Su relación con los internos, que bascula entre la ternura de la persona lúcida y la exasperación de quien se encuentra al límite de su resistencia, es fascinante y, a diferencia de lo que se podría pensar, ni morbosa ni melodramática. Sus dos monólogos, uno frente al director del manicomio (Robert Leroy) y el otro frente al propio Paul, filmados en sendos primeros planos, son una lección de interpretación y de expresividad absolutamente magistral. Frente a ella, el único otro actor con un papel relevante en la película, Jean-Luc Vincent, sale claramente perdiendo, y no sólo porque la interpretación de Binoche sea arrolladora. Dumont toma claramente partido a favor de Camille (lo que tampoco es tan descabellado si se examinan de cerca los detalles de su vida), retratando a Paul como un santurrón mojigato, un hipócrita que predica el amor y la moralidad cristianos mientras afirma que su hermana está poseída y la encierra en el lugar más apartado que encuentra, para después poco más que tirar la llave al mar. La escena en que los hermanos Claudel se encuentran al fin cara a cara resulta desgarradora, indignante: la alegría casi infantil de Camille se topa con el muro de la indiferencia, incluso irritación, de Paul, que está cumpliendo con un mero trámite y lo único que quiere es marcharse y olvidar todo cuanto se halla entre los muros de Montdevergues.

Al final, Camille Claudel 1915 no resulta tan diferente de otras películas dirigidas por Bruno Dumont. Su retrato de la condición humana, del abandono, del arte y de la religión pueden parecer aquí menos horribles por cuanto no nos encontramos con sus habituales niveles de violencia y sexo estomagantes. Sin embargo, la carga de tensión emocional, de claustrofobia, de rabia apenas contenida y de compasión mal entendida resulta más violenta y desagradable de lo que puedan resultar algunas escenas mucho más gráficas firmadas por su autor. Su final, donde se narra qué fue de Camille, cómo pasó 29 años de su vida en Montdevergues para morir de desnutrición y ser enterrada en una tumba sin marcas, resulta el definitivo puñetazo en el estómago; el rostro sereno de Juliette Binoche, sobre el cuál se superpone la explicación, no supone el final del infierno, sino la aceptación de que éste es ahora su mundo. La rendición de un espíritu fiero y creativo a la soledad, el tedio y la ausencia de lo único que podía devolverla la cordura: el arte y la capacidad de crear. Nada, ningún golpe, puede ser más duro que ese. (Judith Romero – ElAntepenúltimoMohicano.com)