Cuando el director Peter Jackson descubre un escondrijo repleto de antiguas películas de nitrato en el cobertizo de una vecina. Inmediatamente se da cuenta de que tiene ante sí «la más extraordinaria colección de películas que jamás ha existido». Así comienza Forgotten Silver, esta pérfidamente divertida y aún así del todo creíble película que pone al descubierto la vida de Colin McKenzie, pionero del cine de la Nueva Zelanda de principios del Siglo XX que inventó las cámaras de cine, la película en color, el sonido sincronizado, el travelling y otras importantes técnicas cinematográficas antes que D.W. Griffith y los hermanos Lumiere. Su epopeya bíblica ‘Salomón’, para la que recreó la antigua Jerusalén en la jungla de Nueva Zelanda, es al fin reconocida como una obra maestra del cine en este «cautivador e hilarante paseo directo al corazón del amor por el cine».

  • IMDb Rating: 7,6
  • RottenTomatoes: 100%

Película / Subtítulo (Calidad 720p)

 

En La invención de Hugo Cabret de Brian Selznick, uno de las mejores libros de (o sobre) cine de los últimos años, el protagonista descubre que el malhumorado anciano que regenta la juguetería de la estación parisina en la que vive dirigía hace tiempo fascinantes películas ahora olvidadas sobre magos que hacían desaparecer damas, hombres bigotudos con cabezas gigantes y viajes a la luna. Su nombre es George Mélies. En Forgotten Silver, Peter Jackson también se topa por casualidad con un pionero del cine cuyos prematuros inventos y excepcional obra habían quedado hasta ese momento, en 1995, enterrados. Colin McKenzie es el nombre de ese cineasta neozelandés cuya azarosa vida, fascinante legado y trágica muerte y olvido van desenterrando los directores en el transcurso de este falso documental con el que rindieron homenaje al cinematógrafo en su centenario.

Se puede decir que Forgotten Silver es una película de culto no tanto por su contenido –divertido a veces, otras delicioso, excesivo en alguna parte- y maneras -similares a las de otros fakes-, como por el fenómeno que se generó a su alrededor el día de su estreno en la televisión neozelandesa. Como aquella dramatización radiofónica que el 30 de octubre de 1938 hizo Orson Welles de La Guerra de los Mundos de H.G. Wells, parece ser que una parte significativa de la audiencia kiwi que ese día vio la televisión tomó por ciertas las imágenes y testimonios que documentaban que aquel desconocido compatriota era el verdadero inventor del sonoro, de la imagen en color y que, incluso, fue quien grabó el primer vuelo tripulado con éxito nueve meses antes del hasta entonces reconocido como hito. La cosa fue tal que al día siguiente los directores se vieron obligados a aclarar en televisión que, aunque aquello tenía forma de documental, su contenido era totalmente inventado, que el McKenzie de las fotos era un actor y que las imágenes que supuestamente había rodado en realidad las había dirigido y manipulado Jackson. Tras la confesión, se generó una polémica en la calle y en los medios, a propósito de lo cual: uno no puede evitar la sospecha en torno a lo relacionado con un falso documental como éste y sentir cierta inquietud ante la posibilidad de que su consiguiente mito  también forme parte de la trampa orquestada por Jackson y Botes en la que, igual, uno está cayendo años después.

El caso invita también a hacerse otro tipo de preguntas, quizás propias del diván de un psiquiatra, en busca de la razón que explique por qué un falso documental se cree y otro no. Sin obviar la importancia del contexto Forgotten Silver se emitió en un espacio de ficción- y la mayor o menor eficacia del engaño, ¿qué dice de la sociedad que se lo cree, sobre sus miedos y anhelos colectivos más o menos amaestrados? Así, la histeria colectiva que provocó Welles seguramente no hubiese sido posible sin el abono que mantenía a la sociedad estadounidense alerta a una posible de destrucción global (financiera, pronto atómica y/o extraterrestre). Se podría pensar que la credulidad ante la historia de Colin McKenzie se explique en parte por las ganas de mayor relevancia de un pueblo como el neozelandés, periférico en más de un sentido.

Abandonando las especulaciones psicoanalíticas y volviendo al cine, llama la atención cómo Forgotten Silver encaja en la filmografía del director de la trilogía de The Lord of the Rings y King Kong. Aunque emplee los recursos más clásicos del documental de televisión –narrador, imágenes de archivo, recortes de prensa, rotulación, testimonios (la segunda mujer de McKenzei y supuesta vecina de la abuela de Jackson), entrevistas a conocidos expertos (el historiador Leonard Maltin, Harvey Weinstein, el actor Sam Neill)…-, lo hace para contar lo que no es otra cosa que una película de aventuras a la que no le falta ningún elemento. Por un lado, en la azarosa vida de ese héroe excepcional y visionario se mezcla (hasta el exceso) amor, tragedia, aventura, humor y política. Por otro, la película muestra la expedición en la que se embarcan los directores y que les lleva a adentrarse en la selva en busca del legado más mitológico y literalmente enterrado de su protagonista, la llamada Ciudad Perdida, el faraónico decorado que McKenzie habría construido para su obra más ambiciosa: la adaptación cinematográfica del mito de Salomé cuya versión final nadie ha visto. Al final, aunque con forma de documental, lo que el espectador contempla es una película que no se aleja tanto del descubrimiento de King Kong, de las búsquedas de Indiana Jones o de las peripecias de cualquier otro héroe que, cual Fitzcarraldo, no se frena ante nada ni nadie.

A ese aire mitológico contribuyen las imágenes supuestamente rodadas por McKenzie. Aunque lejos de la poética de aquel otro falso documental en torno a una cámara que es Tren de sombras, como la película de José Luis Guerín algunos momentos de Forgotten Silver se empapan del poder evocador de la imagen gastada y en movimiento, insinuada hasta convertir a las personas que allí aparecen en fantasmas, como en ese plano final de McKenzie retratándose a sí mismo con una pequeña sonrisa de satisfacción que podría estar dirigida a la posteridad o al espectador crédulo. Y es que, si en la “invención” de fábula de Selznick mencionada al comenzar esta reseña se cuela la “verdadera historia” de Mélies, en la “verdadera historia” de Colin McKenzie todo es “invención”. Que nadie se lleve a engaño, aunque en su forma sea un (falso) documental, Forgotten Silver es una de aventuras.