La Cité des Enfants Perdus transcurre sobre una plataforma marina perdida en la niebla, donde el malvado Krank envejece prematuramente, pues carece de una cualidad esencial: la facultad de soñar. Por esta razón, rapta a los niños de la ciudad para robarles sus sueños. Sus compañeros de infortunio son: Irvin, un cerebro que flota dentro de un acuario, la señorita Bismuth y una banda de clónicos. Al otro lado de la niebla, en la ciudad portuaria, se encuentra One, una fuerza de la naturaleza ingenua, pero extraordinariamente valiente, que busca a su hermano pequeño desaparecido.

Mejor Diseño de Producción (Premios César 1995)

  • IMDb Rating: 7,5
  • Rotten Tomatoes: 79%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Ya lo he dicho muchas veces, pero hay va otra vez: el cine es ante todo un medio visual y auditivo. Es un arte compuesto de imagen, sonido, movimiento, ritmo, color, volumen. La narración ocupa un noveno o décimo lugar y no importa: la función de contar historias la cumplen admirablemente las novelas. Tampoco es necesario que el cine refleje la realidad (ni siquiera es posible, en el mejor de los casos la refracta), para eso ya hay reportajes, libros y documentales. No, el cine es antes que nada un arte visual. Esto parece una perogrullada pero las frecuentes quejas de los críticos ante La Cité des Enfants Perdus confirman que casi nadie entiende esta simple verdad.

No hay mejor ejemplo que el conato de crítica escrito por Roger Ebert. Su primer párrafo resume a la perfección su incapacidad para entender el cine. Cito y después traduzco para que no digan que no sé qué. “If I were to judge this film solely on its visuals, it would get an unqualified rave, no questions asked. It’s only when I start to think about the story and the tone that my enthusiasm inches downward, because it’s done more as an exercise than as a narrative you’re meant to care about.” Traducción: “Si juzgara esta película sólo por su aspecto visual tendría que alabarla, sin discusión. Pero cuando empiezo a pensar en la historia y el tono mi entusiasmo empieza a decaer, porque está hecha más como un ejercicio que como una narrativa en la que uno pueda involucrarse.”

Y ahora un breve comentario de Jean-Pierre Jeunet, codirector de La Cité des Enfants Perdus, explicando la idea principal de la película: “If one cannot dream and imagine things, and if one is sentenced to the everyday, to reality, it’s awful.” En español: “Si uno es incapaz de soñar e imaginar cosas, si uno está sentenciado a lo cotidiano, a la realidad, es horrible.” Este comentario forma parte de una entrevista que se puede leer completa en el sitio oficial. La diferencia me recuerda lo que dice Armond White, en el sentido de que los críticos tradicionales, como Ebert, están tan acostumbrados al producto de Hollywood que cuando se encuentran con una película que dispone la narración de otra forma simplemente no pueden entenderla.

Es necesario recalcar esto porque leyendo a Ebert podría pensarse que La Cité des Enfants Perdus es sólo una recopilación aleatoria de imágenes, sin un hilo conductor ni solidez temática. De hecho, en el mismo texto Ebert admite que no entendió cabalmente el argumento, lo cual queda claro por la forma en que confunde hechos básicos de la cinta, como la profesión de One. Tomando en consideración que Jeunet y Caro buscaban transmitir la importancia del pensamiento heurístico (en cristiano, intuitivo), a los críticos no debería sorprenderles que la película esté narrada de una forma menos reiterativa que la típica producción hollywoodense, donde se confía poco en la capacidad interpretativa del espectador. El argumento de La Cité des Enfants Perdus obedece a una lógica menos lineal que lo acostumbrado en el 95% del cine actual pero eso no significa que carezca de sentido. Una fábula sobre lo horrible que sería no poder soñar necesariamente debe ejercer la libre asociación de lo onírico.

