En Oh, Canada un afamado documentalista canadiense concede una última entrevista a uno de sus antiguos alumnos para contarle toda la verdad sobre su vida. Una confesión filmada delante de su mujer.

  • IMDb Rating: 5,7
  • RottenTomatoes: 64%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Después de haberse adentrado en mundos que se encuentran en las antípodas de los criterios estéticos y éticos que tanto defendió como crítico a principios de los años setenta (The Dying of the Light, Dog Eat Dog), Paul Schrader sorprendió en 2017 a propios y extraños con First Reformed, una obra en la que aplicaba a rajatabla las formas del cine trascendental sobre el que tanto escribió en su juventud. La aspereza ascética de sus imágenes rayaba la pantalla a medida que la habitual reflexión del director sobre la culpa y la posibilidad de redención se cocía a fuego muy lento, aliñada con una denuncia muy lacerante sobre el papel protagónico que las grandes empresas tienen en el cambio climático. La cinta suponía la vuelta de Schrader a su mejor nivel y, por tanto, la expectación por ver su siguiente obra fue muy grande. Para sorpresa de muchos, el autor de Affliction, jugó sobre seguro y repitió la misma fórmula con The Card Counter, llegando incluso a copiar por tercera vez en su filmografía el plano final de Pickpocket (1959). Para cuando The Master Gardener, llegó a las salas el año pasado, estaba claro que las variaciones con respecto a las dos anteriores iban a ser casi imperceptibles. Independientemente de que las tres cintas sean prácticamente iguales, su calidad y coherencia como trilogía es innegable.

Quien esto firma sentía mucha curiosidad por descubrir si en Oh, Canada, el guionista de Taxi Driver y Raging Bull había ideado una propuesta mínimamente original o si, por el contrario, ofrecería una nueva cinta protagonizada por un hombre atormentado por su pasado, que se refugiaba en una rutina férrea y monótona con el único deseo de poner su vida, y su sufrimiento, en una pausa perpetua. Pues bien, la adaptación de Oh, Canada, la novela de Russell Banks es un cierre coherente con las obsesiones alrededor de las cuales ha articulado toda su carrera, pero cuyo argumento y punto de vista varía notablemente. Y es que Schrader levanta sobre el rostro de Richard Gere un mosaico de recuerdos borrosos e imágenes ambiguas que se ramifica por la pantalla con el único objetivo de negar la posibilidad de obtener el perdón propio. Oh, Canada funciona como un gran anticlímax que proyecta los jirones rotos de la memoria de un documentalista comprometido con las causas sociales que carga con una gran y pesada losa de culpa, pero no por haber cometido un delito (o pecado, utilizando el lenguaje que le gusta al director) de extrema gravedad, sino por haber ido cometiendo a lo largo de su vida pequeñas faltas que ahora, cuando un cáncer terminal está a punto de bajar la persiana de sus días, quiebran su conciencia y le impiden irse en paz.

En ese sentido, la posibilidad de que el espectador establezca un vínculo emocional con el protagonista es mayor que en las cintas anteriores, puesto que este no ha sido un fervoroso nacionalista que incitó a su hijo a ir a la guerra, ni un torturador en Abou Ghraib, ni un neonazi. Así, pese a haber sido un ejemplo como personaje público, el protagonista ha cometido muchos errores que, hasta el momento, había conseguido esconder bajo la máscara de ciudadano impecable que se había creado y que, a fuerza de tanto usarla, había terminado por confundirse con su verdadero rostro. Por eso, ahora que está esquinado por la enfermedad, y la certeza de la muerte le ha desnudado de cualquier tipo de retórica preciosista —véase cómo trata al personaje de Uma Thurman—, ha decidido protagonizar un documental en el que narra, desde el prisma subjetivo de su mirada, la verdadera historia de su vida.

Su torrente de sinceridad se ve ensuciado tanto por el polvo que se acumula en su memoria y que le hace contar algunos pasajes de forma arbitraria, como por la negación de los hechos que hace su actual esposa, incapaz de creer que su marido hiciese todo lo que cuenta. Schrader configura una puesta en escena barroca (que se acerca, por momentos, a la de Mishima A Life in Four Chapters) en la que, siguiendo una premisa brechtiana con la que busca subrayar el posible carácter ficticio de algunas anécdotas, mezcla escenas en color y en blanco y negro, diferentes relaciones de aspecto, y tonos dramáticos y cómicos, hasta materializar en imágenes el confuso viaje de introspección que lleva a cabo un protagonista que alcanza a tocar con los dedos la imposibilidad de obtener la paz. (Rubén Téllez Brotons – ElAntepenúltimoMohicano.com)