Hay que ser paciente. Al principio parece no haber relación entre las dos líneas argumentales que componen la película. La primera es la plataforma en el mar donde el agrio Krank (Daniel Emilfork) conduce experimentos para robarle los sueños a los niños pequeños, con la ayuda de cinco clones joviales y narcolépticos (todos interpretados por Dominique Pinon), un cerebro sin cuerpo que hace las veces de hipnotista y oracular narrador de historias para dormir (con la voz de Jean-Louis Trintignant) y la diminuta Mademoiselle Bismuth (Mireille Mossé). La segunda es la historia callejera, un poco a lo Dickens, del antiguo ballenero One (Ron Perlman) y su hermanito adoptivo, el glotón Denree (Joseph Lucien), que devora lo mismo velas que salchichas con mermelada. Denree es secuestrado por la banda de los Cíclopes, ciegos que recuperan la vista e incrementan su capacidad auditiva con retrofuturistas aparatos diríase extraídos de alguna novela de Jules Verne.

Igual que en Amelie, donde se acumulaban incidentes curiosos durante la primera media hora hasta que la trama finalmente arrancaba, aquí pasan muchas cosas en los treinta minutos iniciales sin ajustarse al esquema hollywoodense en el que se le garantiza al espectador que todo eventualmente se resolverá en la última escena. Jeunet y Caro nunca se apresuran, saben que los excéntricos personajes que llenan el relato son suficientes para mantener entretenido a su público y por otra parte confían en la atemporalidad del cuento de hadas. Al igual que en El Laberinto del Fauno, se trata de un cuento de hadas más oscuro que el descafeinado estilo Disney, aunque al final comparte el mismo sentido justiciero.

Ya en Delicatessen Jeunet y Caro se habían deleitado en la creación de un universo cerrado, sin precisiones innecesarias de época o lugar, sin la intrusión del mundo exterior (en las tomas abiertas el firmamento parece curvarse hacia arriba, como en la cosmovisión medieval), con un tiempo dúctil que se distiende para incluir la mayor cantidad imaginable de coincidencias providenciales o que se comprime alrededor de los protagonistas para obligarlos a actuar. Esta despreocupación por la cronología (no aversión, como en Guillermo del Toro) la comparten los personajes de La Cité des Enfants Perdus. One, por ejemplo, ni siquiera sabe qué edad tiene Denree, sólo que lo encontró en un basurero y decidió adoptarlo. Esto tampoco significa que el relato sea pueril. La espabilada Miette (Judith Vittet), de apenas nueve años, en ocasiones muestra el mismo aplomo que las heroínas adultas de Jeunet, llámense Amelie Poulain o Mathilde.

En contraposición al fetichismo tecnológico de la ciencia ficción, el diseño de producción de Marc Caro pone mayor énfasis en los aspectos táctiles y estéticos de los aparatos que adornan la película. Es una tecnología de engranes y resortes, no de circuitos integrados. Este desinterés por la tecnología de punta se extiende incluso a la moraleja de la película. Es evidente que Jeunet y Caro encuentran más admirable el uso ingenioso de los objetos cotidianos para solucionar cualquier problema (una polea para evitar que un perro se coma las viandas, un gato y un ratón para abrir una puerta) que las posibilidades abiertas por los aparatos electrónicos. En el otro extremo están Krank y los Cíclopes, cuya confianza en los dispositivos de última generación los vuelve vulnerables frente a las creativas soluciones de los héroes. Ante la inocencia lobotomizada del cine gringo, Jeunet y Caro responden con una malicia más auténticamente infantil.

Por último, hay que señalar algo que parece una constante en la obra de Jeunet: la predilección por los objetos. En el corto Foutaises de 1989, Jeunet hacía un recuento de las cosas que le gustaban y de las que le repelían, manía de coleccionista que le ha acompañado en obras posteriores. No sólo la escenografía de La Cité des Enfants Perdus parece construida con fragmentos de objetos desechados por sus dueños originales, sus personajes muestran esta misma afición por los cachivaches, desde el buzo que etiqueta todo lo que encuentra en el fondo del mar hasta el gitano que atesora los carteles que le recuerdan su vida pasada de cirquero. Creo que lo más significativo de este afán por recolectar objetos inútiles es que resumen la filosofía de Jeunet para hacer cine: ante la exigencia de hacer películas con un sentido práctico, que sirvan para algo, el cineasta responde acumulando imágenes que tal vez carezcan de utilidad pero que por su mera cercanía adquieren la belleza del encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones. (Marco González Ambriz – revistacinefagia.com)